miércoles, 27 de abril de 2011

23 y 24

23

El cirujano que había operado a Candela las primeras dos veces dijo que a esa altura de la enfermedad no quedaba mucho por hacer. “De acuerdo a esta última tomografía, la metástasis en el peritoneo es imposible de erradicar mediante cirugía”, explicó. “Para limpiar esos puntos que se encuentran esparcidos habría que sacar el órgano entero, pero eso es imposible”, sentenció, y recomendó continuar con las sesiones de quimioterapia para, al menos, controlar el avance de las células cancerígenas.
Alberto y Martín escucharon en silencio y no se atrevieron a preguntar nada. Los dos quedaban paralizados cada vez que escuchaban un nuevo diagnóstico.
Inés estaba en su cama hecha un ovillo entre los edredones. No tuvo fuerzas para ir al médico a que le dijeran que su hija se estaba muriendo de a poco. Al regresar, Alberto le dio su propia versión de la noticia. Dijo que la enfermedad estaba controlada, que el cirujano no recomendaba otra operación y que había que seguir peleando con nuevas sesiones de quimioterapia. Cuando Candela escuchó las noticias, fue contundente: “Yo no me hago ni una quimio más, prefiero morirme ahora mismo a seguir metiéndome esa mierda en el cuerpo. No puedo más, ya no aguanto, basta”, dijo, y se fue a encerrar a su cuarto. Quiso llorar, pero se tuvo que contener porque Clara, mientras jugaba con una muñeca, le pidió en un idioma incomprensible que le pintase las uñas. Entonces trató de sonreír, buscó el esmalte color rubí y acarició las pequeñas manos de su hija. Trató de concentrarse en el pincel, en esos dedos a los que cariñosamente llamaba “chorizitos”, pero aunque tratara de enfocar su cabeza en algo puntual, no podía dejar de pensar en la muerte. Su mayor preocupación era Clara, qué harían con ella, cómo le explicarían que su mamá se había ido para siempre y que su papá no sabía de su existencia. Esa idea la atormentaba, no le dejaba escapatoria. Antes de ser madre, antes de enfermarse y comenzar a mirar la vida desde otro punto de vista, siempre creyó que la muerte era una buena salida para acabar con todo, que nada era tan terrible porque a ella no le aterraba la idea de irse, incluso le parecía que los suicidas eran personas respetables, valientes, con una determinación admirable. Tanto, que más de una vez, siendo adolescente y atormentada al extremo, pensó en quitarse la vida para solucionar así, de una buena vez, sus problemas existenciales. Pero al ser madre su vida dejó de pertenecerle, sus pequeños actos de egoísmo y autodestrucción se diluyeron porque ahora otra persona dependía absolutamente de ella. Por eso se sentía atrapada en una callejón sin salida, hasta que, mientras pintaba la última uña de Clara, la del dedo meñique izquierdo, pensó en una posibilidad que en aquel momento le pareció absolutamente salvadora para su atormentada conciencia. Se le ocurrió que si ya no había nada que hacer, si le aguardaba una muerte lenta que no estaba dispuesta a prolongar con tortuosas sesiones de quimioterapia, lo mejor sería buscar una nueva familia para Clara, con un padre que estuviera presente y una madre sana, fuerte, incluso longeva (aunque esto era imposible de determinar, claro, pero en ese momento a Candela se le vino aquella palabra a la cabeza). Pensó en una pareja joven, linda, de buena posición económica, que estuviera desesperada por criar una niña preciosa como la de ella, resignados ante la imposibilidad de procrear un hijo. De esa manera, siguió fantaseando, Clara nunca se acordaría de nada, pronto se acostumbraría a sus nuevos padres perfectos y la imagen de una madre enferma, esquelética, casi sin pelo y que hacía un esfuerzo sobrehumano por salir de la cama y pintarle las uñas se transformaría, quizás, en un sueño esporádico al que nunca nadie le encontraría explicación, porque una de las condiciones para entregar a su hija, pensó Candela, sería hacerle jurar a esos padres adoptivos que jamás revelarían el secreto de su existencia y que fingirían ser los padres biológicos de Clara, para así no crearle el trauma de la hija huérfana adoptada y que todo ese drama por el que estaba atravesando se diluyera para siempre en una gran mentira.
Cuando terminó de jugar a la manicura, Candela llamó a Inés para que se llevara a su hija. Estaba demasiado cansada, necesitaba acostarse y no moverse para neutralizar el malestar y aplacar las náuseas. Al apoyar su cabeza sobre la almohada, supo que tenía un buen plan y sintió paz, por primera vez en mucho tiempo.


24


Aunque nunca había sido buena para generar dinero, Inés no tuvo problemas en conseguir treinta mil dólares de un día para el otro. Y aunque tampoco se había destacado nunca por ser la más lista, la mejor empresaria o una de esas mujeres que siempre alcanzan sus metas, que se proponen algo y no paran hasta conseguirlo. En esa oportunidad actuó como la más eficiente.
Después de recibir las peores noticias, de que su cirujano y su oncólogo de confianza le dijeran que la única alternativa era seguir con la quimioterapia para mantener la enfermedad controlada unos cuantos meses –con suerte, algunos años–, Inés comenzó a buscar otros médicos, nuevos tratamientos. Lo hizo de manera inconsciente, sin detenerse a pensar que tal vez lo más sensato sería aceptar que Candela debía morir de la mejor manera posible. Después de que tres profesionales analizaran el historial médico que Inés cargaba en su bolso con miedo, como si se tratara de una bomba de tiempo a punto de estallar, Ernesto consiguió una entrevista con el director de oncología del hospital más prestigioso de la ciudad. El doctor Huerta, una eminencia en el tema, dijo que hasta el momento no existía un tratamiento de quimioterapia capaz de eliminar por completo las células cancerígenas que invadían el aparato digestivo de Candela, y recomendó, como única salida, una cirugía larga y engorrosa, que consistía en abrir nuevamente el cuerpo desde el tórax hasta la pelvis y revisar durante horas, quizás ocho o diez, para encontrar las células malignas y rasparlas, una por una, hasta eliminar cualquier rastro de cáncer. Luego explicó que el peritoneo estaba muy comprometido, que posiblemente habría que extraer una parte importante de aquel órgano, a lo que Inés alegó, sin dejarlo terminar, que el cirujano anterior había asegurado que el peritoneo era intocable, y que por eso la enfermedad de Candela no tenía cura. El doctor Huerta permaneció en silencio hasta que Inés terminó de contradecirlo. Después, con la calma de alguien que está acostumbrado a tratar con mujeres desesperadas, dijo que en el país existía un único cirujano oncólogo que practicaba ese tipo de operaciones y, sin entrar en una discusión inútil, anotó los datos del médico en una tarjeta, que luego deslizó sobre su escritorio.
La operación tenía un costo de treinta mil dólares, incluyendo los gastos de internación y seguimiento del paciente. Contaba con un cincuenta por ciento de probabilidades de resultar exitosa,y comprometía en gran medida la vida de Candela, porque su organismo se encontraba muy débil como para soportar más de ocho horas seguidas de anestesia y quirófano. Además, la extracción del peritoneo implicaba serias complicaciones en el aparato digestivo, que a partir de la intervención quedaría inhábil para recibir alimentos con grasa, alcohol o cualquier cosa que pudiese atentar contra su delicado funcionamiento.
Inés no prestó atención a las advertencias del médico ni al costo de la operación. Fijó una fecha en ese mismo momento, se despidió del cirujano y se metió en el bar más cercano, dispuesta a comenzar su ronda de llamadas a través del celular. Primero habló con Alberto, a quien le ordenó, sin darle demasiados detalles sobre la consulta médica, que fuera a una tienda de autos usados y vendiera el Ford en el acto, en efectivo, al mejor postor. Después llamó a Isabel y sin preámbulos le preguntó cuánto tenía en el banco. Su madre le respondió que le quedaban ocho mil dólares, la reserva para su próximo viaje a Madrid, tal vez el último de su vida, se molestó en aclarar. Inés le explicó que los necesitaba para la semana siguiente, y sin que terminara de darle los motivos Isabel se apuró a decir que no había problema, que nada era más importante para ella en aquel momento que la salud de su nieta.
Por último, Inés se comunicó con su hermano Ernesto, quien prometió hacerse cargo de aportar lo que faltara para llegar a los treinta mil. Cuando colgó, y sin darse tiempo todavía de pedir un café, marcó el celular de Candela, puso voz de contenta y, antes de saludar a su hija, dijo: “¡Candy, se acabó la quimio, te operan la semana que viene!”.

