lunes, 16 de mayo de 2011

El final

–Basta, papá, ya no puedo más, por favor, basta.
La voz de Candela sonaba débil, temblorosa. Hizo acopio de fuerzas para decir aquella frase, pero luego cerró los ojos y permaneció inmóvil. Le dolía hablar, mantenerse despierta, intentar prestar atención. Alberto siguió a su lado, sin soltarle la mano, queriendo aguantar unas lágrimas imposibles de contener. En la sala de espera del sanatorio, Inés hablaba con dos oncólogos. “La enfermedad volvió a atacar el intestino delgado, pero esta vez con más fuerza”, dijo uno. “Ahora el intestino está agujereado y su contenido comienza a expandirse por todo el cuerpo”, continuó. “Es una peritonitis”, dijo el otro. “Si no hacemos nada, en uno o dos días se producirá el paro cardíaco, sin sufrimiento. Si volvemos a intervenir quirúrgicamente, la operación va a ser muy dolorosa, peor que las anteriores, y en poco tiempo se va a producir el mismo cuadro. La enfermedad está en un punto en el que no hay nada que hacer, ahora usted y su marido tienen que decidir si la dejamos ir ahora sin sufrimiento o alargamos la agonía. Sé que es muy duro, lo siento”.
Inés permaneció en silencio y entró a la habitación. Estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios, de empezar a gritar, salir corriendo, romper algo. Pero no lo hizo, se comportó con una frialdad casi inconsciente, manteniendo el instinto de proteger a su hija hasta el último día de su vida. Ahora, decidir su muerte se había convertido en una forma de protegerla.
Al entrar en la habitación, besó a Candy en la mejilla y le pidió a Alberto que la acompañara afuera para hablar. En la sala de espera abrazó a su marido y le explicó el caso, manteniendo la calma. Alberto le contó de los ruegos de Candy para terminar con todo lo antes posible, le dijo que su hija le había pedido que parasen con todo, y citó la frase “Basta, papá, ya no puedo más, por favor basta”. Eso fue suficiente para que los dos tomaran, sin pensarlo demasiado, la decisión más importante y dolorosa de sus vidas.


–Candy, ¿me escuchás?
–Sí.
–Yo sé que no podés hablar mucho, pero tenemos poco tiempo.
–¿Por?
Inés le hizo señas a Martín para que se callara y se acercó a hablarle al oído.
–Te dije que no le íbamos a decir nada.
Martín agarró a Inés del brazo y la sacó a la sala de espera. Le hizo señas a Alberto para que los acompañara.
–Candy tiene que tomar una decisión antes de irse –les dijo.
–¿Decisión de qué? ¿Qué estás hablando? –preguntó Inés.
–Clarita. Cuando estuvo muy mal la vez anterior, Candy me dijo que si se moría pensaba dejársela a su amiga Juliana, para que Clarita crezca con un padre y una madre y no sufra toda su vida por ser huérfana.
–Eso es una locura –dijo Inés.
–Hay que respetar su voluntad –intervino Alberto.
–Pero de qué están hablando, le quedan horas de vida y yo no quiero que se entere, ¿sabés lo espantoso que debe ser que te digan algo así?
–Hay que decirle, Inesita, tiene que tomar algunas decisiones antes de irse, aunque nos duela a todos.
–Están mal de la cabeza, a Clarita la voy a cuidar yo y punto, no hay ninguna decisión que tomar.
–Yo quiero que me la deje a mí –dijo Martín.
–¿De qué hablás? –reaccionó Inés.
–Yo no voy a tener hijos y quiero que Clarita sea mi hija.
–¿Por qué no vas a tener hijos?
–¡No preguntes boludeces, Inesita, por favor!
–¿Qué boludeces Alberto? No sigamos perdiendo tiempo que yo quiero estar adentro con Candy todo lo que pueda.
–¡Es puto, Inesita, es puto, por eso no va a tener hijos! –estalló Alberto–. ¿Todavía no te diste cuenta? ¡Si serás boluda!
–¡Basta, no se van a poner a pelear justo ahora, por Dios! –intervino Martín–. Si soy gay o no, da igual en este momento, papá, por favor…
–Bueno, yo entro, no es momento para hablar de estas cosas –dijo Inés, dando por cerrado un tema que no tenía fuerzas para tocar.
–Ok, pero yo le voy a preguntar a Candy qué quiere hacer, y necesito que ustedes dos estén presentes para escuchar su voluntad. Ella se merece que le digamos la verdad, así puede elegir.
Cuando Martín terminó de hablar, Inés entró a la habitación en silencio, sin contestarle. Martín y Alberto la siguieron.
–No griten –dijo Candy.
–Perdón, Canduchi, estaba peleando con la enfermera por una pavada –se apuró a decir Inés.
–Ya sé que me voy a morir, no soy tan tarada.
Se hizo un silencio.
–¿Pero qué decís, estás loca? –tardó en preguntar Inés.
–Quiero que Clarita se vaya a vivir con Juliana y que hagan de cuenta que es su hija. Yo ya hablé esto con ella hace tiempo y aceptó. Ustedes van a poder visitarla todo lo que quieran, pero que viva con ella. Y vos, mamá, ocupate de darle la custodia porque yo no creo que tenga tiempo.
Inés no supo qué decir.
–Candy, ¿tenés fuerzas para hablar?
–Sí, Martín, decime.
–Quiero que me des la custodia de Clarita.
–¿A vos? Pero vos tenés que hacer tu vida.
–No creo que tenga hijos.
–Eso ya lo sé. Pero yo quiero que seas feliz. Tenés que ser libre, que no te importe lo que te digan. Salí con tus amigos, viajá, tratá de que alguien se enamore de vos, sería lindo.
–Candy, yo necesito a Clarita, no me quiero quedar solo toda mi vida. Además me quedaría a vivir con mamá y papá, estaríamos todos juntos.
–Yo no quiero que Clarita sea la huérfana que vive con sus abuelos y su tío y que cada vez que en el colegio le hablen de la mamá se ponga a llorar. Yo quiero que Juliana sea su mamá y se ocupe de ella como a mí me hubiera gustado ocuparme.
–Te entiendo, pero dejame ser egoísta, nosotros no vamos a poder seguir adelante sin Clarita, te lo ruego.
–Basta, Martín, dejá tranquila a tu hermana –intervino Inés.
–Denme un rato para pensar, mientras andá a comprar un grabador –le dijo Candela a Martín–. Cuando vuelvas, les voy a decir qué decidí y quiero que lo graben para que después no haya problemas.


Inés sostiene la mano de Candy con fuerza. No puede desprenderse de su lado, se aferra a ella con una entrega total. Le acaricia el pelo, le besa la frente y las mejillas y no la suelta ni por un segundo. Madre e hija se mantienen en un trance divino. Candy sedada, casi inconsciente, medio dormida. Inés esperando con una paz inusitada el momento de la partida. Las horas se alargan más de lo previsto por los médicos. El tiempo pasa y Candy sigue viviendo. No quiere irse, o no la dejan. Martín, Alberto, Isabel y Miguel esperan afuera. Todos entraron a despedirse de Candy. Le dieron un beso, lloraron al pie de su cama y le dijeron adiós, tal vez sin tomar demasiada conciencia de que se trataba de un saludo definitivo, una despedida eterna. Ninguno se animó a estar más de quince minutos adentro de la habitación. Nadie quería presenciar el escalofriante momento de la partida. Pero Inés permanecía en trance, estaba ida, no hacía otra cosa que acariciar a Candy y mirarla fijo, rezando y pidiendo, inconscientemente, que no la abandonase.
La escena se mantuvo así por horas, hasta que una de las enfermeras, la más vieja de la clínica, se acercó a Inés y le habló al oído. “Tiene que dejarla ir, señora, si usted se queda acá al lado rogándole que se quede le va a alargar la agonía”, le dijo. “Déjela descansar, salga un ratito y déjela que duerma”.
Inés salió y abrazó a sus hijos. La enfermera vieja se quedó con Candy. Martín y Miguel lloraron, seguros de que todo había terminado. Pero Inés les dijo que Candy estaba descansando, que no había muerto, y se quedó abrazándolos, con la mirada perdida.
Pasó media hora, hasta que salió la enfermera. “Entre, señora, creo que es hora de despedirse”, le dijo, con la sabiduría de años dedicados a cuidar pacientes agónicos. Inés se apuró a pasar. Volvió a sentarse al costado de la cama y tomó la mano de su hija. “Andá, Candy, andá tranquila, mi chiquita”, dijo en voz alta.
Un rayo de luz entró por la ventana y se instaló en la habitación. Candy abrió los ojos, miró a su madre y sonrió. Inés le devolvió la sonrisa y sintió una paz inmensa. Luego Candy se fue.


Inés le escribe una carta a Martín:
“Gracias se dice cuando te dan un vaso de agua, o te abren una puerta, o te dicen la hora. Por eso no sé qué palabra usar para decirte lo que siento. Pusiste mucha plata para ayudarme, pero también pusiste tu corazón, tu paciencia, tu compañía. Personas incondicionales hay pocas, para mí lo fueron papá, mamá y Ernesto. Y ahora que sos un hombre, también vos. Me hace bien saber que estás siempre, sobre todo después de la muerte de Candy y el abandono de tu padre. Alberto nos dejó solos, pero por algo estamos los que estamos. Te siento incondicional. Aliviás mis heridas y me das muchísimo amor. Es un placer y un honor ser tu mamá”.


El despertador sonó a las siete y cuarto de la mañana. Inés amaneció sobresaltada, nerviosa por afrontar el día que le esperaba. Corrió al cuarto de Clara y la despertó con un beso. “Arriba, gorda, que hoy empezamos el cole”, le dijo. Martín prendió la ducha, dejó correr el agua caliente. Mientras se bañaba, pensó en el inicio de clases de Clara. Primer grado, cómo pasa el tiempo, se dijo. Estaba preocupado por Clara. No confiaba en su desempeño escolar, porque Candy nunca había sido buena alumna y tenía miedo de que sus compañeros la invadieran con preguntas, que le dijeran ¿por qué tu mamá es tan vieja y tu papá parece un chico? Estaba preocupado, aunque sabía que Clara había aprendido a esquivar los cuestionarios mejor que nadie. “No es mi mamá, es mi abuelita, mi mamá está en el cielo y ese no es mi papá, es mi tío pero no tiene novia ni quiere tener, así que vive conmigo y mi abuelita, los tres juntos”, respondía estoica ante la mirada atónita de sus compañeros del jardín de infantes.
Inés preparó el desayuno para los tres en la cocina. Su nueva vida la encontraba como un ama de casa dedicada, atenta a las necesidades de Clara y obligada a cuidar el presupuesto. El sueldo de Martín les alcanzaba para vivir tranquilos, pero no se podían dar el lujo de tener empleada doméstica o comer afuera todos los días. Inés iba al supermercado, cocinaba, armaba un menú, ponía en práctica las recetas que le pasaban sus amigas, ordenaba la casa y se ocupaba de que Clara estuviera siempre impecable.
Cuando terminaron el café, Martín fue a su cuarto y se hizo el nudo de la corbata frente al espejo de cuerpo entero que tenía colgado en la puerta de su placard. Inés le lavó la cara a Clara, le puso el uniforme y la peinó con dos colitas hacia los costados. Después fue a su cuarto, se puso un tailleur que no usaba hacía años y se maquilló la cara. Mientras se miraba frente al espejo, tuvo una especie de deja vú. En realidad no supo si era eso, si lo que se repetía era ese preciso instante o si se trataba solo de un recuerdo del primer día de clases de Candela, cuando le puso el uniforme, la peinó con dos colitas y se maquilló para estar linda durante el acto escolar. Todo volvió a su mente, como si el tiempo no hubiera pasado. Clara era un calco de Candela a los seis años. Inés tenía momentos de confusión, a veces le decía Candy, como si hubiera borrado el pasado y estuviera repitiendo la película de su vida, esta vez con la experiencia de los errores cometidos, la convicción de haber aprendido de ellos y la certeza de no volver a cometerlos.
“Estás igual a tu mami el día que empezó el cole”, le dijo Inés a Clara, enseñándole una foto de Candela en su primer día de clases, efectivamente un calco de la niña que estaba parada frente a ella diciéndole que tenía miedo de que no le salieran las letras en el cuaderno. “No te preocupes, mi gorda, la maestra es muy buena y te va a explicar todo muy bien, y si no entendés algo en el cole, lo hacemos juntas acá en casa cuando volvés, ¿dale?”, la consolaba Inés.
Para sorpresa de todos, Clara se mostró muy segura al llegar al colegio. Buscó a sus amigas, las mismas del jardín de infantes, y se agrupó con ellas en la fila de primer grado B. El acto comenzó a las ocho en punto. Martín esperaba impaciente, quería que aquel momento pasara rápido para correr a la audiencia de mediación que le tocaba ese día. Ernesto estaba cada vez más viejo y con menos ganas de trabajar. Delegaba la mayoría de las tareas en su sobrino Martín, ansioso por prosperar económicamente para poder solventar los gastos familiares. No había calculado que tener una persona a cargo podía resultar tan agobiante. Sin embargo, estaba conforme con su nueva vida, no se arrepentía de nada, sobre todo en momentos como ese, viendo a Clara feliz, totalmente adaptada, con la vida tranquila que su madre tanto soñó para ella.
Durante el acto, luego de entonar el Himno Nacional, la directora del colegio dio la bienvenida a los alumnos de primer grado y los llamó, uno por uno, para que subieran al estrado con sus padres y se presentaran. Cuando llamó a Clara, ella se apuró a subir con Martín e Inés. La gente miraba sin entender al disparejo trío. Al pedirle que se presentara, Clara dijo su nombre y apellido y comenzó a dar explicaciones, como era su costumbre. Ella es mi abuelita Inesita y él es mi tío Martincito. Mi mamá está en el cielo y papá no tengo, pero ellos me cuidan como si fueran mi papá y mi mamá.
Hubo un silencio. Algunas madres se emocionaron, sin saber cómo reaccionar. La directora se apuró en golpear las palmas y el aplauso se hizo atronador. A Inés se le llenaron los ojos de lágrimas. Miró a Martín, también a punto de llorar, y le dijo al oído:
–Creo que vamos bien, parece que no nos equivocamos.
Martín permaneció en silencio y pensó: gracias Candy, gracias por todo.


