miércoles, 27 de abril de 2011

23 y 24

23

El cirujano que había operado a Candela las primeras dos veces dijo que a esa altura de la enfermedad no quedaba mucho por hacer. “De acuerdo a esta última tomografía, la metástasis en el peritoneo es imposible de erradicar mediante cirugía”, explicó. “Para limpiar esos puntos que se encuentran esparcidos habría que sacar el órgano entero, pero eso es imposible”, sentenció, y recomendó continuar con las sesiones de quimioterapia para, al menos, controlar el avance de las células cancerígenas.
Alberto y Martín escucharon en silencio y no se atrevieron a preguntar nada. Los dos quedaban paralizados cada vez que escuchaban un nuevo diagnóstico.
Inés estaba en su cama hecha un ovillo entre los edredones. No tuvo fuerzas para ir al médico a que le dijeran que su hija se estaba muriendo de a poco. Al regresar, Alberto le dio su propia versión de la noticia. Dijo que la enfermedad estaba controlada, que el cirujano no recomendaba otra operación y que había que seguir peleando con nuevas sesiones de quimioterapia. Cuando Candela escuchó las noticias, fue contundente: “Yo no me hago ni una quimio más, prefiero morirme ahora mismo a seguir metiéndome esa mierda en el cuerpo. No puedo más, ya no aguanto, basta”, dijo, y se fue a encerrar a su cuarto. Quiso llorar, pero se tuvo que contener porque Clara, mientras jugaba con una muñeca, le pidió en un idioma incomprensible que le pintase las uñas. Entonces trató de sonreír, buscó el esmalte color rubí y acarició las pequeñas manos de su hija. Trató de concentrarse en el pincel, en esos dedos a los que cariñosamente llamaba “chorizitos”, pero aunque tratara de enfocar su cabeza en algo puntual, no podía dejar de pensar en la muerte. Su mayor preocupación era Clara, qué harían con ella, cómo le explicarían que su mamá se había ido para siempre y que su papá no sabía de su existencia. Esa idea la atormentaba, no le dejaba escapatoria. Antes de ser madre, antes de enfermarse y comenzar a mirar la vida desde otro punto de vista, siempre creyó que la muerte era una buena salida para acabar con todo, que nada era tan terrible porque a ella no le aterraba la idea de irse, incluso le parecía que los suicidas eran personas respetables, valientes, con una determinación admirable. Tanto, que más de una vez, siendo adolescente y atormentada al extremo, pensó en quitarse la vida para solucionar así, de una buena vez, sus problemas existenciales. Pero al ser madre su vida dejó de pertenecerle, sus pequeños actos de egoísmo y autodestrucción se diluyeron porque ahora otra persona dependía absolutamente de ella. Por eso se sentía atrapada en una callejón sin salida, hasta que, mientras pintaba la última uña de Clara, la del dedo meñique izquierdo, pensó en una posibilidad que en aquel momento le pareció absolutamente salvadora para su atormentada conciencia. Se le ocurrió que si ya no había nada que hacer, si le aguardaba una muerte lenta que no estaba dispuesta a prolongar con tortuosas sesiones de quimioterapia, lo mejor sería buscar una nueva familia para Clara, con un padre que estuviera presente y una madre sana, fuerte, incluso longeva (aunque esto era imposible de determinar, claro, pero en ese momento a Candela se le vino aquella palabra a la cabeza). Pensó en una pareja joven, linda, de buena posición económica, que estuviera desesperada por criar una niña preciosa como la de ella, resignados ante la imposibilidad de procrear un hijo. De esa manera, siguió fantaseando, Clara nunca se acordaría de nada, pronto se acostumbraría a sus nuevos padres perfectos y la imagen de una madre enferma, esquelética, casi sin pelo y que hacía un esfuerzo sobrehumano por salir de la cama y pintarle las uñas se transformaría, quizás, en un sueño esporádico al que nunca nadie le encontraría explicación, porque una de las condiciones para entregar a su hija, pensó Candela, sería hacerle jurar a esos padres adoptivos que jamás revelarían el secreto de su existencia y que fingirían ser los padres biológicos de Clara, para así no crearle el trauma de la hija huérfana adoptada y que todo ese drama por el que estaba atravesando se diluyera para siempre en una gran mentira.
Cuando terminó de jugar a la manicura, Candela llamó a Inés para que se llevara a su hija. Estaba demasiado cansada, necesitaba acostarse y no moverse para neutralizar el malestar y aplacar las náuseas. Al apoyar su cabeza sobre la almohada, supo que tenía un buen plan y sintió paz, por primera vez en mucho tiempo.