lunes, 25 de abril de 2011

21 y 22

21

“¡Mamá, mamá!”, gritaba Clara desde el piso. Con poco más de un año y medio de vida, había aprendido a decir mamá, pero no sabía lo que significaba papá. Tampoco necesitaba aprender esa palabra. ¿Para qué la iba a usar, si su padre no sabía que existía ni probablemente lo sabría nunca?
Candela apenas tenía fuerzas para contestarle “qué pasa, hija”, pero no podía hablarle más que eso, y menos levantarse de la cama para atender sus reclamos. El día anterior había ido a la segunda sesión de quimioterapia del nuevo ciclo, ese que tanto temió desde que le dijeron que el primero, de siete meses, resultó un fracaso. Aunque le advirtieron que las nuevas drogas iban a ser más fuertes que las anteriores, que era muy probable que perdiera el pelo y le bajasen las defensas, no imaginó que fuera a sentirse tan mal.
Clara lloraba desde el piso, hacía ruido, desparramaba sus juguetes. A cada instante estaba a punto de tirar una lámpara, romper un florero. Lo que más le molestaba a Candela era no poder atenderla. Sentía náuseas, unas terribles ganas de vomitar que se manifestaban por mucho tiempo sin darle un respiro. Esa sensación la agobiaba, la hacía pensar en abandonar todo, dejar la quimioterapia, no hacer caso a los médicos que le diagnosticaban seis meses de vida si no se sometía a un tratamiento agresivo. En esos momentos prefería morir a seguir sufriendo. También se mareaba si pretendía pararse, incluso sentarse, y le dolía la cabeza o le faltaba el aire si intentaba seguir la historia de alguna novela o película que pasaran por televisión. Entonces no le quedaba más remedio que ponerse a pensar, a preguntarse cuándo terminaría aquel calvario, cómo sería el final, si Dios realmente existía, qué había hecho ella para merecer todo ese sufrimiento. Imaginaba su muerte, los parientes llorándola, la reacción de Clara, quién se haría cargo de ella, de qué forma se vería eso que muchos llamaban el cielo. Pensaba también en su cuerpo, qué pasaría cuando quedara reducido a un montón de carne y huesos sin alma. Se preguntaba cómo terminarían sus ojos, sus órganos, si debía donarlos, si era verdad que los dientes quedarían intactos por mucho tiempo, cuánto pasaría hasta que se pudriera y se la comieran los gusanos. Quiso pensar en otra cosa porque le dio demasiada impresión. No pudo evitar pensar en Clara. ¿Se olvidaría de ella, de su voz, de su cara, de su olor? ¿Lloraría cuando todos en el colegio celebrasen el día de la madre, o cuando fuese la fecha del cumpleaños de su mamá muerta? ¿Inés sería capaz de cuidarla? ¿Martín cumpliría con sus obligaciones de padrino?
Clara siguió reclamando atención desde el piso lleno de juguetes rotos. Inés se estaba bañando, aprovechando los únicos minutos de descanso en ese día que se le hacía eterno. A Candela no le quedó otra opción que juntar fuerzas para tratar de alzar a su hija, que no dejaba de gritar, y zarandearle el brazo para que reaccionara. Con mucho empeño logró sentarla en la cama a su lado. La beba se puso a cantar una canción de Barney y Candela tuvo que seguirla, aplaudir junto a su hija aunque le dolieran las manos por esa sensación de electricidad que le producía la quimioterapia en cada extremidad de su cuerpo. Después se le subió encima de la panza, imitando un dibujo animado que estaban pasando por televisión en el que varios duendes montaban unicornios agarrándolos de la cresta. Clara saltaba sobre su madre, esperando que ella le cantara “ico ico, caballito”, como siempre lo hacía, y la agitara, simulando un trote. Candela apenas podía sostenerla y ensayar una sonrisa falsa, que se interrumpía con un gesto de dolor cada vez que su hija presionaba con el dedo índice un catéter que llevaba incrustado en el pecho, al lado del corazón, para pasar las drogas de manera más efectiva. A la beba le resultaba divertido apretar ahí, en ese botón que tenía su mamá, igual que las muñecas. También encontró gracioso agarrarse del pelo de Candela, como hacían los duendes con sus potrillos. Cuando separó los brazos de un tirón, se quedó con un mechón en cada mano, que dejó caer sobre los ojos de su madre. Candela, espantada, comenzó a gritar: “¡¡Mamá, mamá, vení que se me está cayendo el pelo!!”. Clara no paró de reírse, convencida de que todo era parte de un juego, como en la tele.