Fin

miércoles, 11 de mayo de 2011

33 y 34

33

Inés se recostó boca abajo y dejó la espalda en manos de Estela, su masajista durante los últimos dos años. Si bien lograba relajar el cuerpo, su cabeza continuaba funcionando sin descanso.
Ay Dios, qué alivio. La plata mejor invertida, ni hablar. No hay con qué darle, che, un masaje semanal y la contractura desaparece por completo. Le voy a decir a Estela que venga a casa todos los viernes, es el mejor día porque llego hecha pelota después de toda la semana ocupándome del resto. ¡Ay, qué delicia! Lo que son las manos de esta mujer, Dios, es impresionante.
Si Miguel me pidió que le saque a los chicos del colegio a las cinco, entonces… sí, dos horas, me quedan dos horas para relajarme después del masaje. Porque dice Estela que no hay que salir corriendo como una loca cuando ella termina, hay que acostarse en la cama media horita y, si es posible, una entera, y lo ideal, me dijo la semana pasada, es tirarse en la cama y dormirse una siestita. Así dice que el masaje es más efectivo. Pero qué pesado Miguel con el tema de los chicos, ¿para qué los manda a un colegio que le queda tan lejos si no tiene alguien fijo que le vaya a buscar a los chicos? Al final la boluda siempre soy yo, porque con eso de que no trabajo todos me dicen que soy una vaga, que no hago un soto y por eso se piensan que pueden tenerme de cadeta para cualquier cosa. ¿Cuándo me llegará el momento de disfrutar? Pero digo disfrutar realmente, sin tener que trabajar como lo hice toda mi vida, sin chicos que cuidar, sin problemas de salud de nadie, sin quilombos de guita… Ay, sí, Estelita, dale duro al cuello que lo tengo a la miseria. Dicen que después de una mala racha viene otra buena. Ciclos de vida, así le dicen en el libro de Osho que me prestó Elenita. Con ese criterio, a mí ahora se me viene una buena sí o sí, no hay tu tía. Bueno, la psicóloga me dijo que ya es tiempo de disfrute. Así, textual, “de disfrute absoluto”, dijo. Y en el horóscopo chino me salió época de cambios, el renacer de un espíritu castigado, tiempo de celebración y reunión con los suyos, reencuentro con el ser amado, pasión a flor de piel. Ya ni me acuerdo qué otras cosas, pero todo era bueno, todo coincidía conmigo de una forma insólita, era como si lo hubieran escrito para mí misma… Mmmm, qué rico es el olor a menta del gel de Estelita, me transporta, te juro que me transporta.
Y eso del soldado que nunca se cansa de batallar, es tal cual. Toda la vida luchando como una yegua, desde que me casé que no tengo un respiro. Y después, con los chicos grandes, cuando se supone que a una le toca empezar a disfrutar, se me viene el lío de Miguel, el suicidio, la clínica esa siniestra, los psiquiatras, las pastillas… Bueno, para qué acordarme de algo tan feo, si fue hace tanto. Es como dice la psicóloga, él tenía que explotar por algún lado y a nosotros nos tocaba contenerlo, y aunque fue un horror me sirvió de aprendizaje. Eso dice la mina, qué se yo, la verdad es que tanto aprendizaje casi me mata, no sé como aguanté, la verdad. Quién hubiera dicho que ahora Miguel estaría tan bien, hecho todo un señor, con su mujer y sus hijos, la verdad es que ni yo lo puedo creer. Si hace ocho, nueve años, me decías que iba a estar tan bien, tan entero, no te la creía. Igual, bien que se borró últimamente, pero lo entiendo, con todo lo que le pasó a él no estaba como para afrontar otra crisis, y yo tampoco le pedí mucho porque sabía que era mejor protegerlo, qué se yo. Pero ahora lo veo tan bien que es como un capítulo cerrado.
–¿Ya terminó, Estela? Bueno, genial, no sabe lo bien que estuvo. Yo ahora me voy a quedar así como usted me dijo, a ver si con suerte me duermo, que tengo un par de horitas antes de ir a buscar a mis nietos al colegio. La plata está sobre el dressoir, al lado de la puerta de entrada. Le dejé justo, no me tiene que dar vuelto, así que no se preocupe. Entonces quedamos para el viernes que viene a la misma hora ¿si? Chau Estelita, buen fin de semana, chau, sí, chau chau.
Ay, qué pesada, me joroba que se te ponga a hablar cuando termina el masaje. ¿Por qué no agarra su plata y se manda a mudar? Mucho relájese señora, trate de descansar, pero con la perorata que te da te vuelve la contractura. Deberían salir con Alberto, así hacen un concurso a ver quién le quema el cerebro al otro primero. ¿Quién será más pesado, Alberto o Estela? Te juro que van parejos. Igual, yo a Alberto lo quiero, con todas las que me hizo yo lo quiero casi como al principio, te diría. Claro, no lo demuestro mucho que digamos, ¡pero qué voy a andar demostrando a esta altura de mi vida, después de treinta años de matrimonio! Él sabe que lo quiero, y yo sé que él me quiere, aunque cada día esté menos en casa y se pase horas en el club. Y bueno, es su escape, como él dice, qué se yo. Igual, ya está, con todas las que pasamos, ya no tiene sentido seguir discutiendo. Tengo que darle su espacio y tener mi vida en paralelo, como le gusta decir a la psicóloga, vida en paralelo, qué ridícula. Cuando me lo dijo la primera vez me quedé helada, pensé que me estaba sugiriendo que tuviera un amante. Me quedé muda, te juro. Suerte que después me explicó que con lo de vida en paralelo se refería a no estar tan pendiente de Alberto, a que tengo que hacer mis programas con amigas, tener actividades fijas tipo gimnasia o algún curso, salir al cine con las chicas, o al teatro, qué se yo. Igual, para mí esos programas son de separada reventada, la verdad es que no es mi estilo salir entre minas, como si no tuviera marido, me parece medio deprimente, qué se yo.
No te puedo explicar lo relajada que me siento, me quedaría así hasta mañana, te juro. Debe ser que no logro quedarme dormida porque tengo en la cabeza el tema del colegio de los chicos a las cinco, una tortura, la verdad, yo ya tengo más de cincuenta largos, ya crié a mis hijos con bastantes quilombos como para estar ahora con la responsabilidad del colegio de mis nietos. Qué cagada, che, un día debería agarrarlo a Miguel y decirle basta, mis nietos son un amor y todo divino pero no me puedo hacer cargo, yo ya no estoy para eso. Debería juntar fuerzas y decírselo, te juro, aunque claro, me arriesgo a que le salte un tornillo y deje de llamarme… Claro, mejor no, mejor no le digo nada y que reine la paz.
Ahora que Alberto va a cobrar esta guita de la tía Olga, seguro que algo hacemos. Yo no veo la hora de renovar un poco la casa, cambiar esos muebles de la cocina que están inmundos, pintar todo el departamento, cambiar las cortinas, qué se yo, sería lindo hacer un cambio. Y tal vez podamos ir a Europa, siempre me quedé con las ganas de conocer España, dicen que es tan lindo… Bueno, yo creo que ahora, con esta guita, un viajecito podríamos hacernos. No te digo toda la familia, porque eso sí que sería imposible, además los chicos ya están grandes y hacen su vida, qué se yo, pero Alberto y yo algún viajecito podríamos hacer. Yo ya le tiré la onda, pero medio que se hizo el distraído, yo no sé, eso de que la plata todavía no está y hay que darle tiempo me suena raro, si una sucesión tiene que salir rápido, yo lo sé porque me pasé la vida redactando escritos de sucesión cuando trabajaba en el juzgado. Eso de la sucesión sale rápido si no hay líos en el medio, y en este caso qué líos va a haber si la pobre vieja no dejó ni testamento y nunca pudo tener hijos. Alberto y Enrique son los herederos forzosos y punto, no hay tu tía.
Pero qué bueno que al fin nos toque una buena, después de todas las que pasamos. Esto de la herencia es una señal divina, te lo firmo. Dios aprieta pero no ahorca, es increíble cómo una frase puede ser tan exacta para describir lo que nos estuvo pasando. Dios aprieta pero no ahorca, mamá me lo dijo todos estos años de mierda, pero yo nunca le di bola, la vieja y sus boludeces, pensaba. Y ahora estoy igual de boluda que ella, bah, no sé, debe ser, porque los chicos me lo dicen a cada rato, y Alberto ni hablar, todo el día con eso de que estás igual a tu madre. ¿Y él? Igual al pelotudo de su padre, claro, que tenía a la pobre vieja fregando todo el día, porque por eso vivió poco la vieja, si mis chicos apenas pudieron conocerla, vivió hasta los cincuenta y pico creo, todo el día en la cocina, la pobre infeliz. Y el pelotudo de Alberto pretende que yo sea igual, ja, cómo se ve que no me conoce, treinta años y todavía no me conoce. Qué voy a estar fregando en la cocina, ¿no se da cuenta de que yo de chica tuve mayordomo?
Y la pobre vieja de Alberto, fregando todo el día hasta que le dio un cáncer como el de Candy, igualito, y terminó en un hospital y al poco tiempo, chau, a otra cosa. Ni un tratamiento decente tuvo la pobre vieja. Es una cuestión de educación, que si fuera por Alberto, Candy terminaba igual que la vieja, que los médicos le dicen no podemos hacer nada y él bueno, qué se le va a hacer, y agacha la cabeza y se resigna. Pero yo moví cielo y tierra para que Candy estuviera bien, conseguí el mejor oncólogo, el mejor cirujano, las treinta lucas, y todos me decían dejá, no vale la pena, si ya no se puede hacer nada, pero yo que no, que sí tiene que poder hacerse algo… Y claro, ¿cómo me voy a quedar de brazos cruzados si veo que mi hija está sufriendo? Eso jamás, nunca me hubiera quedado mirando el techo y esperando a que me digan que… bueno, mejor ni pensar en eso, como dice la psicóloga, ese capítulo ya tiene que quedar en el pasado, como un libro cerrado que nunca vas a querer volver a abrir. Aunque claro, es fácil decirlo, pero cómo me voy a sacar el tema de la cabeza. Hasta el día en que me muera yo creo que voy a estar pensando en la salud de Candy. Por más que me digan que ya está bien, que hablen de remisión total y sigan con que está todo bajo control, yo nunca me voy a quedar tranquila, eso jamás.
Pero bueno, tengo que hacerle caso a la psicóloga y concentrarme en mi felicidad, reforzar mi yo interior, como ella dice. Y lo del horóscopo chino, qué genial, más no le pueden haber pegado, este es mi año. ¡Por fin!