24


Aunque nunca había sido buena para generar dinero, Inés no tuvo problemas en conseguir treinta mil dólares de un día para el otro. Y aunque tampoco se había destacado nunca por ser la más lista, la mejor empresaria o una de esas mujeres que siempre alcanzan sus metas, que se proponen algo y no paran hasta conseguirlo. En esa oportunidad actuó como la más eficiente.
Después de recibir las peores noticias, de que su cirujano y su oncólogo de confianza le dijeran que la única alternativa era seguir con la quimioterapia para mantener la enfermedad controlada unos cuantos meses –con suerte, algunos años–, Inés comenzó a buscar otros médicos, nuevos tratamientos. Lo hizo de manera inconsciente, sin detenerse a pensar que tal vez lo más sensato sería aceptar que Candela debía morir de la mejor manera posible. Después de que tres profesionales analizaran el historial médico que Inés cargaba en su bolso con miedo, como si se tratara de una bomba de tiempo a punto de estallar, Ernesto consiguió una entrevista con el director de oncología del hospital más prestigioso de la ciudad. El doctor Huerta, una eminencia en el tema, dijo que hasta el momento no existía un tratamiento de quimioterapia capaz de eliminar por completo las células cancerígenas que invadían el aparato digestivo de Candela, y recomendó, como única salida, una cirugía larga y engorrosa, que consistía en abrir nuevamente el cuerpo desde el tórax hasta la pelvis y revisar durante horas, quizás ocho o diez, para encontrar las células malignas y rasparlas, una por una, hasta eliminar cualquier rastro de cáncer. Luego explicó que el peritoneo estaba muy comprometido, que posiblemente habría que extraer una parte importante de aquel órgano, a lo que Inés alegó, sin dejarlo terminar, que el cirujano anterior había asegurado que el peritoneo era intocable, y que por eso la enfermedad de Candela no tenía cura. El doctor Huerta permaneció en silencio hasta que Inés terminó de contradecirlo. Después, con la calma de alguien que está acostumbrado a tratar con mujeres desesperadas, dijo que en el país existía un único cirujano oncólogo que practicaba ese tipo de operaciones y, sin entrar en una discusión inútil, anotó los datos del médico en una tarjeta, que luego deslizó sobre su escritorio.
La operación tenía un costo de treinta mil dólares, incluyendo los gastos de internación y seguimiento del paciente. Contaba con un cincuenta por ciento de probabilidades de resultar exitosa,y comprometía en gran medida la vida de Candela, porque su organismo se encontraba muy débil como para soportar más de ocho horas seguidas de anestesia y quirófano. Además, la extracción del peritoneo implicaba serias complicaciones en el aparato digestivo, que a partir de la intervención quedaría inhábil para recibir alimentos con grasa, alcohol o cualquier cosa que pudiese atentar contra su delicado funcionamiento.
Inés no prestó atención a las advertencias del médico ni al costo de la operación. Fijó una fecha en ese mismo momento, se despidió del cirujano y se metió en el bar más cercano, dispuesta a comenzar su ronda de llamadas a través del celular. Primero habló con Alberto, a quien le ordenó, sin darle demasiados detalles sobre la consulta médica, que fuera a una tienda de autos usados y vendiera el Ford en el acto, en efectivo, al mejor postor. Después llamó a Isabel y sin preámbulos le preguntó cuánto tenía en el banco. Su madre le respondió que le quedaban ocho mil dólares, la reserva para su próximo viaje a Madrid, tal vez el último de su vida, se molestó en aclarar. Inés le explicó que los necesitaba para la semana siguiente, y sin que terminara de darle los motivos Isabel se apuró a decir que no había problema, que nada era más importante para ella en aquel momento que la salud de su nieta.
Por último, Inés se comunicó con su hermano Ernesto, quien prometió hacerse cargo de aportar lo que faltara para llegar a los treinta mil. Cuando colgó, y sin darse tiempo todavía de pedir un café, marcó el celular de Candela, puso voz de contenta y, antes de saludar a su hija, dijo: “¡Candy, se acabó la quimio, te operan la semana que viene!”.

8 comentarios:

  1. Por fa' publica mássss!!! No puede ser que me dejes sin dormir bien por querer seguir leyendo. No hay forma de encontrar tu libro en Lima??? Ni en los piratas lo he encontradoooo... :(

    Bueno un beso y si puedes publica con más frecuencia... Eres un capo!!!

    Pierina

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  2. GUAu, la verdad me tienes a la expectativa de que cuelgues mas de la historia, algo que lei y con lo que concuerdo es porque yo fui antes de ser madre como Candela con eso de la autodestruccion, me gusta tu novela ojalá postees mas seguido, ya olvidate d Bayli que el mundo da vueltas tu sigue creciendo y cosechando exitos. Cariños Nancy....

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  3. dios!!!!!!!!!!! la van a operarotra vez mas? pobre!!!!!!!!!!!!!!!! quiero que sea mañana para seguir leyendo que pasa con esto!

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  4. Sperando q sea mañana para el siguiente capitulo!!! :)

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  5. ME MATASTE! como pudo terminar asi ese capitulo??!! wow!
    Ay Luisito!
    besitos!

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  6. Es verdad cuando eres madre ya no piensas que tu vida te pertenece sino le pertenece a tus hijos. Cuando estas en una situación de riesgo lo primero que piensas es "Qué será de mis hijos"

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  7. Buena Luis me dejaste en ascuas ...que pasara? cn la operación?? hay Diosss...
    sogue haci amigoo

    Pdta: te extrañeeee !!!!!
    besos mil
    Melissa - Callao

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  8. Porque demoras TAAAAAAAAAAAAAAANTO en colgar la novela? no iba a ser 3 dias a la semana????

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