Prometo no volver a tocar a un hombre nunca más en mi vida, pensó Martín, arrodillado frente a una estampita de la Virgen María que guardaba en su mesa de noche.
A medida que Candela iba empeorando en su salud y en su aspecto debido a los efectos devastadores de la segunda ronda de quimioterapia, todos en la familia se volvieron más místicos y religiosos, como si supieran que lo único que podía salvarlos era un milagro.
Martín estaba desesperado. No soportaba ver a su hermana echada en la cama, enferma las veinticuatro horas del día, siempre con dolores, mareos, náuseas y un peso constante en el cuerpo que apenas le permitía levantarse para ir al baño. Las veces que se ponía más cínico, cuando se enojaba con la vida, con Dios o con lo que sea que manejase el destino de las personas, pensaba cuánto mejor hubiera sido que su hermana se muriese de repente, sin darse cuenta, en un accidente de auto, de avión, en un atentado terrorista, lo que fuera, con tal de que no sufra, de que no se entere, en vida, de que tenía los días contados. Mientras pensaba en eso siempre llegaba a la conclusión de que las personas más afortunadas eran aquellas que morían de manera imprevista, tal vez con algún dolor intenso pero corto, que no durase más que unas pocas horas, tras las cuales todo se terminaba.
Uno de esos días en los que Candela no podía ni hablar, una tarde eterna que pasó en cama con el rostro pálido, detenido, sin tener energías siquiera para mirar el televisor, Martín tuvo que ocuparse de atender el teléfono, que no paraba de sonar. Llamaban los parientes, los amigos, los conocidos, todos, indagando sobre el estado de la pobre Candela. Inés, destrozada, llena de pastillas diseñadas para no pensar, no sentir, no vivir, se encerró en su cuarto y no quiso hablar con nadie. Isabel llamó por quinta vez en el día. Después de que Martín le explicara que seguía todo igual, que su hermana no reaccionaba ni para quejarse, se puso a llorar en el teléfono y le rogó a su nieto que hiciera una promesa, que todos los católicos debían hacerla en los momentos más críticos, porque así lo querían Dios y la Virgen: “Tenés que prometer renunciar a lo que más te guste, de por vida, y así tenés derecho a pedir una intención”, le dijo. “Yo hice un voto de pobreza, prometí que si Candita se ponía mejor, donaría todos mis bienes a las causas de caridad y nunca más volvería a viajar a Europa. No sabés lo que me costó aceptar que nunca más iba a pisar Madrid. Pero en momentos así hay que apechugar, Martincito. Por eso te pido que vos, como ya les rogué a mis otros nietos y parientes, hagas una promesa a Dios y a la Virgen por la salud de Candita”. Martín se limitó a decir a todo que sí; ya sabía lo que debía hacer cada vez que su abuela se pusiera a discursear. Pensó que si Isabel donaba todos sus bienes a los más necesitados, a desconocidos necesitados, anónimos necesitados, él y su familia no heredarían nada. Le dio pena saber que Inés, su madre, no se quedaría con la casa de Mar del Plata, como ya estaba acordado con Ernesto. Pero no tuvo tiempo de deprimirse por eso porque todavía quedaba pendiente el asunto de la promesa.
Entonces se le vino a la mente aquella noche en la disco alternativa. Se acordó del primer y único hombre al que había besado, sin siquiera proponerse pensar en eso que debía resignar en forma de promesa, y con la ilusión de que gracias a su propio sufrimiento, a dejar de lado lo que más le gustaba, Candela volviera a tener una vida saludable y en paz. Lo que más placer me dio en la vida fue un hombre, pensó, y se odió por eso. Enseguida se instalaron en su cabeza imágenes que, a pesar de numerosos esfuerzos, nunca lograba desterrar.
Definitivamente, lo que más ansiaba era repetir aquel momento. Y como Dios proponía renunciar a nuestro tesoro más preciado en pos de un milagro, Martín prometió que si Candela se curaba no volvería a tocar a un hombre por el resto de sus días. Ok, en realidad prometo no estar con hombres desde ahora, sin esperar a saber si Candela se curó o no, ¿conforme?, pensó.