34

–¿Quién empezó el cole?
–¡Clarita!
–¡Muy bien!
–¿Y a qué salita va Clarita? ¿Salita roja?
–Ehhh, ¡nooo!
–¿Salita azul?
–Ehhh, ¡nooo!
–Salita… ¿amarilla?
–¡Noooo!
–¡Ay, qué difícil, Clarita! A ver… ¿salita rosa?
–¡Sí!
–¡Muy bien Clarita, salita rosa! ¿Y cuál es tu color preferido?
–Ehhh, ¡rosa!
–¡Sí! ¡Qué genia, Clarita, ya sabés hablar un montón! Mamá te va a comprar un vestido rosa para que vayas a los cumples de tus nuevos amiguitos del cole, ¿dale?
–¡Sí!
–¿Quién es mi princesa?
–¡Clarita!
–¡Muy bien! ¿Y quién es la reina?
–Ehhh, ¡mamá!
–¡Sí! Sos una genia Clarita. A ver, contame, ¿qué hicieron hoy en el cole?
–Jubamos.
–¿Jugaron mucho? ¿Con tus amigos? ¿Cómo se llamaban tus amiguitos nuevos del cole?
–…
–Dale, si ayer me dijiste. A ver, Pachu…
–Pachu.
–Sarah…
–Sarah.
–Iñaki…
–Iñaki.
–¿Viste que sabías? ¿Cuál me falta, a ver?
–Ehhh… ¡Pili!
–Pili, ¡muy bien! ¿Sabés una cosa?, cuando sea tu cumple vamos a invitar a todos tus amiguitos nuevos de cole, ¿dale?
–¡Sí, de princesa!
–Sí, Clarita, te vas a disfrazar de princesa y vamos a hacer una torta y vamos a poner muchos globos. ¿De qué color te gustan los globos?
–¡Rosa!
–Sí, muchos globos rosas, ¿y el vestido?
–¡Rosa!
–¡Un vestido rosa de princesa!
–¡Sí!
–¿Pero todo te gusta rosa?
–¡Rosa!
–Ay, qué loca estás Clarita, igual que yo cuando era chiquita…
Candela y su hija caminaban a casa, de regreso del jardín de infantes. Era un día soleado de marzo, todavía envuelto por una ola de calor que parecía resistirse a la llegada del otoño.
Aunque se mantenía notablemente delgada, Candela recuperaba de a poco su aspecto saludable. El pelo le crecía con rapidez, las ojeras habían quedado opacadas por un bronceado intenso que le cubría el rostro y el cuerpo y la espalda comenzaba a erguirse, desafiando la inmensa cicatriz del torso. Estaba contenta, ilusionada con el comienzo de clases de Clara. Siempre había soñado con ser madre, con llevar a sus hijos al colegio, hablar con las maestras, organizar cumpleaños, hacerse amiga de otras madres. Si bien tenía derecho a estar enojada con el destino, no sentía el menor rencor frente a la vida. Lo pasado, pisado, decía, y evitaba entrar en diálogos reflexivos sobre el por qué de los acontecimientos cuando Inés se ponía a filosofar. Para Candy, el miedo permanecía guardado en un cajón, intacto y latente como en los peores días, pero ella prefería mantener ese cajón cerrado, no abrirlo ni en sueños, para concentrarse en un presente lleno de obligaciones maternales que le llenaban el espíritu. No le importaba ser madre soltera, en el colegio de Clarita la mitad de las madres estaban solas, separadas o “en relaciones complicadas”, como les gustaba decir a muchas con cara de resignación. Candy se sentía protegida por sus padres, por su tío Ernesto, por su abuela Isabel, por su hermano Martín. Estaba cómoda en su casa de toda la vida, con papá y mamá y Martín y ahora Clarita. No quería irse, vivir sola, pagar cuentas, tener responsabilidades. Su salud había sido castigada de tal forma que a esa altura lo único que pretendía era cuidar a Clara, llevarla al colegio y asegurarse de que fuera una niña feliz, más feliz que ella, a quien le había tocado una madre con demasiadas preocupaciones como para estar pendiente del vestido rosa de princesa. Tenía intenciones de volver a trabajar, de ganarse su plata y no esperar a que todos los meses su familia le juntara, entre todos, una especie de sueldo destinado a sus gastos personales y a las cosas de Clarita. Pero tampoco pretendía independizarse, porque estaba contenta con el nuevo orden doméstico de la casa familiar. Había dejado de pelear con Inés, entendió que era mejor permitirle hacer su vida, salir a los bares, a sus clases de yoga o masajes y descuidar la casa. Entonces ella se quedaba ordenando todo, cocinando, esperando a que Clarita saliera del colegio y los demás volvieran de sus tareas diarias, como quien espera a que su marido vuelva de trabajar para servirle la comida y contarle sus desventuras de ama de casa.
El día en que volvía de buscar a su hija del colegio, Candela tenía pensado hacer un postre de manzana para la noche. Martín y Alberto amaban el postre de manzana de Candy.
–¿Sabés que va a hacer ahora mamá? ¡Una torta de manzanas!
–¿Rosa?
–¿Cómo rosa, loquita? Las manzanas son verdes o coloradas, ¿no te acordás del librito de las frutas y los colores? Manzana, roja. Banana, amarilla. Naran… Ay, Clarita, pará que mami se siente mal. Ay, no, ah, pará gorda, pará que busco el teléfono, ¡ahhh, qué dolor!
Antes de alcanzar el celular, Candela se desplomó sobre la vereda. Clara empezó a gritar y a llorar desconsoladamente. Dos mujeres se acercaron. Una la alzó en brazos y trató de calmarla; la otra pudo hablar con Candela, que se retorcía de dolor en el suelo. Llamen a mamá, ahí en el celular, en la cartera, en la memoria el número que dice mamá… Cuando terminó de decir eso, el dolor se tragó las palabras y Candy dejó de hablar.

lunes, 9 de mayo de 2011

31 y 32

31


–¡Ay, Candy!, ¿no tenías una malla enteriza?
–No, ¿por?
–Nada, decía, me parece más elegante, qué se yo…
–¿Te jode que todas las viejas del balneario me miren con cara de pánico?
-No, nada que ver, decía que me parece… no sé, creo que en tu situación corresponde que uses una malla enteriza, nada más, pero sos libre de hacer lo que quieras.
–¿Vos te pensás que con todo lo que a mí me pasó voy a estar fijándome en lo que piensa la gente? Ni en pedo, mamá, ni en pedo.
Inés permaneció en silencio, se acomodó el sombrero y expuso su cara al sol. No tenía argumentos para refutar lo que su hija muy sabiamente le acababa de decir. Estaban en Mar del Plata, tomándose unas merecidas vacaciones luego de un año y medio de sufrimiento. Candela llamaba la atención entre las señoras emperifolladas con sus mejores looks de playa. Pesaba cuarenta y cinco kilos, los huesos le calaban la piel de una manera impresionante, el pelo le había crecido como para tapar la calvicie, pero seguía corto, deforme, como la cabellera de un niño casi adolescente. Pero lo más fuerte no era su semblante andrógino, su porte desgarbado, su andar encorvado producto de tantas intervenciones en el abdomen, sino la escalofriante cicatriz que le atravesaba el cuerpo, desde abajo del ombligo hasta el comienzo del esternón. En lugar de ocultarla con un traje de baño enterizo, Candela la mostraba con una diminuta bikini, como si estuviera orgullosa de haber sobrevivido a una muerte casi segura.
La recuperación había sido lenta. La operación, costosa y arriesgada. Tanto escarbaron los cirujanos, que, según ellos, habían logrado barrer hasta la última célula cancerígena alojada en el aparato digestivo. Cuando habían pasado tres meses desde la intervención, el oncólogo diagnosticó una remisión total de la enfermedad.
Todos lloraron de alegría, se abrazaron y festejaron el día más feliz de sus vidas. Isabel estaba absolutamente convencida de que sus rezos y las cadenas de oración, impulsadas desde la iglesia a la que acudía casi a diario, habían surtido efecto en la salud de su nieta. Tenés que ir a misa a agradecer, le decía a cada pariente que se encontraba. Inés y Alberto seguían asustados, no terminaban de creer que todo hubiese tenido un final feliz. Tanto habían sufrido que no terminaban de recuperase del todo. Se sentían afectados, con una marca tan imborrable como la cicatriz en la panza de Candy. Tal vez por eso Inés quería hacerle poner una malla enteriza, para que todo el sufrimiento no regresara a su memoria a cada momento.
Martín era el más optimista. Estaba convencido de que, finalmente, el destino había impartido justicia. Por eso le parecía natural que todo hubiera vuelto a la normalidad, y pensaba que ese tiempo de dolor podría haber sido una señal de alarma, solo una advertencia del destino que terminaría por hacerlos más fuertes y felices que antes. Porque así se sentía Martín, más contento que nunca, con esa sensación increíblemente placentera de haber ganado algo que daba casi por perdido, como cuando una persona recupera a su amante luego de haber sido dejada por un tiempo.
Martín e Inés manifestaban parte de su alegría en el cuidado del aspecto de Candela. La trataban como a una muñeca que precisaba ser reconstruida luego de varios años de un uso poco cuidadoso. Sentían la necesidad de borrar cualquier rastro de enfermedad o decadencia física. Por eso Inés insistía con la malla enteriza, con la necesidad de que Candy aumentara de peso, con que se maquillara o usara ropa más holgada para tapar los huesos expuestos. Martín se volvió muy insistente con llevar a su hermana a sesiones de bronceado en aerosol, para que recuperara el color y eliminara unas ojeras que durante el último tiempo llevaba estampadas en la cara. También parecía obsesionado con las extensiones. “Tengo tu pelo”, le decía a Candy. “Lo tengo guardado desde el día que fuimos a la peluquería, ¿te acordás? Lo puse en una caja y hasta un día lo lavé con champú porque se había llenado de humedad por estar tanto tiempo en el placard. Después lo sequé con el secador y lo puse en una bolsa de nylon cerrada para que no le entre la humedad. El otro día lo abrí, está divino, no sabés, re suave. Ya hablé con la mina de la peluquería, me dijo que con tu propio pelo ellos te hacían un entretejido en la cabeza y te iba a quedar re natural, como si nunca hubieras estado pelada. ¿No es genial?”.
Candy odiaba que le hicieran ese tipo de comentarios, los consideraba frívolos y fuera de lugar. Ella no quería tapar su enfermedad, no pretendía ser otra, simular que era una mujer divina y feliz y que por ahí nada había pasado. Todavía se sentía castigada por la vida. Estaba convencida de que su cuerpo jamás volvería a ser el de antes, por más retoques y enchapados que le hicieran. Todavía le quedaban rastros de dolor por todo el abdomen, como si los órganos no se hubieran acomodado del todo. La cicatriz jamás desaparecería, de eso estaba segura, por más que los cirujanos le dijeran que había un gel que con el tiempo le permitiría disimularla o una operación estética para hacerla casi imperceptible. ¿Cómo iba a pensar en cirugías estéticas? ¿Cómo se le podía pasar por la cabeza la sola idea de regresar a un quirófano?
Como mujer, también sentía una gran deficiencia. Le habían sacado el útero, no podría tener más hijos, al único hombre al que había amado lo había abandonado en Londres y no había vuelto a saber de él y no se creía linda, ni sexy ni fuerte como para seducir a nadie más en toda su vida. ¿Qué iba a estar pensando en extensiones de pelo, si a duras penas podía cuidar a su hija y tratar de recuperar su existencia?


32


Alberto bebió el último trago de café negro y dio otra pitada a su cigarrillo cuando recibió la llamada. Estaba en un bar del centro, solo, escapando de la rutina doméstica e intentando no pensar en su condición de desempleado. Desde que Ernesto dejó de pagarle y él decidió no ir más al estudio, no fue capaz, o no tuvo la suerte, de conseguir un nuevo trabajo. Por eso pasaba las mañanas en bares, leyendo el diario, pensando, evadiendo a Inés y sus constantes recriminaciones. Que por qué no vamos al cine, que llegaste tarde, que qué hacías en la calle si estás sin laburo, que a ver si te inventás algo pronto porque estoy cansada de que siempre sea mi familia la que pone la plata cuando las papas queman, que el rugby es una cosa de pelotudos fracasados, que mucho rugby pero poco laburo, que ya estoy harta de vivir así, siempre esperando a que mamá o Ernesto me tiren algo porque mi marido es un inútil, que fui una boluda en casarme con vos a los veinte años, que me cagaste la vida, que mi amiga Silvia sale todos los viernes con su marido, van al cine, van a comer, como cualquier pareja normal, y vos cero, lo único que te importa es el rugby.
El sonido del celular impacientó a Alberto. Tenía la esperanza de que alguien lo llamara por un trabajo.
–¿Si?
–¿Alberto?
–¿Dani?
–Sí, ¿cómo andás querido?
–¿Qué hacés, hermano? Acá en la lucha, que es cruel y es mucha.
–¿Pasó algo? ¿Candy cómo está?
–No, está muy bien, la negra tiene una fuerza increíble, no sabés cómo se recupera, hace de todo ya.
–Qué alegría, ¿viste que yo te dije? Tanto no nos odian desde allá arriba. Pero decime, ¿por qué tenés esa voz de mierda?
–Nada, lo de siempre, no aparece nada, estamos sin un peso, y la bruja, no sabés cómo se pone de insoportable.
–Sí, ni me quiero imaginar lo que debe ser, ¡todo el día con Inesita!
–Te la regalo hermano, me tritura el cerebro.
–Bueno, hablando de brujas, te tengo un notición.
–¿Qué pasó? Si es otra desgracia mejor ahorrate la noticia, porque ando con tolerancia cero.
–Puede ser una desgracia o un alegrón, depende para quién.
–¡Dale, largá, dejá de hacerte el misterioso y largá!
–Palmó la tía Olga.
–No…
–Sí, de un paro cardíaco se murió la vieja, así como si nada, de un día para el otro la encuentra la mucama acostada, y cuando se acerca para despertarla se da cuenta de que ya está hecha un fiambre. ¿Qué te parece?
–Bueno, bastante barata la sacó, con lo hija de puta que fue se viene a morir así, sin dolor, sin enfermedad. Hasta en eso tuvo suerte la muy turra.
–Sí, qué se yo… Bueno, pará que te sigo contando, parece que hay buena guita.
–¿En serio?
–Y sí, boludo, al no tener hijos la vieja y nosotros ser los únicos sobrinos, nos toca todo a vos y a mi, mitad y mitad, cincuenta y cincuenta.
–¿Estás seguro? Mirá que la tía Olga es tan hija de puta que capaz le deja todo a la mucama con tal de cagarnos.
–Era, no es, era.
–Bueno, era, es que no me acostumbro todavía. Vos sabés que a mí mucho no me quería, y a vos menos, siempre me decía que la ibas a visitar por interés.
–Relajate que ya averigüé todo. Ya llamé a Pando, ¿te acordás del doctor Pando?
–No, ni idea.
–El cuñado de la tía, el abogado que siempre le manejó los papeles desde que se le murió el marido.
–Ah, sí, creo que lo tengo
–Bueno, nada, cuestión que yo siempre tuve buena onda con Pando, porque sabía que tarde o temprano este momento nos iba a llegar, ¿viste? Hay que ser previsor en la vida, el mundo es de los vivos, no de los pelotudos.
–…
–Y al menos yo pelutodo no soy, por algo me lo vengo trabajando a Pando desde hace años. La cosa es que lo llamé haciéndome el pobrecito, como que estaba muy compungido por lo de la vieja, y de paso cañazo le saqué el tema del papelerío.
–¿Y qué te dijo?
–Le costó largar el dato, pero lo apreté y no le quedó otra, sabe que somos herederos forzosos así que tarde o temprano yo me iba a enterar. Cuestión que la vieja no quiso hacer testamento, Pando dice que estaba muy feliz viajando y patinándose la guita del marido y que cuando él le hablaba del testamento como que le agarraba una negación con el tema de la muerte o no sé qué pelotudez, pero la cosa es que no quería que le tocaran el tema. Y así se le pasó el cuarto de hora y palmó antes de darse cuenta, un regalo del cielo, Alberto, ¡un regalo de Dios!
–Todavía no caigo…
-Caé, hermanito, caé, que nos vamos a ligar una buena plata de arriba, nada del otro mundo, pero tampoco despreciable, buena guita, vas a ver.
–¿Y cuánto le calculás más o menos?
–Mirá, está el departamento de Salguero, que lo vendemos al toque porque está muy bien ubicado, a eso le podemos sacar unas ciento cincuenta lucas verdes, más o menos, y después está el campito en Suipacha y unas treinta lucas en la caja fuerte del banco. Yo creo que en total… a ver, dejame hacer números… Y, calculale unos doscientos mil dólares para cada uno. Eso, para empezar, porque siempre puede aparecer alguna que otra cosita que el turro de Pando se la tiene guardada, ¿viste? Yo, por las dudas, ya puse a un abogado mío para que vaya y se meta a romper un poco las pelotas a ver qué más encuentra. ¿Vos querés poner uno tuyo o nos arreglamos con el mío?
–No, hermano, yo confío en vos, lo que me digas está bien. Lo que sí te pido es que te ocupes del papelerío, porque yo no tengo la cabeza como para meterme en ese quilombo. Vos me decís qué hacer, cuándo está la guita y chau, ¿estamos?
–Quedate tranquilo, yo me ocupo, pero andá festejando, que si apuramos los trámites, en un par de meses hacemos ¡clink caja! Ahora te dejo porque tengo que llamar a Pando para arreglar unos temitas. Todavía hay que ver qué hacemos con el fiambre.
–¿La van cremar?
–Estoy en eso, es lo más práctico, así que nada, tengo que terminar de convencer al boludo de Pando y chau, trámite cerrado, sin velorio ni un carajo, total ¿quién iba a ir? Tu familia y la mía, nadie más, si a esa vieja no la quería ni su madre.
–Sí, cuanto más rápido, mejor.
–Bueno querido, nos hablamos, ya te llamo para contarte las novedades, y no te preocupes que yo me ocupo de todo.
–Gracias hermanito. Te mando un abrazo.
–Otro, chau.
–Chau.
Alberto se sintió aliviado, eufórico. Estaba tranquilo porque sus problemas económicos parecían haberse solucionado y feliz de saber que el mayor de sus sueños podría cumplirse. Pagó el café y salió del bar. Caminó por el centro hasta la agencia de turismo por la que pasaba todas las mañanas. Entró, esperó su turno y luego pidió que le hicieran un plan de viaje para el mundial de rugby de Francia, con todos los gastos pagos y en hoteles de tres o cuatro estrellas. Aclaró que necesitaba un presupuesto para una persona, para él solo, y que también le programaran una semana en Madrid. Luego llamó a su hijo Miguel para comunicarle la gran noticia y después, resignado y sin ganas, marcó el número de Inés.

viernes, 6 de mayo de 2011

27, 28, 29 y 30

27

Hacía tiempo que los sábados a la noche habían dejado de ser un momento de distensión, salidas festivas y reuniones sociales para la familia Vidal.
Hubo un tiempo, que ahora se sentía lejano, en el que el fin de semana estaba cargado de actividades divertidas: Inés y Alberto salían a comer con algún matrimonio amigo o invitaban gente a la casa, “a comer una pavadita, a pasar un rato agradable”, decía Inés, Miguel desaparecía el viernes a la noche y regresaba el lunes a la mañana, sin que nadie se interesara por saber dónde o con quién estaba, Candela salía con algún pretendiente o iba a las fiestas de rugbiers acompañada por su única amiga, Carola, a la que dejó de ver cuando partió a Londres, y Martín armaba un programa con sus amigos del colegio, que salían con el único propósito de emborracharse y buscar chicas; aunque a él no le interesaban ninguna de las dos cosas, prefería ir a una discoteca a bailar las canciones que escuchaba en la radio a quedarse solo, encerrado en su cuarto, mirando la tele.
El panorama cambió con el tiempo y las circunstancias. Ahora, un sábado cualquiera consistía en quedarse en casa. Alberto no tenía trabajo ni plata para salir a comer con Inés; Inés no tenía ganas ni libertad para salir porque debía atender a Candela y cuidar a Clara; Miguel vivía su propia realidad, casado y con dos hijos, tratando de sacar una familia a flote en un país en crisis; Candela no tenía ganas de salir, por razones obvias; y Martín había dejado de divertirse con sus amigos del colegio –todos de novios, algunos casados– y mantenía la promesa a la Virgen de no llevar ningún tipo de vida gay a cambio de la curación de su hermana. Tampoco estaba de ánimo para divertirse: se avecinaba una tercera operación y noticias que siguieron a las últimas sesiones de quimioterapia habían sido devastadoras.
Ese sábado Alberto miraba un partido de rugby encerrado en su cuarto, mientras Inés, Martín y Candela cambiaban los canales de otra televisión, sin tener claro en qué señal querían detenerse para pasar el rato. No esperaban nada divertido, porque los sábados, sobre todo a esa hora, no daban nada interesante, la gente salía a divertirse y a nadie le parecía un gran plan quedarse encerrado mirando la tele.
–Para acá –le ordenó Martín a su madre.
–¿En el 9? ¿Qué dan? –preguntó Inés.
–La entrevistas de Gerardo Rozín, ¿no te divierte?
–No sé, depende de quién esté, a ver…
–Flor de la V… ah, dejá acá –se animó Martín.
–Ay, sí, me encanta, es tan divertido…
–Divertida, mamá, se supone que es mujer.
–Que yo sepa es hombre, ahora, que se ponga lolas y peluca es otra cosa…
–Bueno, da igual, mamá, dejá acá que igual en los demás canales no dan nada.
–¿Dejo, Candy?
–Me da lo mismo.
–Callate, mamá, que ya empieza.
El programa comenzó con una presentación del animador de anteojos y regordete, que saludó a la audiencia y anunció a la invitada. Florencia de la V, el travesti más mediático del país, llevaba un minivestido negro, muy ajustado, que le marcaba los pechos prominentes, duros –al mejor estilo vedette de la calle Corrientes– y dejaba al descubierto unas piernas contorneadas, perfectas, mejores que las de cualquier modelo clase B. El pelo, largo gracias a las extensiones, liso, brillante, como de peluquería, estaba recogido por el frente y los costados, sostenido por un potente fijador, lo que agregaba varios centímetros a su gran porte.
La entrevista comenzó girando en torno al éxito de la artista, a cómo se conectaba con su público, a cuál era la receta para tener treinta puntos de rating cada noche. Siguió con el tema de sus colegas, las demás vedettes, y las peleas mediáticas que había protagonizado con cada una: que si a la Ritó le dijo corchito por lo enana, que si a la Fidalgo la acusó de ser más fría que una heladera, que si la Casán declaró estar harta de ese travesti que “en lugar de ir a sacarle el trabajo a las mujeres de verdad, debería volver al taller mecánico y a usar calzoncillito en vez de conchero”.
A Martín le causó gracia aquella palabra, “conchero”, y se rió. Inés preguntó, “¿qué es un conchero?”, y Candela, para sorpresa del resto, explicó que se trataba de la tanga metálica que usaban las vedettes entre las piernas en lugar de una bikini normal. “En los programas de chismes de la tarde hablan todo el tiempo del conchero”, dijo, y casi se rió.
El siguiente tema de conversación entre Rozín y Florencia de la V fue la infancia de la entrevistada. Ella contó que venía de una familia muy pobre, de un barrio marginal del conurbano bonaerense, que sus padres eran del Chaco y habían llegado Buenos Aires en busca de un futuro mejor para sus hijos, que tenía dos hermanos varones, los dos orgullosos del éxito de ella, y que para informar a toda la familia sobre su orientación sexual se vistió de mujer, siendo adolescente, y se presentó con un vestido escandaloso, toda maquillada y producida en la iglesia donde estaba a punto de casarse uno de sus primos.
Cuando Rozín le preguntó sobre su madre, dejó de lado los chistes y las risotadas.
–Ella murió muy joven –dijo, y le cambió la cara.
–¿De qué murió?
–De una enfermedad…
–¿Una enfermedad muy seria?
–Sí, te estoy diciendo que murió –afirmó, sin entrar en detalles.
–¿Qué edad tenías?
–Tres años tenía yo. Estaba por cumplir cuatro. Me acuerdo perfecto de cuando cumplí los cuatro, fue el primer cumpleaños sin mamá, y yo me puse a llorar tanto que no pude ni soplar las velitas.
Los ojos de Florencia se humedecieron.
Candela puso atención a la entrevista. Inés dijo que tenía que ir al baño y se largó, sin poder soportar la situación. Martín sintió otra de sus puntadas en el corazón y quiso cambiar de canal, pero su hermana no lo dejó.
–Qué terrible, cuánto lo siento –dijo Rozín.
–Fue lo peor que me pasó en la vida –siguió Florencia, secándose las lágrimas con un pañuelo que le alcanzó el entrevistador.
–Me imagino que eso te marcó para siempre, ¿verdad?
–Nunca me pude recuperar. Me acuerdo que mi mamá se la pasaba cosiendo en su máquina antigua, cosía para afuera ella, para las señoras del barrio, entonces cuando ella murió yo me quedaba mirando su taller, la máquina de coser, y se me hacía un vacío que no te puedo explicar.
–¿Y hasta el día de hoy sentís ese vacío?
–Sí, es un dolor que te queda para siempre. Para sentirme más cerca de mi mamá, yo me puse a coser, y eso que era muy chiquita, pero cosía igual, sola, mientras mi papá se iba a trabajar y mis hermanos jugaban al fútbol en la calle. Ahí me hice mis primeros vestidos, empecé a vestirme de nena, y es hasta el día de hoy que cuando tengo un evento muchas veces yo me hago mi propia ropa, y pienso lo que sería si mamá estuviera acá para ayudarme con los vestidos, para verme en la televisión, en el teatro, para ver todo el éxito que estoy teniendo.
–¿Creés que hubiera aceptado tu condición?
–Sí, yo sé que sí, porque en cada decisión importante que tomé en mi vida, como operarme, querer ser mujer, ser una artista, salir en los medios, en cada paso yo siento que ella está al lado mío y me mira orgullosa desde el cielo o desde donde sea que esté ahora.
–Seguro que es así –cerró el entrevistador–. Regresamos con Florencia de la V después de la pausa.
Candela se quedó pensando en lo que acababa de ver. Se dio cuenta de que si ella se iba, Clara cargaría la cruz de niña huérfana por el resto de su vida y no quería eso para su hija. Quería un hogar normal, con padre y madre, una familia feliz como cualquier otra. Si el destino le estaba negando eso, ella se encargaría de torcerlo, por la felicidad de su hija.