22

La temida calvicie se instaló en la cabeza de Candela. En la parte trasera, arriba, donde los reyes usaban sus coronas, podía verse un recorrido de piel blanca matizado por pequeños mechones de pelo empeñados en resistir a los embates de la quimioterapia. Después de la tercera sesión de un total de seis, la cabellera lucía despareja, amorfa, como a punto de ceder ante la inminente llegada de una calvicie total. Pero ni Candela ni Inés se resignaban a que eso ocurriera, y mantenían las esperanzas de que el pelo se mantuviese así, a medio camino entre estar y desaparecer por completo, capaz de ser adornado con gorros o sombreros que le dieran una apariencia relativamente normal. A diferencia de Martín, que a cada rato le decía: “Yo no entiendo como no te rapás y te ponés peluca. Yo haría eso de una. El otro día pasé por un centro de belleza de la avenida Santa Fe y no sabés las pelucas divinas que tenían. Te juro que parecen de pelo natural… Bah, en realidad son de pelo natural, las más caras, claro, porque hay unas baratas de sintético pero son un desastre, parecen pelo de muñeca, eso sí que ni loco usaría. Pero las buenas, te re convienen, nena. Imaginate, te compramos dos o tres, así podés ir cambiando de colores y de peinados. Un día te ponés la melena negra, parecida a la tuya natural, otro la de pelo corto castaño con reflejos, tipo Lady Di. ¡Ah! Y también una corte carré rubio ceniza que por tu color de piel, así tan blanco, te puede quedar espectacular. Bueno, en realidad es cuestión de probar, vamos los dos un día, cuando te sientas bien, y te probás hasta que encuentres las que mejor van con tu tipo de cara. Eso me dijo la vendedora que es lo que más conviene, porque cada cara –cada rostro, dijo ella– es distinta, ¿viste?”.
A Candela todo eso le parecía ridículo. Las pelucas le daban asco, la hacían sentir como una puta barata o una mala actriz, cualquier cosa menos la mujer enferma que era. Se sentía así, mal, y no tenía ganas de disimularlo.
El día de la cuarta sesión estaba muy asustada. Si bien con el tratamiento anterior (el primero, que no funcionó) no había dejado de ser la misma de siempre, con su pelo largo, esa expresión de estar viva, esas ganas de seguir haciendo cosas a pesar del cansancio que sentía los días posteriores a que le llenaran el cuerpo de un veneno supuestamente capaz de curarla, con el segundo tratamiento, más agresivo e invasivo, sus días se habían vuelto completamente grises, insoportables.
De la temida cuarta sesión volvió derrotada. Solo tuvo fuerzas para caminar del auto a la cama y echarse a descansar, intentando concentrarse en el sueño, en la respiración, en la estabilidad de su organismo. En esos momentos, lo que más le molestaba eran las náuseas, capaces de envolverla en cualquier momento para quitarle la paz. Odiaba tener que correr al baño a vomitar, y algunas veces pensaba que prefería morir a estar parándose cada cinco minutos y arrodillarse y sentir que algún líquido espantoso salía de su boca.
Esa noche logró dormir sin contratiempos, pero al día siguiente no pudo dejar de vomitar, hasta que las náuseas fueron tan intensas que no pudo alejarse del inodoro. Sentía que podía largar en cualquier momento, y ya estaba harta de pararse, de correr al baño y quedarse esperando el espasmo. Estuvo tirada sobre el piso frío del baño más de media hora. Intentó pararse, regresar a su cama, pero ya no tuvo fuerzas. Tampoco pudo gritar, pedir auxilio.
Unos minutos después, Inés la encontró inconsciente, con la cabeza apoyada en el inodoro y los brazos flojos, inmóviles. Reaccionó fríamente a pesar del pánico. Cuando comprobó que su hija respiraba, llamó a una ambulancia. Alberto no estaba, Martín tampoco. Ninguno de los dos contestaba el celular. Clara empezó a llorar. Inés tuvo que alzarla y dejársela a una vecina, no quería que viera a su madre en ese estado. Después regresó al baño, trató de animar a Candela, que abrió los ojos y preguntó dónde estaba. Inés le habló en forma pausada, conteniendo su miedo, su histeria, sus ganas de llorar. Estuvieron así quince minutos, sin poder moverse del baño. Candela estaba consciente, pero no era capaz de controlar su cuerpo, de hacerlo ejecutar la orden cerebral de regresar a la cama. Cuando llegó la ambulancia, Inés tuvo que bajar a abrir la puerta de calle. Prefirió no mirarse en el espejo del ascensor, porque quería evitar cualquier recuerdo de ese momento espantoso. Además, le parecía que si se veía así iba a llorar desconsoladamente, y eso no convenía en aquellas circunstancias que le reclamaban ser una madre útil y fuerte. Los enfermeros alzaron a Candela en una camilla y la trasladaron al centro oncológico, donde Inés tenía todo previsto para una internación de emergencia. Allí le inyectaron decadrón, una droga específica para esos casos de descompensación, y la conectaron a un suero. Inés escuchó atenta al médico, quien le explicó que ese tipo de cuadros eran muy comunes en pacientes con cócteles fuertes de quimioterapia. Luego comprobó que su hija se encontraba estable, dormida, y salió de la habitación. Llamó a Isabel, a Ernesto y volvió a probar con los celulares de Martín y Alberto, que seguían apagados. Isabel le prometió estar allí lo más pronto posible. En ese tiempo que estuvo sola, sin ninguna tarea urgente que cumplir, Inés buscó un baño, se encerró, se miró al espejo y sintió que ya tenía permiso para llorar. Sus ojos derramaron lágrimas por unos pocos minutos. Después se lavó la cara y regresó al cuarto. Entonces pensó que necesitaba seguir cuidando de su hija y volvió a ser fuerte.