28

La noche anterior a la operación todos tomaron pastillas para dormir. Incluso Alberto, que siempre había sido reacio a consumir ese tipo de drogas, aceptó el Alplax que le ofreció Inés. Martín tomó Rivotril, porque era más fuerte que el Alplax y lo tumbaba en el acto, y Candela, como en muchas noches, mezcló Rivotril con Foxetin, el primero para dormir y el segundo para levantar el ánimo.
El despertador sonó a las seis y media de la mañana. Alberto se levantó, se bañó, puso la cafetera y despertó a Candela. Inés permaneció en la cama hasta que Alberto le llevó el desayuno, como lo hacía cada mañana desde el primer día de casados. Cuando se desnudó para bañarse, Candela se paró frente al espejo y fijó su mirada en la cicatriz de la operación anterior. La línea que le atravesaba el cuerpo, desde el pecho hasta varios centímetros por debajo del ombligo, le recordó exactamente lo que le volverían a hacer, y sintió una tremenda impresión. Se miró a sí misma y pensó: ¿en qué me convertí? Soy un monstruo. Ojalá me duerman en esta operación de mierda y no me despierten más, así esta porquería se termina de una vez por todas. Total, Clarita ya está salvada, se va a ir a vivir con su nueva mamá, Juliana, con su hermanito adoptado, Mateo, y su casa perfecta; se va a salvar de toda esta mierda que no se termina más. Estoy harta, quiero dormirme ya y no despertarme nunca más.
El suero que le inyectaron en la sala de operaciones la dejó inconsciente de inmediato. Después la abrieron y examinaron el aparato digestivo. Desenrollaron los seis metros de intestino delgado, raspando minuciosamente cada célula maligna que apareciera en el camino. Luego cortaron el peritoneo, la membrana que recubre los órganos de ese sector y sirve de lubricante en la digestión –además de absorber grasas y ácidos– y lo extrajeron casi en su totalidad, porque se encontraba atestado de puntos cancerígenos. Esa fue la parte más delicada de la operación, la que muchos cirujanos se habían negado a practicar alegando que la extracción del peritoneo era una tarea imposible de realizar. Por último, extrajeron muestras para analizar mediante una biopsia y expandieron una dosis de quimioterapia directamente sobre la zona afectada, con el propósito de limpiar cualquier rastro de enfermedad.
Durante las cuatro horas que duró la operación, Inés permaneció sentada en la sala de espera, escapándole a la gente y con el celular apagado para evitar a los conocidos que llamaban preguntando cómo había salido todo. No rezó, quizás por despecho, porque sentía que ya había rezado demasiado en las operaciones anteriores y, a juzgar por los resultados, sus plegarias jamás habían sido atendidas. Estaba enojada con Dios, con la Virgen y con todos los curas que le decían que debía aceptar la voluntad divina, pasara lo que pasara.
Alberto salía a fumar y a conversar con cualquiera que se le cruzara. Su manera de actuar en esos casos, al contrario de Inés –que siempre se aislaba–, era hablar con la gente, contarle sus penas y hacer una especie de catarsis pública.
Cuando el cirujano salió, Inés se encontraba sola en una sala del sanatorio. Esperaba una noticia mala o una buena, pero el médico no fue tan explícito. Dijo que la operación había sido muy complicada pero que Candela era fuerte y se encontraba bien, con todos los signos vitales en funcionamiento, y que el paso a seguir era concentrarse en la recuperación de la cirugía y analizar las muestras extraídas. Inés preguntó si habían logrado sacar el peritoneo, pero el cirujano no quiso entrar en detalles que pudieran comprometerlo en caso de que las cosas salieran mal. “Sí, en parte”, dijo. “Ahora hay que tener paciencia y esperar los resultados de las biopsias y la evolución de la paciente”, terminó de explicar, y se fue sin dar lugar a más preguntas.
Inés se quedó sentada, en silencio, con la mente en blanco por más de media hora. Después reaccionó y pidió ver a su hija. Cuando la dejaron pasar a la sala de terapia intensiva, se encontró con una imagen que quedaría grabada en su mente para siempre: Candela dormida, con la cabeza pelada y el torso desnudo, embadurnado en yodo. Un vendaje le atravesaba la herida –esta vez, más grande que las anteriores– y los brazos, delgados como escarbadientes, estaban pinchados por varias agujas de las que se desprendían diferentes tubos. Inés concentró la mirada en los ojos de Candela, en su rostro inmóvil, cargado de paz, y a pesar de lo siniestro del cuadro pudo ver una belleza especial en la cara de su hija. Qué linda es mi Candita, pensó, antes de preguntarse si no estaba bordeando la locura.

29

El posoperatorio fue más largo que el de las dos intervenciones anteriores. Y doloroso, molesto, insoportable para cualquiera. Pero Candela no se rendía, no se quejaba, aguantaba estoica el dolor, la impotencia de permanecer postrada, inútil, y la vergüenza de sentirse humillada cada vez que un médico la revisaba como si fuera un animal carente de pudor, o cuando las enfermeras le lavaban ese cuerpo devastado, en parte por la enfermedad pero también, y en gran medida, por la batalla librada por la medicina para intentar curarla.
Inés se pasaba el día entero en el centro oncológico. Era el lugar más deprimente que había conocido. Los pasillos y salas de espera estaban atestados de pacientes terminales, mujeres calvas, parientes llorando desconsoladamente y gente como ella, que mantenía la esperanza de que todo eso era un mal sueño que acabaría pronto, y que jamás volvería a pisar un lugar tan macabro con aquel famoso centro oncológico, que se jactaba de ser el más prestigioso de Sudamérica. Si eso era lo mejorcito, ¿cómo sería el peor?, se preguntaba Inés cada mañana, cuando llegaba y se encontraba con escenas dantescas, como la vez que en la puerta de la clínica un hombre mayor y otro más joven discutían porque los dos ya habían contratado el servicio fúnebre de su esposa y madre, respectivamente, y ninguno de los dos se dignaba a ceder porque, según gritaban ante la mirada impávida de los tristes concurrentes a aquel espantoso recinto, ya habían pagado el servicio y no estaban dispuestos a perder la plata. O el día en que en la sala de espera una mujer regañaba a su hijo adolescente por haberle dicho a su abuelo, a modo de despedida y con lágrimas en los ojos, que había estado muy orgulloso de ser su nieto, que si el cielo existía le mandase una señal y que cuidara a su madre y a él desde el más allá. “¿Pero no te das cuenta de que nadie le dijo al abuelo que se iba a morir?”, gritaba la madre. “¿No te dije cien veces que lo tenemos engañado, que le hicimos el verso de que esto era una pavada que se solucionaba con una operación? ¿O acaso a vos te gustaría que te dijeran que dentro de tres meses, como mucho, te vas para el otro lado y chau vida, chau familia, chau todo? ¿Te gustaría, ehhhh? ¡¿Te parece lógico?!”, exclamaba la mujer, con una mano en la cintura y otra en la frente.
La internación duró un mes y medio, tiempo en el que Inés dejó de vivir su vida, se olvidó de ella y del resto del mundo para enfocar todas sus energías en el cuidado de su hija.
Llegaba cada día a las siete, ocho de la mañana, y despedía a Alberto, que pasaba las noches haciendo guardia en un sofá cama para acompañantes, a unos pocos metros de la cama del enfermo. Enseguida hablaba con la enfermera de turno para asegurarse de que todos los tubos conectados al cuerpo de Candy estuvieran funcionando correctamente. Luego se sentaba junto a su hija, que a esa hora permanecía dormida gracias a los potentes somníferos que la propia Inés se ocupaba de suministrarle, y rezaba un rosario.
Hacia el mediodía pedía una silla de ruedas y sacaba a Candy, “para que tomes un poco de aire”, le decía, y la llevaba al patio central, que si bien estaba cubierto por un techo de vidrio, al menos permitía que se viera el cielo, casi siempre celeste en esa época del año. Aquellos paseos no dejaban de ser tristes, por la situación y el entorno, pero servían para que Candela se diera cuenta de todo lo que era capaz de hacer su madre con tal de darle un poco de alivio. Es que, durante esa recuperación larga y tediosa, casi sin darse cuenta Candy fue perdiendo el rencor empozado contra Inés durante su adolescencia, fue olvidándose de las ausencias de su madre, de los actos de egoísmo que siempre le había reprochado. E Inés, de una manera forzosa por culpa de la inexplicable crueldad del destino, tuvo la oportunidad de demostrarle a su hija que era capaz de hacer cualquier cosa para salvarla, que no había nada en el mundo más importante que ella, y que si muchas veces había sido irresponsable en las cosas cotidianas, si no era el ama de casa perfecta, la madre comprensiva, siempre atenta a las necesidades de su familia y dispuesta a servirlos en todo, no era por falta de amor o por egoísmo puro, sino simplemente porque la vida se le había ido un poco de las manos, había sido madre muy joven y la suma de responsabilidades muchas veces la hundía en una desidia inconsciente, en una lucha por el día a día que no le dejaba demasiado espacio para ser la madre perfecta que Candy esperaba que fuera. El destino, en este caso, había puesto las cosas en su lugar. E Inés, luego de ese tiempo de dedicación absoluta a su hija, tendría todo el derecho a reclamar el premio a la mejor mamá del año.

30

A las seis de la mañana de un domingo previsiblemente caluroso, Martín daba vueltas en su cama buscando el esquivo sueño que su conciencia no le permitía encontrar.
Al final, esto de ser puto es un bajón. Que noche de mierda. Te juro que no vuelvo más a ese antro lleno de trolos. Un espanto, la verdad. Todas las locas histeriqueando, que sí, que no, que me paro en un rincón y hago que no te miro pero te miro cuando no te das cuenta, que me parece que estás bárbaro y te re daría pero ni loco me acerco a hablarte, no vaya a ser que me rebaje a que pienses que me gustás, qué horror, ni muerta me vas a ver así de regalada, mi amor. Y todas las locas igual de patéticas, con su remera ajustada con el logo bien grande de Armani Exchange, refregándote el lomo, cuanto más trabajado mejor, los jeans ajustados para que se marcase el orto, todas re felices y exitosas con sus amigas también súper regias compartiendo una botella de vino espumante o champagne berreta pero con una actitud de divas como si estuvieran en la disco más top de Nueva York y fueran las cuatro minas de Sex and the city. Un espanto total.
Como no se dan cuenta de que todo eso no existe, es una felicidad falsa, ridícula. Bueno, tal vez sí se dan cuenta y se hacen las que no, tipo negación total, y por eso se muestran re felices, re divinas, cuando en el fondo saben que les tocó una vida de mierda.
¿O acaso elegirían ser maricas? Si antes de nacer viniera Dios, o lo que fuera, y les dijera, a ver, ¿qué te gustaría ser: una loca barata que va a morir sola o un macho al que le encantan las minas y puede tener hijos y ser normal y formar una familia regísima? Te apuesto a que el cien por ciento elegiría la segunda opción, obvio, muchas salen con eso del orgullo y tal, van a esas marchas patéticas o simulan que se casan para salir en televisión, pero en el fondo les encantaría ser normales como todo el mundo, que no se les rían en la cara, no tener que andar dando explicaciones o inventando o mintiendo todo el día. En el fondo nadie elegiría ser puto, esa es la triste realidad.
Te digo una cosa, suerte que Candy me hizo padrino de Clarita, suerte que podemos salir los tres juntos los fines de semana y hago como que esa es mi familia de verdad, digo, ya sé que son mi familia, pero digo la familia que yo formé, es más, la gente cuando nos ve a los tres piensa que estamos casados y somos los padres de Clarita, qué risa, ¿no? Pero yo, feliz; la verdad es que prefiero mil veces ese papel a ser una loca ridícula de discoteca. Ojalá Candy no se case nunca y siga todo así, que después de las que pasamos un poco de paz no nos va a venir nada mal.
En fin, que no me duermo más, que espanto, voy a tener que empezar a afanarle las pastillas a mamá, así me olvido de todo al menos por un rato.

lunes, 2 de mayo de 2011

25 y 26

25

Desde que se enteró de la enfermedad de Candela, las noches insomnes eran frecuentes para Martín. Y luego de los resultados desalentadores de la segunda operación, le resultaba casi imposible conciliar el sueño sin una pastilla. No podía dejar de imaginar el entierro, el cuerpo frío de su hermana adentro de un ataúd de madera.
Para intentar distraerse, prendía la televisión, por muy tarde que fuera, y se quedaba zombi, viendo cualquier cosa. Una de esas noches insomnes descubrió, en el canal de los infomerciales, al doctor Crescenti. Era un hombre bajo, regordete, con los ojos saltones –siempre atentos, desconfiados–, el pelo engominado y la piel agrietada. Se agarraba las manos con fuerza, como si estuviese apretando algo, movía la pierna derecha con un tic nervioso que resultaba molesto de ver y parecía querer hablar rápido, aunque no dejaba de tartamudear. Estaba sentado en una silla negra con rueditas frente a una mesa redonda de vidrio, que compartía con una mujer que Martín tardó en reconocer: era Adriana Salgueiro, una actriz que se había hecho famosa por aparecer semidesnuda en los teatros de revista cuando era joven y luego el destino le deparó una carrera como presentadora de infomerciales de madrugada.
La noche que descubrió al doctor Crescenti, Martín hubiera seguido pasando los canales hasta encontrar algún video musical o un reality americano, como hacía siempre, pero no dudó en detenerse cuando vio escrito, en unas letras vulgares que ocupaban un tercio de la pantalla, la promesa “Cómo curar el cáncer”, seguida de dos números telefónicos y una dirección de Internet.
–Doctor, me quedaría hablando horas de este caso tan interesante, pero usted sabe cómo son los tiempos en televisión, así que lo invito a que veamos el siguiente testimonio, ¿le parece? –propuso la conductora.
Sin enfocar la respuesta del doctor, apareció un informe. La voz en off de Adriana Salgueiro narraba el caso de Hermenegilda, una mujer humilde, de edad avanzada, que aparecía en su casa lavando los platos, jugando con unos niños que parecían ser sus nietos, charlando en la puerta de su casa con alguna vecina, las dos en bata y chancletas. Las imágenes de Hermenegilda en su vida cotidiana trataban de expresar lo feliz que era luego de haber superado un terrible cáncer de páncreas, según contaba Adriana con la voz impostada como si fuera o quisiera ser una locutora profesional.
Al regresar al estudio, la cámara tomó un primer plano de Hermenegilda sentada en una tercera silla, al lado de Adriana y del doctor frente a la mesa redonda de vidrio.
–A ver, doña Hermenegilda, cuéntenos su caso así lo compartimos con nuestra teleaudiencia, que de repente está pasando por un momento difícil y no sabe qué hacer –dijo la conductora.
Hermegilda permaneció callada.
–¿Qué pasa, le comieron la lengua los ratones? –preguntó Adriana, en tono falsamente risueño.
La cámara enfocó una sonrisa impostada del doctor Crescenti, que dejó al descubierto sus dientes oscuros.
–A ver, querida, vamos, no se me ponga nerviosa justo ahora, cuéntenos, ¿qué enfermedad le descubrieron a usted? –dijo Adriana.
–Cáncer de páncreas –dijo la mujer.
–Bien, pero no sea tan corta de palabras, doña, cuéntenos todo, desde el principio hasta que llegó al consultorio del doctor.
–Bueno, señorita… Yo estaba muy mal, cómo se dice, no podía comer nada, ni hambre me daba, nada. Cómo se dice, empecé a perder peso, muy flaca estaba yo.
–Claro, entonces me imagino que habrá ido a un médico, ¿cierto, Hermenegilda?
–Sí, señorita, yo fui a lospital de mi barrio y el dotor me dijo que haga lostudios, cómo se dice, lostudios de…
–¿Tomografía?
–Sí, señorita, la tomografía y otro estudios del estómago y todo eso, ¿vio?
–Entiendo, y cuénteme, ¿qué le dieron los estudios?
–Bueno, señorita, lostudios me dieron que me descubrieron cáncer en el páncreas, cómo se dice…
–Sí, en el páncreas, entonces, ¿qué le dijo su médico?
–Bueno, me dijo, usté ya no va a vivir má, ya le quedan poco meses, me dijo…
–Qué terrible, Hermenegilda, qué duro es cuando a uno la vida le da esos golpes, ¿no doctor?
–Sí, muy terrible –intervino Crescenti–. El caso de la señora era muy grave, porque la quimioterapia no reacciona a algunos tipos de cáncer agudos, como en este caso de páncreas, o a veces de colon, de intestino delgado…
Martín sintió una puntada en el pecho, una angustia repentina que le hizo doler el corazón.
–Entonces qué hizo, Hermenegilda, cuéntenos –interrumpió la conductora.
–Bueno, yo ya estaba muy delgada, no probaba bocado, ¿vio? Devolvía cada cosa que comía, por má que fuera una pavadita, un caldito… cómo se dice…
–Sí, pero no nos vayamos por las ramas, querida. A ver, ¿qué tratamiento le mandaron en el hospital?
–Bueno, el dotor me mandó a la quimioterapia, pero yo no podía, no… cómo se dice, no podía aguantarla la quimioterapia, ¿vio?
–Como siempre decimos en este programa, la quimioterapia es un tratamiento muy invasivo, ¿verdad, doctor?
–Así es, Adriana, la quimioterapia no solo no ayuda en estos casos perdidos como el de la señora, sino que debilita el organismo y trae malestares y náuseas que mucha gente no logra soportar –explicó Crescenti, con la mirada clavada en la mesa de vidrio y la pierna derecha acelerando su tic nervioso.
–Por eso es tan importante su tratamiento, doctor, pero ya vamos a hablar de eso. Ahora déjeme que le pregunte a Hermenegilda, ¿cómo fue que llegó al consultorio del doctor Crescenti?
–Sí, señorita, bueno, yo ya estaba desesperada, ya estaba en la últimas como se dice comúnmente, ¿vio?, tonce el dotor… cómo se dice… el dotor fue de mi hijo y le dijo que ya estaba, que ya… cómo se dice… que no habías má nada que hacer, tonce mi hijo se puso muy mal, ¿vio?
–Entiendo, claro, no es para menos que a uno le den una noticia tan dura. Acá vemos cómo el cáncer es un enemigo que destruye, se instala y en poco tiempo destruye todo, ¿verdad doctor?
–Así, es, porque…
–Déjeme que le pida a Hermenegilda que nos termine de contar su caso y ya vamos con usted, ¿puede ser doctor?
–Sí, cómo no.
–A ver, señora, contésteme esta pregunta, pero no se me vaya por las ramas, ¿eh?, que el tiempo en televisión es tirano. Dígame, ¿cómo lo conoció al doctor?
–Sí, señorita, bueno, yostaba en mi casa viendo la televisión y me llama una sobrina y me dice, tía, anoche vi en la televisión un dotor que cura lo que usté tiene, tonce… cómo se dice… tonce yo le digo, no mija, yo ya no tengo cura, no te preocupé, y ella me dice que me quede tranquila que iba a hablar con mi hijo…
–Entonces, resumiendo, su hijo la llevó a la clínica del doctor Crescenti por recomendación de su sobrina que nos vio en este programa, ¿verdad?
–Sí, señorita, cómo se dice…
–¿Y qué le dijo el doctor Crescenti?
–Bueno, me atendió una dotora…
–Es que a veces no doy abasto y a muchos pacientes los atiende mi equipo de profesionales –intervino el doctor.
–Me imagino, entonces, Hermenegilda, para ir terminando, ¿qué le dijo la doctora?
-Bueno, me dijo, cómo se dice… me dijo que tome la medicación, las gotitas del dotor Crescenti, me dio una… cómo se dice… me dio una receta para que fuera la farmacia, tonce mi hijo fue la farmacia que le dijo la dotora, porque, cómo se dice, no podía ser en cualquier farmacia, tenía que ser la que me dijo la dotora, ¿vio?, tonce mi hijo me compró la gotas y o empecé a tomar, cómo se dice…
–¿Cuántas veces al día? –intervino el doctor.
–Do a la mañana y do a la noche.
–Dos dosis a la mañana y dos a la noche, ¿verdad?
–Sí, señorita, do a la mañana y do a la noche me dijo la dotora que tome.
–¿Y qué pasó cuando empezó a tomar las gotitas? –preguntó el doctor, como si estuviera grabando un anuncio de autos usados con garantía.
–Ahhh, no sabe… no sabe lo que fue, dotor…
La cámara tomó un primer plano de la anciana, a quien se le empezaron a humedecer los ojos.
–Estamos viendo cómo Hermenegilda se emocionó… Es que yo no me canso de ver tantos casos en donde florece la esperanza para esta gente que ya no veía una luz, ¿no doctor?
–Sí, es realmente increíble el efecto inmediato que tiene la medicación, sobre todo en pacientes que se encontraban muy desmejorados, con falta de energía y bajo peso. Porque, y esto es importante aclararlo, la medicación no es una pócima milagrosa que viene de la nada y destruye la enfermedad de un día para el otro, no, no es así sinceramente, pero lo que produce es un refuerzo en las defensas tan impresionante que el organismo se reactiva a los pocos días de haberla tomado, ¿me explico?
–Totalmente, doctor. Y dígame, Hermenegilda, ¿cómo se siente ahora?
–Mire señorita, yo ahora soy como otra persona, ¿vio? Empecé a comer, cómo se dice, subí de peso, ya me siento bien, nostoy todo el día tirada en la cama, ¿vio?
–Una nueva Hermenegilda, ¿digamos? –preguntó la conductora, y comenzó a reírse con fuerza.
–Sí, señorita, otra persona soy ahora gracial dotor que me curó.
–Aclaremos, para no tener problemas, que esto no es una curación definitiva, sino un refuerzo de las defensas para que el paciente se sienta mejor.
–Seguro, doctor, ¡pero qué bien se la ve a Hermenegilda! Yo creo que los hechos hablan más que las palabras, ¿verdad?
–Así es, Adriana.
–Bueno, ahora nos vamos despidiendo y nos vemos en la próxima emisión de “Cómo curar el cáncer”. Acuérdese que si se quiere comunicar con la clínica del doctor, puede hacerlo al…
Martín apagó la televisión. Aunque le resultó obvio que todo era una gran mentira, anotó el número que figuraba en la pantalla. Su desesperación, muchas veces, lo dejaba ciego.

26

Cuando decidió emprender la búsqueda de los padres perfectos para Clara, Candela se acordó de Juliana. No la veía hacía años, desde la época en que estaba sana y no había quedado embarazada y tenía como única actividad extra laboral, después de pasar diez horas atendiendo el teléfono en un consultorio, acudir a las clases de gimnasia modeladora, aerobics y spinning.
Juliana era contadora y tenía un marido con plata –también contador–, lo que le permitía trabajar muy pocas horas –para distraerse y realizarse profesionalmente, decía– y no faltar nunca al gimnasio. Juliana y Candela tardaron meses en hacerse amigas. La dos eran tímidas, y aunque se veían casi todos los días a la misma hora, ninguna se atrevía a hablarle a la otra. Hasta que un día Juliana, algo insegura pero no tanto como Candela, se atrevió a preguntarle, con envidia, cómo hacía para estar tan flaca.
Al ser las dietas el tema predilecto de Candela, no tardó en contestar, entusiasmada. Antes de explicarle su rutina alimenticia, se hizo la tonta diciendo “¿Flaca yo, estás loca? ¡Si soy un chancho!”, y enseguida, casi riéndose –Candela nunca llegaba a reírse del todo– comenzó a detallar cada una de sus comidas.
A partir de ese primer diálogo siguieron hablando a diario, entre bicicletas y cintas fijas, pero su relación nunca fue más allá de las puertas del gimnasio, tal vez por la inseguridad de Candela, que la hacía sentirse inferior a cualquier persona y no le permitía establecer nuevas relaciones.
Lo poco que Candela recordó de Juliana en aquel momento de desesperación, cuando se resignó a que le quedaban pocos meses de vida y que lo único importante era el bienestar de Clara, fue que su compañera de gimnasio no podía tener hijos. Entonces se preguntó qué sería de ella, si seguiría con su matrimonio perfecto, con esa casa de revista que siempre se encargaba de describir sin escatimar detalles, y con ese deseo –inconcluso, frustrado– de ser madre. Inmediatamente buscó una agenda vieja con la esperanza de que Juliana mantuviera ese número que le dio un día, hacía años, y al que nunca se atrevió a llamar –para organizar una salida, o simplemente para saludarla y ver cómo estaba– por pura vergüenza.
Atendió una voz de mujer.
–¿Hola?
–Sí, ¿puedo hablar con Juliana, por favor? –preguntó Candela, temblorosa, al otro lado de la línea.
–Soy yo, ¿quién es?
–Juli, soy Candela, del gimnasio, ¿te acordás de mí?
–¿Qué? A ver, esperame un segundo… ¡Mateo, no comas más caramelos que te va a hacer mal a la panza!... Sí, perdón, ¿me decías?
A Candela se le hizo un nudo en la garganta al darse cuenta de que su ex amiga ya había tenido –o adoptado– un hijo.
–Soy Candela, la del gimnasio, la que se fue a vivir a Londres –insistió, con ganas de cortar, pero sin animarse a hacerlo.
–¡Candy, qué sorpresa, tanto tiempo! Al final te desapareciste, ¡ni un mail, che!
–Bueno, es que pasaron mil cosas, ya te contaré.
–Claro que me vas a contar, no puede ser que nos hayamos dejado de ver después de tantas horas de charlas en el gym, somos un desastre, ¿te acordás de que ahí nos chusmeábamos todo?
–Sí, no sabés cómo extraño esas épocas…
–Decímelo a mí, ¡ahora con Mateo no tengo vida!
–¿Al final tuviste un bebé? ¡Qué bueno! –mintió Candela, viendo que su plan se volvía imposible.
–Y bueno, después de tanto intentar, con Marce tomamos la decisión de adoptar.
–Qué bueno, che.
–¿Por qué no te venís a tomar el té y nos ponemos al día? Ahora le tengo que dar de comer a Mateo y la casa es un desastre. Venite esta tarde, ¿dale?
–Bueno, paso tipo cinco.
La casa de Juliana era, efectivamente, de revista. La construcción tenía un aire colonial, pero llena de toques modernos. El frente, pintado de celeste claro, evidenciaba varias remodelaciones. Las ventanas exhibían vidrios nuevos, recién lustrados, y de sus canteros colgaban flores de diversos colores. La puerta de entrada, en lugar de ser antigua, colonial, medía más de dos metros de alto y era de madera lisa y brillosa, como laqueada. A los pies, del lado de afuera, un felpudo de letras coloridas decía “Welcome!”, con un gran signo de exclamación al final.
Candela tocó el timbre y esperó. Se había arreglado lo más que pudo, como no lo hacía en mucho tiempo, para no parecer tan enferma. Llevaba la cabeza cubierta por una gorra de Nike colorada y la cara pintada con base fluida de maquillaje un par de tonos más oscuro que el de su piel. Clara descansaba en sus brazos.
Cuando Juliana abrió la puerta, las dos amigas –ahora reencontradas– se saludaron con besos y abrazos. Para evitar momentos incómodos, Candela explicó en pocas palabras su falta de pelo, su extrema delgadez, la existencia de Clara y la ausencia de un padre. Juliana quedó anonadada con las noticias y pensó, en un instante, que la imposibilidad de tener hijos no era nada en comparación con todo el drama que acababa de escuchar. De todas formas pudo disimular ese estado de shock poniendo su mejor cara y le ofreció un tour por la casa.
Los ambientes eran amplios y confortables. La decoración, como de serie de televisión americana, cálida y a la vez moderna. La cocina estaba incorporada al living mediante una barra con banquetas; era grande, con una heladera de doble puerta color gris metalizado, las hornallas eléctricas y por la mesada, de granito azulado, se distribuían utensilios de última generación, libros de recetas y papeles tipo post-it con notas, teléfonos, citas, recordatorios. El pequeño Mateo, de tres años y medio, tenía asignado no solo su dormitorio y su propio baño, todo decorado con motivos infantiles alegóricos a “la magia de Disney” y su galería de personajes, sino también un cuarto de recreación con alfombra de pista de autos y tantos juguetes que daban la sensación de estar en una tienda.
Después de tomar el té y hablar por más de una hora en la que Clara se entretuvo con Mateo, Candela sacó el tema de la maternidad. Juliana aseguró estar feliz con la decisión de haber adoptado, dijo que ese hijo, que sentía suyo desde el día que se lo entregaron, cuando tenía pocos meses de vida, le había cambiado la vida para siempre, y remató su discurso maternal con una frase que hizo brillar los ojos de Candela:
–Ahora le estamos buscando la hermanita, pero acá es tan difícil adoptar…