lunes, 18 de abril de 2011

19 y 20

19

El viaje de Isabel a Europa debió esperar. Estaba ilusionada con la idea de irse una vez más a Madrid, ciudad que amaba y en la que se sentía como en su casa. Sabía que le quedaban pocos años de vida y probablemente ese sería su último viaje. Estaba lista para partir en un mes, cuando la primavera asomara en Madrid y la segunda operación de Candela confirmara que las cosas volvían a estar bien de una vez por todas. Se gastaría todos sus ahorros sin culpa, aunque en el país las cosas seguían mal y un euro valía más de cuatro pesos. No le importaba, como tampoco le causaba remordimiento que con toda la plata que gastaría en ese viaje la familia de Inés podría mejorar su calidad de vida por un tiempo. Habían sido muchos años pagándole las mucamas, llevándola de vacaciones, procurando que sus nietos asistieran a colegios pagos. Habían pasado muchas crisis, cambios bruscos de gobierno, dictaduras, pesificaciones, corralitos, situaciones límites en las que Inés y Alberto siempre salían perjudicados, porque nunca tenían ahorros ni estaban preparados para enfrentar una tormenta. Y cuando tenían algo de plata parecían olvidarse de Isabel, como en los noventa, que gracias al uno a uno Alberto pudo recorrer el mundo para asistir a diferentes campeonatos de rugby, Inés se fue a Cancún con sus amigas y toda la familia salía cada invierno a esquiar. Pero en aquellos años, cuando tenían dinero, nunca invitaron a Isabel, jamás separaron algo de la plata que les sobraba para hacerle un regalo importante y hasta se reían en su cara de sus actitudes de vieja tacaña y quisquillosa, de cómo se maquillaba en forma despareja, de cuando contaba las mismas anécdotas una y otra vez o de las nuevas amigas que había hecho, a las que nombraban, entre carcajadas, como “la vieja que se viste como un velador”, “la vieja que se ríe como un loro” o “la vieja ridícula que tiene toda la cara estirada”.
Desde que Isabel se había enterado de la enfermedad de su nieta, todo el peso de la vejez se le vino encima. Los ocho meses que pasaron desde el primer diagnóstico le cayeron como diez años. Y diez años a los ochenta no era poca cosa. Entonces dejó de salir a tomar el té con sus amigas, suspendió las escapadas a Mar del Plata los fines de semana y canceló sus visitas a la peluquería. No tenía ganas de nada. Se quedaba encerrada en su cuarto, todo el día en camisón, echada en la cama, sufriendo mareos, dolores de cabeza, llorando, padeciendo una tristeza que se le había instalado en el cuerpo, en el alma. Sin embargo, con el paso del tiempo, se fue recuperando. Cuando el ciclo de quimioterapia de Candela estaba por terminar y ella pudo ver con sus propios ojos que no había sido tan terrible como esperaba, que a la hija de su hija se la veía bien, fuerte, con el pelo largo, intacto, se ilusionó con la idea de que ese mal sueño llegaría pronto a su fin y acabaría en final feliz. Inés le decía que lo peor había pasado, que solo era cuestión de esperar a la segunda operación para constatar que la quimioterapia había sido eficaz. Además insistía, tal vez para animarla y animarse, que el viento estaba a su favor, que la fortuna estaba de su lado.
El día de la operación Isabel se levantó como siempre a las seis y media de la mañana, se puso las pantuflas, fue a la cocina y, sin despertar a su empleada, empezó a calentar el agua para el café. En vez de usar una cafetera eléctrica se empeñaba en poner una cucharada de café en un filtro de tela gastado, marrón de tanta borra, que colocaba encima de la taza para echarle agua hirviendo directamente de la pava y que de ahí, en pocos segundos, saliera un café que todos consideraban intomable. Además, durante ese proceso, mucho líquido saltaba a cualquier lado, porque Isabel difícilmente embocaba el chorro en el filtro de buenas a primeras. Pero ella veía poco, así que no se daba cuenta de nada. Cortó el café con un poco de leche, que siempre se le vencía porque pasaba semanas en la heladera, y lo acompañó con dos tostadas de pan francés del día anterior, calentado sobre un grill lleno de óxido que Isabel se resistía a cambiar por la tostadora eléctrica que le había regalado Ernesto: ni siquiera la sacó de la caja cuando su hijo se apareció con ese aparato al que ella consideraba absolutamente inútil.
Cuando terminó de desayunar prestó atención al noticiero de las siete, con el televisor prendido a todo volumen. Quería saber cómo iba a estar el clima, si había aumentado la carne y a cuánto había cotizado el euro, porque se acercaba fin de mes y le tocaba cambiar la pensión completa que recibía en pesos de su difunto marido por una cantidad considerablemente menor de euros, que guardaba todos apilados al fondo del último cajón de un placard lleno de tapados de piel natural con olor a naftalina. La historia de su país la obligó a no creer en los bancos, por eso prefería tener la plata en un lugar que estaba a su alcance, donde nadie, jamás, le prohibiera sacar eso que era de ella y le correspondía.
Después no se bañó, porque le daba frío y a esa edad ya no transpiraba. Eligió del perchero un conjunto de saco y pollera que combinó con una blusa de seda embadurnada en olor a perfume (no lavaba la ropa todos los días, se olvidaba o le daba pereza si no estaba la mucama) y un par de zapatos de taco alto, porque aseguraba que no usar taco la mareaba, que toda su vida había andado con los pies en punta y ya se había acostumbrado. Martín se reía cuando veía a su abuela en la playa caminando descalza en puntas de pie hacia la orilla del mar, como si tuviera los pies doblados de tanto usar tacos o perdiera el eje al apoyar los talones contra el suelo.
Al subir al ascensor del edificio presionó el botón del tercer subsuelo. Ahí guardaba el auto, tres pisos debajo de la tierra. Todos en la familia le decían que dejara de manejar, que se moviera en taxis, que era un peligro al volante porque ya casi no veía, pero ella hacía oídos sordos a aquellas acusaciones. Estaba convencida de que manejaba a la perfección y que Inés y los chicos la criticaban para quedarse con su auto. Ese día se encontraba muy nerviosa, no podía dejar de pensar en la operación. Cuando arrancó el motor puso marcha atrás, y se distrajo pensando en Candela. Chocó levemente con una columna, pero no le dio importancia al asunto. Luego se dispuso a subir los tres pisos por unos corredores repletos de curvas. El auto tocó varias veces la pared en casi todos los giros. Tampoco le importó, porque estaba acostumbrada a esos percances, cada vez más frecuentes. En la avenida Las Heras varios taxistas la insultaron, le gritaron “vieja hija de puta” por cruzarse en su camino o no frenar a tiempo, o frenar de golpe. A todos les levantó el dedo mayor en la cara, sin contestarles. Al llegar a la clínica buscó el estacionamiento y bajó dos subsuelos, porque en la planta baja no había lugar. Se apuró en dejar el auto en cualquier lado, y sin darse cuenta lo estacionó en un lugar reservado para las ambulancias. No prestó atención porque tenía el estómago flojo, revuelto. Los nervios le estaban jugando una mala pasada, debía correr al primer baño disponible. A su edad, la capacidad de contención se le había deteriorado, igual que todo el resto del cuerpo. Como no conocía bien el edificio, prefirió correr a la habitación de Candela, el único lugar de esa clínica al que sabía llegar sin preguntar. En el camino se dio cuenta de que era tarde, pero necesitaba un baño igual. Llegó a la habitación, tiró la cartera al piso y sin saludar dijo: “Tengo que pasar al toilette”, y todos sus familiares se rieron (algunos exageradamente para animar a Candela). A los diez o quince minutos salió del baño haciéndose la distraída, y saludó a sus nietos, que no podían contener la risa. Llevaba un ejemplar del diario “La Nación” bajo el brazo. Una enfermera terminaba de cambiarle el suero a Candela. Faltaba media hora para que ingresara al quirófano.
–Disculpe, señora, necesito llevar el diario a la habitación de al lado, pertenece a la clínica –le dijo.
–Ay, señorita, usted no sería tan amable de dejármelo un ratito más… Es que se murió una prima y necesito ver los avisos fúnebres –mintió Isabel.
–Lo siento, señora, el paciente de al lado está solo y me viene pidiendo el diario hace una hora…
–¡Mamá, no seas ridícula! –intervino Inés–. Dale el diario a la chica, que yo ahora mando a comprarte otro por uno de los chicos.
–¡No, lo necesito!
–Señora, por favor…
–Discúlpela, es que está grande y no sabe lo que hace –dijo Inés, dirigiéndose a la enfermera–. Tome, llévese el diario y tráigame agua mineral –le ordenó, arrancando el ejemplar de La Nación del brazo de su madre.
Entonces cayó una bombacha rosa, gigante, mojada. Martín salió corriendo de la vergüenza. Alberto se rió. Candela ni se dio cuenta, estaba en otro mundo. Inés se agachó a juntar la prenda y le dio el diario a la enfermera para que se fuera lo más pronto posible.
–¡Qué se ríen, zanguangos! –dijo Isabel–. Tuve un accidente, y en vez de tirar la bombacha la lavé y la escondí en un diario que había en el baño, porque ustedes son tan estúpidos que me iban a cargar toda la vida si me veían.
–¡Pero mamá, estás loca! ¡Qué asco! ¿Cómo no la tiraste en el acto? –preguntó Inés, entre espantada y risueña.
–¿Qué querés, nena? Esta ropa interior es de Victoria Secret –pronunció mal Isabel–. La compré en Miami, en la época del uno a uno, ¿sabés cuánto vale esto en pesos ahora, querida? Si te digo, te morís…
Cuando terminó de decir eso, Isabel agarró la bombacha y la puso a secar en uno de los radiadores. “Con suerte la tengo lista en media horita, no vaya a ser que tenga que salir a la calle con todo al aire, como las vedettes”, comentó.