miércoles, 27 de abril de 2011

23 y 24

23

El cirujano que había operado a Candela las primeras dos veces dijo que a esa altura de la enfermedad no quedaba mucho por hacer. “De acuerdo a esta última tomografía, la metástasis en el peritoneo es imposible de erradicar mediante cirugía”, explicó. “Para limpiar esos puntos que se encuentran esparcidos habría que sacar el órgano entero, pero eso es imposible”, sentenció, y recomendó continuar con las sesiones de quimioterapia para, al menos, controlar el avance de las células cancerígenas.
Alberto y Martín escucharon en silencio y no se atrevieron a preguntar nada. Los dos quedaban paralizados cada vez que escuchaban un nuevo diagnóstico.
Inés estaba en su cama hecha un ovillo entre los edredones. No tuvo fuerzas para ir al médico a que le dijeran que su hija se estaba muriendo de a poco. Al regresar, Alberto le dio su propia versión de la noticia. Dijo que la enfermedad estaba controlada, que el cirujano no recomendaba otra operación y que había que seguir peleando con nuevas sesiones de quimioterapia. Cuando Candela escuchó las noticias, fue contundente: “Yo no me hago ni una quimio más, prefiero morirme ahora mismo a seguir metiéndome esa mierda en el cuerpo. No puedo más, ya no aguanto, basta”, dijo, y se fue a encerrar a su cuarto. Quiso llorar, pero se tuvo que contener porque Clara, mientras jugaba con una muñeca, le pidió en un idioma incomprensible que le pintase las uñas. Entonces trató de sonreír, buscó el esmalte color rubí y acarició las pequeñas manos de su hija. Trató de concentrarse en el pincel, en esos dedos a los que cariñosamente llamaba “chorizitos”, pero aunque tratara de enfocar su cabeza en algo puntual, no podía dejar de pensar en la muerte. Su mayor preocupación era Clara, qué harían con ella, cómo le explicarían que su mamá se había ido para siempre y que su papá no sabía de su existencia. Esa idea la atormentaba, no le dejaba escapatoria. Antes de ser madre, antes de enfermarse y comenzar a mirar la vida desde otro punto de vista, siempre creyó que la muerte era una buena salida para acabar con todo, que nada era tan terrible porque a ella no le aterraba la idea de irse, incluso le parecía que los suicidas eran personas respetables, valientes, con una determinación admirable. Tanto, que más de una vez, siendo adolescente y atormentada al extremo, pensó en quitarse la vida para solucionar así, de una buena vez, sus problemas existenciales. Pero al ser madre su vida dejó de pertenecerle, sus pequeños actos de egoísmo y autodestrucción se diluyeron porque ahora otra persona dependía absolutamente de ella. Por eso se sentía atrapada en una callejón sin salida, hasta que, mientras pintaba la última uña de Clara, la del dedo meñique izquierdo, pensó en una posibilidad que en aquel momento le pareció absolutamente salvadora para su atormentada conciencia. Se le ocurrió que si ya no había nada que hacer, si le aguardaba una muerte lenta que no estaba dispuesta a prolongar con tortuosas sesiones de quimioterapia, lo mejor sería buscar una nueva familia para Clara, con un padre que estuviera presente y una madre sana, fuerte, incluso longeva (aunque esto era imposible de determinar, claro, pero en ese momento a Candela se le vino aquella palabra a la cabeza). Pensó en una pareja joven, linda, de buena posición económica, que estuviera desesperada por criar una niña preciosa como la de ella, resignados ante la imposibilidad de procrear un hijo. De esa manera, siguió fantaseando, Clara nunca se acordaría de nada, pronto se acostumbraría a sus nuevos padres perfectos y la imagen de una madre enferma, esquelética, casi sin pelo y que hacía un esfuerzo sobrehumano por salir de la cama y pintarle las uñas se transformaría, quizás, en un sueño esporádico al que nunca nadie le encontraría explicación, porque una de las condiciones para entregar a su hija, pensó Candela, sería hacerle jurar a esos padres adoptivos que jamás revelarían el secreto de su existencia y que fingirían ser los padres biológicos de Clara, para así no crearle el trauma de la hija huérfana adoptada y que todo ese drama por el que estaba atravesando se diluyera para siempre en una gran mentira.
Cuando terminó de jugar a la manicura, Candela llamó a Inés para que se llevara a su hija. Estaba demasiado cansada, necesitaba acostarse y no moverse para neutralizar el malestar y aplacar las náuseas. Al apoyar su cabeza sobre la almohada, supo que tenía un buen plan y sintió paz, por primera vez en mucho tiempo.


24


Aunque nunca había sido buena para generar dinero, Inés no tuvo problemas en conseguir treinta mil dólares de un día para el otro. Y aunque tampoco se había destacado nunca por ser la más lista, la mejor empresaria o una de esas mujeres que siempre alcanzan sus metas, que se proponen algo y no paran hasta conseguirlo. En esa oportunidad actuó como la más eficiente.
Después de recibir las peores noticias, de que su cirujano y su oncólogo de confianza le dijeran que la única alternativa era seguir con la quimioterapia para mantener la enfermedad controlada unos cuantos meses –con suerte, algunos años–, Inés comenzó a buscar otros médicos, nuevos tratamientos. Lo hizo de manera inconsciente, sin detenerse a pensar que tal vez lo más sensato sería aceptar que Candela debía morir de la mejor manera posible. Después de que tres profesionales analizaran el historial médico que Inés cargaba en su bolso con miedo, como si se tratara de una bomba de tiempo a punto de estallar, Ernesto consiguió una entrevista con el director de oncología del hospital más prestigioso de la ciudad. El doctor Huerta, una eminencia en el tema, dijo que hasta el momento no existía un tratamiento de quimioterapia capaz de eliminar por completo las células cancerígenas que invadían el aparato digestivo de Candela, y recomendó, como única salida, una cirugía larga y engorrosa, que consistía en abrir nuevamente el cuerpo desde el tórax hasta la pelvis y revisar durante horas, quizás ocho o diez, para encontrar las células malignas y rasparlas, una por una, hasta eliminar cualquier rastro de cáncer. Luego explicó que el peritoneo estaba muy comprometido, que posiblemente habría que extraer una parte importante de aquel órgano, a lo que Inés alegó, sin dejarlo terminar, que el cirujano anterior había asegurado que el peritoneo era intocable, y que por eso la enfermedad de Candela no tenía cura. El doctor Huerta permaneció en silencio hasta que Inés terminó de contradecirlo. Después, con la calma de alguien que está acostumbrado a tratar con mujeres desesperadas, dijo que en el país existía un único cirujano oncólogo que practicaba ese tipo de operaciones y, sin entrar en una discusión inútil, anotó los datos del médico en una tarjeta, que luego deslizó sobre su escritorio.
La operación tenía un costo de treinta mil dólares, incluyendo los gastos de internación y seguimiento del paciente. Contaba con un cincuenta por ciento de probabilidades de resultar exitosa,y comprometía en gran medida la vida de Candela, porque su organismo se encontraba muy débil como para soportar más de ocho horas seguidas de anestesia y quirófano. Además, la extracción del peritoneo implicaba serias complicaciones en el aparato digestivo, que a partir de la intervención quedaría inhábil para recibir alimentos con grasa, alcohol o cualquier cosa que pudiese atentar contra su delicado funcionamiento.
Inés no prestó atención a las advertencias del médico ni al costo de la operación. Fijó una fecha en ese mismo momento, se despidió del cirujano y se metió en el bar más cercano, dispuesta a comenzar su ronda de llamadas a través del celular. Primero habló con Alberto, a quien le ordenó, sin darle demasiados detalles sobre la consulta médica, que fuera a una tienda de autos usados y vendiera el Ford en el acto, en efectivo, al mejor postor. Después llamó a Isabel y sin preámbulos le preguntó cuánto tenía en el banco. Su madre le respondió que le quedaban ocho mil dólares, la reserva para su próximo viaje a Madrid, tal vez el último de su vida, se molestó en aclarar. Inés le explicó que los necesitaba para la semana siguiente, y sin que terminara de darle los motivos Isabel se apuró a decir que no había problema, que nada era más importante para ella en aquel momento que la salud de su nieta.
Por último, Inés se comunicó con su hermano Ernesto, quien prometió hacerse cargo de aportar lo que faltara para llegar a los treinta mil. Cuando colgó, y sin darse tiempo todavía de pedir un café, marcó el celular de Candela, puso voz de contenta y, antes de saludar a su hija, dijo: “¡Candy, se acabó la quimio, te operan la semana que viene!”.

lunes, 25 de abril de 2011

21 y 22

21

“¡Mamá, mamá!”, gritaba Clara desde el piso. Con poco más de un año y medio de vida, había aprendido a decir mamá, pero no sabía lo que significaba papá. Tampoco necesitaba aprender esa palabra. ¿Para qué la iba a usar, si su padre no sabía que existía ni probablemente lo sabría nunca?
Candela apenas tenía fuerzas para contestarle “qué pasa, hija”, pero no podía hablarle más que eso, y menos levantarse de la cama para atender sus reclamos. El día anterior había ido a la segunda sesión de quimioterapia del nuevo ciclo, ese que tanto temió desde que le dijeron que el primero, de siete meses, resultó un fracaso. Aunque le advirtieron que las nuevas drogas iban a ser más fuertes que las anteriores, que era muy probable que perdiera el pelo y le bajasen las defensas, no imaginó que fuera a sentirse tan mal.
Clara lloraba desde el piso, hacía ruido, desparramaba sus juguetes. A cada instante estaba a punto de tirar una lámpara, romper un florero. Lo que más le molestaba a Candela era no poder atenderla. Sentía náuseas, unas terribles ganas de vomitar que se manifestaban por mucho tiempo sin darle un respiro. Esa sensación la agobiaba, la hacía pensar en abandonar todo, dejar la quimioterapia, no hacer caso a los médicos que le diagnosticaban seis meses de vida si no se sometía a un tratamiento agresivo. En esos momentos prefería morir a seguir sufriendo. También se mareaba si pretendía pararse, incluso sentarse, y le dolía la cabeza o le faltaba el aire si intentaba seguir la historia de alguna novela o película que pasaran por televisión. Entonces no le quedaba más remedio que ponerse a pensar, a preguntarse cuándo terminaría aquel calvario, cómo sería el final, si Dios realmente existía, qué había hecho ella para merecer todo ese sufrimiento. Imaginaba su muerte, los parientes llorándola, la reacción de Clara, quién se haría cargo de ella, de qué forma se vería eso que muchos llamaban el cielo. Pensaba también en su cuerpo, qué pasaría cuando quedara reducido a un montón de carne y huesos sin alma. Se preguntaba cómo terminarían sus ojos, sus órganos, si debía donarlos, si era verdad que los dientes quedarían intactos por mucho tiempo, cuánto pasaría hasta que se pudriera y se la comieran los gusanos. Quiso pensar en otra cosa porque le dio demasiada impresión. No pudo evitar pensar en Clara. ¿Se olvidaría de ella, de su voz, de su cara, de su olor? ¿Lloraría cuando todos en el colegio celebrasen el día de la madre, o cuando fuese la fecha del cumpleaños de su mamá muerta? ¿Inés sería capaz de cuidarla? ¿Martín cumpliría con sus obligaciones de padrino?
Clara siguió reclamando atención desde el piso lleno de juguetes rotos. Inés se estaba bañando, aprovechando los únicos minutos de descanso en ese día que se le hacía eterno. A Candela no le quedó otra opción que juntar fuerzas para tratar de alzar a su hija, que no dejaba de gritar, y zarandearle el brazo para que reaccionara. Con mucho empeño logró sentarla en la cama a su lado. La beba se puso a cantar una canción de Barney y Candela tuvo que seguirla, aplaudir junto a su hija aunque le dolieran las manos por esa sensación de electricidad que le producía la quimioterapia en cada extremidad de su cuerpo. Después se le subió encima de la panza, imitando un dibujo animado que estaban pasando por televisión en el que varios duendes montaban unicornios agarrándolos de la cresta. Clara saltaba sobre su madre, esperando que ella le cantara “ico ico, caballito”, como siempre lo hacía, y la agitara, simulando un trote. Candela apenas podía sostenerla y ensayar una sonrisa falsa, que se interrumpía con un gesto de dolor cada vez que su hija presionaba con el dedo índice un catéter que llevaba incrustado en el pecho, al lado del corazón, para pasar las drogas de manera más efectiva. A la beba le resultaba divertido apretar ahí, en ese botón que tenía su mamá, igual que las muñecas. También encontró gracioso agarrarse del pelo de Candela, como hacían los duendes con sus potrillos. Cuando separó los brazos de un tirón, se quedó con un mechón en cada mano, que dejó caer sobre los ojos de su madre. Candela, espantada, comenzó a gritar: “¡¡Mamá, mamá, vení que se me está cayendo el pelo!!”. Clara no paró de reírse, convencida de que todo era parte de un juego, como en la tele.


Prometo no volver a tocar a un hombre nunca más en mi vida, pensó Martín, arrodillado frente a una estampita de la Virgen María que guardaba en su mesa de noche.
A medida que Candela iba empeorando en su salud y en su aspecto debido a los efectos devastadores de la segunda ronda de quimioterapia, todos en la familia se volvieron más místicos y religiosos, como si supieran que lo único que podía salvarlos era un milagro.
Martín estaba desesperado. No soportaba ver a su hermana echada en la cama, enferma las veinticuatro horas del día, siempre con dolores, mareos, náuseas y un peso constante en el cuerpo que apenas le permitía levantarse para ir al baño. Las veces que se ponía más cínico, cuando se enojaba con la vida, con Dios o con lo que sea que manejase el destino de las personas, pensaba cuánto mejor hubiera sido que su hermana se muriese de repente, sin darse cuenta, en un accidente de auto, de avión, en un atentado terrorista, lo que fuera, con tal de que no sufra, de que no se entere, en vida, de que tenía los días contados. Mientras pensaba en eso siempre llegaba a la conclusión de que las personas más afortunadas eran aquellas que morían de manera imprevista, tal vez con algún dolor intenso pero corto, que no durase más que unas pocas horas, tras las cuales todo se terminaba.
Uno de esos días en los que Candela no podía ni hablar, una tarde eterna que pasó en cama con el rostro pálido, detenido, sin tener energías siquiera para mirar el televisor, Martín tuvo que ocuparse de atender el teléfono, que no paraba de sonar. Llamaban los parientes, los amigos, los conocidos, todos, indagando sobre el estado de la pobre Candela. Inés, destrozada, llena de pastillas diseñadas para no pensar, no sentir, no vivir, se encerró en su cuarto y no quiso hablar con nadie. Isabel llamó por quinta vez en el día. Después de que Martín le explicara que seguía todo igual, que su hermana no reaccionaba ni para quejarse, se puso a llorar en el teléfono y le rogó a su nieto que hiciera una promesa, que todos los católicos debían hacerla en los momentos más críticos, porque así lo querían Dios y la Virgen: “Tenés que prometer renunciar a lo que más te guste, de por vida, y así tenés derecho a pedir una intención”, le dijo. “Yo hice un voto de pobreza, prometí que si Candita se ponía mejor, donaría todos mis bienes a las causas de caridad y nunca más volvería a viajar a Europa. No sabés lo que me costó aceptar que nunca más iba a pisar Madrid. Pero en momentos así hay que apechugar, Martincito. Por eso te pido que vos, como ya les rogué a mis otros nietos y parientes, hagas una promesa a Dios y a la Virgen por la salud de Candita”. Martín se limitó a decir a todo que sí; ya sabía lo que debía hacer cada vez que su abuela se pusiera a discursear. Pensó que si Isabel donaba todos sus bienes a los más necesitados, a desconocidos necesitados, anónimos necesitados, él y su familia no heredarían nada. Le dio pena saber que Inés, su madre, no se quedaría con la casa de Mar del Plata, como ya estaba acordado con Ernesto. Pero no tuvo tiempo de deprimirse por eso porque todavía quedaba pendiente el asunto de la promesa.
Entonces se le vino a la mente aquella noche en la disco alternativa. Se acordó del primer y único hombre al que había besado, sin siquiera proponerse pensar en eso que debía resignar en forma de promesa, y con la ilusión de que gracias a su propio sufrimiento, a dejar de lado lo que más le gustaba, Candela volviera a tener una vida saludable y en paz. Lo que más placer me dio en la vida fue un hombre, pensó, y se odió por eso. Enseguida se instalaron en su cabeza imágenes que, a pesar de numerosos esfuerzos, nunca lograba desterrar.
Definitivamente, lo que más ansiaba era repetir aquel momento. Y como Dios proponía renunciar a nuestro tesoro más preciado en pos de un milagro, Martín prometió que si Candela se curaba no volvería a tocar a un hombre por el resto de sus días. Ok, en realidad prometo no estar con hombres desde ahora, sin esperar a saber si Candela se curó o no, ¿conforme?, pensó.

22

La temida calvicie se instaló en la cabeza de Candela. En la parte trasera, arriba, donde los reyes usaban sus coronas, podía verse un recorrido de piel blanca matizado por pequeños mechones de pelo empeñados en resistir a los embates de la quimioterapia. Después de la tercera sesión de un total de seis, la cabellera lucía despareja, amorfa, como a punto de ceder ante la inminente llegada de una calvicie total. Pero ni Candela ni Inés se resignaban a que eso ocurriera, y mantenían las esperanzas de que el pelo se mantuviese así, a medio camino entre estar y desaparecer por completo, capaz de ser adornado con gorros o sombreros que le dieran una apariencia relativamente normal. A diferencia de Martín, que a cada rato le decía: “Yo no entiendo como no te rapás y te ponés peluca. Yo haría eso de una. El otro día pasé por un centro de belleza de la avenida Santa Fe y no sabés las pelucas divinas que tenían. Te juro que parecen de pelo natural… Bah, en realidad son de pelo natural, las más caras, claro, porque hay unas baratas de sintético pero son un desastre, parecen pelo de muñeca, eso sí que ni loco usaría. Pero las buenas, te re convienen, nena. Imaginate, te compramos dos o tres, así podés ir cambiando de colores y de peinados. Un día te ponés la melena negra, parecida a la tuya natural, otro la de pelo corto castaño con reflejos, tipo Lady Di. ¡Ah! Y también una corte carré rubio ceniza que por tu color de piel, así tan blanco, te puede quedar espectacular. Bueno, en realidad es cuestión de probar, vamos los dos un día, cuando te sientas bien, y te probás hasta que encuentres las que mejor van con tu tipo de cara. Eso me dijo la vendedora que es lo que más conviene, porque cada cara –cada rostro, dijo ella– es distinta, ¿viste?”.
A Candela todo eso le parecía ridículo. Las pelucas le daban asco, la hacían sentir como una puta barata o una mala actriz, cualquier cosa menos la mujer enferma que era. Se sentía así, mal, y no tenía ganas de disimularlo.
El día de la cuarta sesión estaba muy asustada. Si bien con el tratamiento anterior (el primero, que no funcionó) no había dejado de ser la misma de siempre, con su pelo largo, esa expresión de estar viva, esas ganas de seguir haciendo cosas a pesar del cansancio que sentía los días posteriores a que le llenaran el cuerpo de un veneno supuestamente capaz de curarla, con el segundo tratamiento, más agresivo e invasivo, sus días se habían vuelto completamente grises, insoportables.
De la temida cuarta sesión volvió derrotada. Solo tuvo fuerzas para caminar del auto a la cama y echarse a descansar, intentando concentrarse en el sueño, en la respiración, en la estabilidad de su organismo. En esos momentos, lo que más le molestaba eran las náuseas, capaces de envolverla en cualquier momento para quitarle la paz. Odiaba tener que correr al baño a vomitar, y algunas veces pensaba que prefería morir a estar parándose cada cinco minutos y arrodillarse y sentir que algún líquido espantoso salía de su boca.
Esa noche logró dormir sin contratiempos, pero al día siguiente no pudo dejar de vomitar, hasta que las náuseas fueron tan intensas que no pudo alejarse del inodoro. Sentía que podía largar en cualquier momento, y ya estaba harta de pararse, de correr al baño y quedarse esperando el espasmo. Estuvo tirada sobre el piso frío del baño más de media hora. Intentó pararse, regresar a su cama, pero ya no tuvo fuerzas. Tampoco pudo gritar, pedir auxilio.
Unos minutos después, Inés la encontró inconsciente, con la cabeza apoyada en el inodoro y los brazos flojos, inmóviles. Reaccionó fríamente a pesar del pánico. Cuando comprobó que su hija respiraba, llamó a una ambulancia. Alberto no estaba, Martín tampoco. Ninguno de los dos contestaba el celular. Clara empezó a llorar. Inés tuvo que alzarla y dejársela a una vecina, no quería que viera a su madre en ese estado. Después regresó al baño, trató de animar a Candela, que abrió los ojos y preguntó dónde estaba. Inés le habló en forma pausada, conteniendo su miedo, su histeria, sus ganas de llorar. Estuvieron así quince minutos, sin poder moverse del baño. Candela estaba consciente, pero no era capaz de controlar su cuerpo, de hacerlo ejecutar la orden cerebral de regresar a la cama. Cuando llegó la ambulancia, Inés tuvo que bajar a abrir la puerta de calle. Prefirió no mirarse en el espejo del ascensor, porque quería evitar cualquier recuerdo de ese momento espantoso. Además, le parecía que si se veía así iba a llorar desconsoladamente, y eso no convenía en aquellas circunstancias que le reclamaban ser una madre útil y fuerte. Los enfermeros alzaron a Candela en una camilla y la trasladaron al centro oncológico, donde Inés tenía todo previsto para una internación de emergencia. Allí le inyectaron decadrón, una droga específica para esos casos de descompensación, y la conectaron a un suero. Inés escuchó atenta al médico, quien le explicó que ese tipo de cuadros eran muy comunes en pacientes con cócteles fuertes de quimioterapia. Luego comprobó que su hija se encontraba estable, dormida, y salió de la habitación. Llamó a Isabel, a Ernesto y volvió a probar con los celulares de Martín y Alberto, que seguían apagados. Isabel le prometió estar allí lo más pronto posible. En ese tiempo que estuvo sola, sin ninguna tarea urgente que cumplir, Inés buscó un baño, se encerró, se miró al espejo y sintió que ya tenía permiso para llorar. Sus ojos derramaron lágrimas por unos pocos minutos. Después se lavó la cara y regresó al cuarto. Entonces pensó que necesitaba seguir cuidando de su hija y volvió a ser fuerte.