20

Un sábado cualquiera de octubre Martín se animó a salir. Brenda, una amiga del gimnasio, logró convencerlo de ir a Club 69, una disco alternativa que, según dijo, se llenaba de gente de todo tipo. Martín no supo a qué se refería con eso de “gente de todo tipo”, pero cuando quiso preguntar Brenda le dijo que se tenía que ir, que un chico con el que estaba curtiendo la esperaba en la puerta, que se encontraban a las doce de la noche en su casa y que ni se le ocurriera dejarla plantada.
Martín no supo qué ponerse. No tenía ropa alternativa, nada con onda, ninguna prenda que se saliera del conjunto camisa polo, pantalones caqui, mocasines náuticos y campera barbour, de estilo inglés con olor a cera. Le daba vergüenza vestirse así para salir con Brenda, porque ella siempre lo veía con ropa deportiva, y si se enteraba de cómo era en verdad su estilo, ese look de numerario del Opus Dei, quizá dejaría de hablarle. Entonces fue al shopping, aunque le diera culpa gastar en frivolidades con todos los problemas que había en su casa. Entró en Kosiuko, un lugar en el que nunca se había animado a comprar porque todos en su entorno decían que era muy modernoso y sumamente gay. Cuando se miró al espejo en el probador, vestido con un jean ajustado medio roto, gastado, una remera negra con dibujos plateados pegada al cuerpo que le marcaba los brazos y el pecho, tan trabajados en horas de gimnasio, y un cinturón de cuero con una hebilla enorme que decía “suck me”, creyó estar en frente a otra persona. El cambio lo excitó, hizo que se sintiera liberado, feliz por un momento, aunque lleno de culpa. Finalmente logró reprimir ese sentimiento y se llevó la ropa. Había pasado de un extremo a otro, de joven con aspecto de nerd que se vestía igual a su papá a chico fashion habitué de la noche porteña.
Brenda encendió un porro en su departamento. A Martín le dio miedo, la vio como una drogadicta. “Es para relajarme y pasar una buena noche, no creas que soy una porrera que se la pasa fumando. Vos me conocés, sabés que no es así”, se defendió. Luego le extendió la mano para ofrecerle una pitada. Martín pensó en la visita a una disco alternativa, en su cambio de look, en que se moría por escapar, aunque sea una noche, de la realidad que lo asfixiaba. Entonces fumó un poco y enseguida dijo: “No me hace nada, ves, seguro que a mí no me pega”. Pero a la media hora no podía parar de reírse.
Entraron a Club 69 sin hacer cola. Brenda era amiga del tipo de la puerta, que la dejó pasar mientras le decía al oído “qué lindo chongo me trajiste, mi amor, ¿es paqui?”, a lo que ella respondió, también en secreto “Mirá, si a mí hasta ahora no me quiso tocar un pelo, debe ser, porque es cualquier cosa menos macho, pero todavía no le saqué la ficha. Yo creo que es re loca, pasa que no se anima el pobre”. Fueron directo a la barra. Pidieron dos daiquiris de frutilla. Trago de puto, ya no hay dudas, pensó ella. A Martín le dio algo de miedo toda esa gente: las drag queens, los strippers musculosos casi desnudos bailando sobre los parlantes, las chicas vestidas como putas, los chicos que se pasaban el éxtasis como si fueran caramelos. Una parte de él no quería seguir ahí, su conciencia le decía que se estaba portando mal, que corría el riesgo de dejarse llevar por las bajas pasiones, como le había dicho su cura confesor, de perderse en el vicio y convertirse en eso que tanto había evitado, temido.
A pesar de la culpa, logró divertirse. La música le encantaba, el daiquiri le potenciaba los efectos del porro y Brenda no dejaba de rogarle que fueran a la pista. Bailaron como si fuera la última noche de sus vidas. Martín se sintió observado, deseado, y la idea le gustó. Había cambiado de piel, vuelto a nacer por un día, como las mariposas, para sentirse el chico más lindo del mundo, aunque estuviera lejos de serlo.
Aquel trance le duró hasta que empezaron a sonar los primeros acordes de la canción de Kylie Minogue, “la la la la la la la la la la la la la la la la I just can´t get you out of my head, boy your love it’s all I think about”. En ese momento se acordó de Kylie, de la foto que había visto la semana pasada, donde la cantante aparecía con la cabeza pelada bajo el titular: “¡Exclusivo! Las primeras imágenes de Kylie Minogue durante su tratamiento de quimioterapia. La ídola del pop le da batalla al cáncer”. Entonces se le vino a la mente Candela, que ya se estaba quedando sin pelo, y no se pudo sacar a su hermana de la cabeza, como en la canción. Se tuvo que ir a sentar, pensando que si lo de Candela no terminaba bien él jamás podría ser feliz, porque hasta en los mejores momentos volverían a su mente esos recuerdos tristes, imborrables. En el camino a la barra sintió que alguien le tocaba el brazo.
–Hola –escuchó que le decían.
Era una voz de hombre.
–¿Me hablás a mí? –preguntó sorprendido, dándose vuelta para mirar.
–Bueno, no sé, eso depende de vos…
El chico era lindo, de brazos anchos, buen cuerpo. Martín se puso nervioso y trató inútilmente de ignorarlo.
–No me siento bien –le dijo.
–¿Qué te duele? Mirá que yo tengo manos sanadoras, vos decime dónde te duele y yo te toco, a ver si te curás… ¿Cómo te llamás?
–Martín, y no me duele...
–Yo Diego –interrumpió–. ¡Sos re alto!
–No sé.
–Cómo que no sabés, mirá, me llevás casi una cabeza entera –exageró, mientras le tocaba el cuello.
–Tanto no creo.
A Martín se le erizó la piel al sentir esas manos acariciando su cuello. Sabía que le correspondía irse, que cualquiera de sus amigos hubiera puesto en su lugar al puto ese, pero él estaba confundido. Se quedó inmóvil, tratando de disimular los escalofríos que le recorrían el cuerpo.
–¿Sos paqui? –preguntó el chico.
–¿Cómo?
–¡Si sos paqui! –gritó, haciendo resaltar su voz por encima de la música ensordecedora.
–No te entiendo, ¿qué es eso?
–¡Paqui, macho, chongo! ¿En qué mundo vivís?
–Ah, no, no sé.
–¿Sos o no sos? Porque yo no quiero perder el tiempo, estoy re horny, así que si sos chongo, ¡fush!
–Bueno, no sé.
–Ay, me re calientan los tapados. Vamos, lindo, asumite –dijo, y le dio un beso en la boca.
Martín no supo qué hacer. Dejó sus labios quietos por unos segundos, hasta que le dio terror la idea de que alguien lo pudiera estar viendo.
–¡Salí! –le ordenó, apartándolo.
Cuando lo agarró para sacárselo de encima, sintió esos brazos fuertes, cálidos, descubiertos por una remera sin mangas muy ajustada. Entonces no pudo resistirse. Lo abrazó, lo acarició y le besó el cuello. Sintió el aroma del perfume mezclado con olor a hombre. Pensó que no le importaba nada, que si moría ese mismo día al menos se habría dado el gusto de su vida, habría hecho desaparecer esas ganas desesperadas que lo torturaban, que lo volvían loco. Comenzó a temblar cada vez más fuerte, con el corazón latiendo acelerado a punto de estallar. “Vamos al baño”, le dijo ese extraño que le estaba regalando la mejor noche de su vida. Martín lo siguió en silencio, atrapado por el deseo. Se encerraron y continuaron besándose. Las manos inexpertas de Martín siguieron explorando, y con cada descubrimiento se multiplicaron la culpa y el placer.
En el camino de regreso a la casa de sus padres no pudo dejar de preguntarse qué haría con eso que había dejado de ser una fantasía para convertirse en realidad. ¿Cómo podría borrarlo de su vida, si tanto le había gustado?

jueves, 14 de abril de 2011

18

“¿Qué vas a hacer para tu cumpleaños?”. La que preguntaba era Candela, y Martín, asombrado por las palabras de su hermana, tardó en contestar. Le parecía extraño que Candela estuviera de buen humor, que le hablara de cosas frívolas o sin importancia, como el festejo de sus 28 años, que estaba a pocos días de cumplir. “Nada, vamos con los chicos a comer a Rumi, y después ya nos quedamos a bailar ahí, que se hace boliche a eso de la una y media”, le dijo. “Ah, qué bueno, ¿puedo ir? Hace tanto que no piso una discoteca…”. Eso ya le pareció disparatado. ¿Y a esta qué bicho le picó?, pensó, aunque trató de poner una expresión más natural para decirle, sin que notara que estaba mintiendo: “Dale, buenísimo, te va a hacer bien salir. Es este sábado, vamos juntos en el auto, ¿te parece?”.
Martín y Candela llegaron temprano a la discoteca. Él había reservado una mesa para doce personas: sus amigos más íntimos del colegio, acompañados por sus respectivas novias, que a esas alturas de la vida parecían inevitables en cualquier evento del grupo. A medida que los invitados se hacían presentes, Martín los fue acomodando en la mesa, previa presentación de la chica que lo acompañaba. “Es mi hermana Candela, ¿no se acuerdan, del colegio?”, les decía. “Ah, sí, Candela…”, se apuraban en contestar, sin preguntarle cómo estaba, qué tal se sentía o por qué se había cortado ese pelo tan largo que siempre le gustaba peinarse. Martín se daba cuenta de lo incómodos que se ponían, de que por dentro pensaban ¡uy, la enferma, pobre, qué garrón!, y sabía que buscarían el momento para apartarse y contarles a sus novias el dramón por el que estaba pasando esa chica de pelo corto, la hermana de Martín, la que tiene cáncer.
Candela se ubicó en una punta de la mesa, lejos de la gente, y procuró no hablar con nadie. Estaba muy flaca, raquítica, con la cara pálida, el cuerpo encorvado, la mirada perdida, el aire triste, como siempre. Martín no podía dejar de vigilarla, de preguntarle si estaba bien, si se sentía cómoda, si algo le dolía. Ella le decía a todo que no, que no quería tomar nada, que no iba a comer porque no le daba hambre, que no quería acercarse a sus amigos y tratar de hablarles de cualquier cosa, como hacían el resto de los invitados, las personas normales. Martín empezó a sentirse arrepentido de haberla llevado. Con ella ahí sentada no iba a poder relajarse, conversar con sus amigos o emborracharse, como hubiera querido. Pero pensar eso le daba culpa, y enseguida trataba de borrar todas las cosas horribles que pasaban por su cabeza. Candela estaba enferma, se la pasaba encerrada, siempre con mala cara, ¿cómo podía él ser tan egoísta de pensar que lo mejor hubiera sido dejarla en casa, si ahí no iba a hacer más que arruinarle el festejo? ¿Y si ese era el último cumpleaños que pasaba con su hermana?, se preguntaba, lleno de remordimientos.
Los chicos comieron, tomaron tragos, fumaron y se pusieron al día con la charla, siempre pendiente porque todos eran adultos, estaban por casarse, mudarse o trabajar más horas para ahorrar algo. Sus novias se preguntaban por qué un chico como Martín seguía solo, por qué no encontraba una chica, si era “tan simpático, tan bueno, y de aspecto no está nada mal”, comentaban. “Yo tengo una amiga para presentarle, arreglemos un día y vamos a comer los cuatro, ¿dale?”, le decían por lo bajo al novio.
Cuando terminaron de comer, la música se puso cada vez más fuerte. “I don´t wanna hear, I don’t wanna know, please don’t said I’m sorry”, empezó a sonar el último hit de Madonna en la pista, y todos quisieron salir a bailar. A Martín le encantaba esa canción, era una de sus favoritas, pero no se animaba a abandonar la mesa y dejar sola a su hermana, que para su sorpresa se le acercó y le dijo al oído: “¿Me conseguís un cigarrillo?”. Martín quiso decirle: pero vos estás loca, cómo se te ocurre ponerte a fumar si tenés cáncer, estás en el medio de una quimio re jodida y hace años que no pisás un boliche, pero la vio tan cerca de la normalidad, de ser una chica común que se confunde entre todas esas jóvenes que viven la vida sin más preocupaciones que comprarse un jean, empezar la dieta o cambiar de novio… La vio así, casi feliz, y se apuró a conseguirle un cigarrillo, darle fuego y pedirle que lo acompañase a la pista. Ella accedió, pero se quedó en un costado mientras todos bailaban, observando aquel ambiente con nostalgia, como si su cabeza se llenara de buenos recuerdos, de esos tiempos en los que tenía todo para estar contenta y ni se daba cuenta. Esos fines de semana en los que se escapaba con alguna amiga, generalmente alguna chica tan poco popular como ella, y sin el permiso de sus padres, mintiéndoles, se internaba en algún antro de mala muerte, lleno de tipos que la miraban con ganas, le invitaban algún trago, le decían que era una diosa, la hacían sentir una mujer deseada cuando apenas tenía dieciséis o diecisiete años. Le dio miedo pensar que todo eso había quedado en el pasado, que esa libertad, esa esperanza de creer que lo mejor estaba por venir, había sido enterrada para siempre por su propio destino.
Los amigos de Martín, borrachos, se movían al ritmo de la música electrónica, besaban a sus novias, se empujaban entre ellos, rodeaban al homenajeado, le daban palmadas en la espalda, le hacían demostraciones de cariño. En los cumpleaños anteriores de Martín, o en las fiestas de otros amigos, ese ritual era un momento de éxtasis único, la exaltación de la felicidad, el momento en que los mejores amigos daban todo para celebrar al cumpleañero, lo hacían sentir que esa era su noche y nada podía opacarla. Pero esa noche Martín no podía ser feliz, no se relajaba. La presencia de Candela ahí, tan cerca, le recordaba a cada instante que él no tenía permitido estar contento. Por eso se había quedado tan sorprendido cuando su hermana le pidió ir, y más cuando finalmente cumplió, se subió con él al auto y se sentó en la mesa con sus mejores amigos. Y por eso le molestó haberle dicho que sí, porque sabía que con ella ahí sería imposible olvidarla, borrarla de su cabeza aunque sea por unas horas para tener un momento de felicidad, por más corto que fuera. El recuerdo de Candela le impedía disfrutar, y su presencia hacía imposible olvidar ese recuerdo.

lunes, 11 de abril de 2011

16 y 17

16

Con la llegada de su segundo hijo, Miguel dejó de ser un joven problemático para convertirse en un hombre adulto, serio, cargado de responsabilidades que por fin se había dispuesto a asumir. Tanto él como María, su mujer, tenían trabajos bien pagos, una casa en las afueras de la ciudad, un perro, algunos buenos amigos con los que se juntaban cada fin de semana y un auto nuevo estacionado en el garage. En la familia nadie podía creer que Miguel hubiera sentado cabeza de una vez por todas.
Atrás habían quedado sus épocas de adolescente conflictivo que se las daba de matón y volvía a casa con el rostro desfigurado en esas noches alocadas, de autos chocados y robos a parientes, de un fallido intento de suicidio, de las clínicas psiquiátricas y la amenaza latente de que nunca volvería a ser el de antes, o que nunca podría recuperarse, ser una persona normal. Después de todo eso, nadie daba un peso por Miguel.
Pero él salió de la nebulosa, se encaminó, encontró su lugar en el mundo y, aunque todos temían que en cualquier momento volviese con sus ataques de locura, que tuviera otro brote, nada de eso ocurrió.
Inés, su madre, fue la única persona que mantuvo un amor incondicional durante los momentos más críticos de Miguel. Aunque él le robara, le mintiera, la maltratase, aunque él le dijera que la odiaba y que se iba a matar por su culpa, con un cuchillo en la mano o sentado al borde de la ventana, ella siempre sabía perdonarlo y siempre estaba ahí para mejorar su vida. Cuando la novia de Miguel quedó embarazada por primera vez, fue Inés quien se ocupó de conseguirles a él y a su futura familia un departamento, a una cuadra del de ella, y de amoblarlo, equiparlo y dejarlo listo para que empezaran una nueva vida. Después, al nacer la primera hija de Miguel, Inés se encargó de criarla durante los primeros tres años, porque María trabajaba todo el día. Entonces Inés volvió a cambiar pañales, a soportar llantos, a visitar pediatras, aunque ella ya había pasado por todo eso de la peor manera y su reloj biológico le indicara que era tiempo de disfrutar un poco de la vida.
Después Miguel se recuperó y ya no necesitó más a su madre. Inés pudo respirar, aunque la calma volvió a perderse a los pocos meses, cuando llegó el turno de Candela.
La reacción de Miguel ante la enfermedad de su hermana melliza fue sorprendente para Inés:
–Yo no quiero saber nada del tema –le dijo a su madre–. Yo estoy tratando de borrar el asunto de mi cabeza porque si me hago cargo de esto, me voy a volver loco.
–¿Hacerte cargo de qué? –le preguntó Inés, sin poder creer lo que estaba escuchando.
–De las pelotudeces de Candela, de engancharse con ese imbécil, tener una hija… No sé, cagadas, una cagada tras otra se manda.
–¿Te parece que tener cáncer es mandarse una cagada?
–No sé, mamá, qué se yo… Yo no te digo que no me de pena, sí, me da cosa verla así, pero por eso, me hace tan mal que prefiero no verla.
–No puedo creer lo que estás diciendo…
–Está bien, pensá que soy un hijo de puta, pensá lo que quieras, pero entendé que yo ahora tengo a mi familia, tengo dos chicos, está María… Tengo que sacar mi casa adelante, mamá, y si pienso en Candela no voy a poder.
Inés adoptó una pose altiva, distante, como si no le importara lo que le estaban diciendo, como haciendo notar que en cualquier caso no necesitaría la ayuda de su hijo.
–Perfecto, hacé tu vida, si eso te parece lo correcto. Total, con tu padre al lado tantos años yo ya me acostumbré a estar sola.
Miguel siguió tratando de justificarse:
–Yo estuve a punto de morirme, yo ya pasé por un montón de cosas que me dejaron hecho mierda… Por eso ahora tengo que olvidarme de esto, hacer de cuenta que no pasa nada, hacer mi vida.
–Esas son las ideas que te habrá metido María en la cabeza. En mi familia siempre nos ayudamos entre todos, eso de borrarse cuando el otro tiene un problema es algo que me resulta ajeno, debe ser por mi educación, no sé… Pero claro, cuando viene alguien de afuera con otras ideas es lógico que al estar juntos se contagien la forma de pensar, es obvio, qué voy a pretender…
–Bueno, si vas a empezar con la boludez…
–No, dejá, no te preocupes, que ya me callo. Pero me parece insólito que después de todo lo que pasamos con vos, de todo lo que sufrimos y te ayudamos en la familia, ahora que tu hermana tiene cáncer nos vengas con esta reacción.
–Lo siento mamá, tampoco exageres las cosas, lo único que te quería decir era eso, que yo ahora me voy a hacer cargo de mi familia, o sea, de mi mujer de y mis hijos. Más que eso no puedo, no me da.

17

Atrapada, sin salida. Así se sentía Inés desde hacía mucho tiempo, desde que quedó embarazada por primera vez y ya no pudo decidir nada sin pensar en el resto de la gente. Pero desde la enfermedad de Candela, la sensación de estar entre rejas se le hizo cada vez más profunda. Ya estaba harta de Alberto. Lo quería, tal vez incluso seguía enamorada de él, aunque si le daban a elegir entre mantener una relación así, estancada en la nada, y volver a empezar, sola o con alguien más, en ese momento no dudaba en que elegiría la segunda opción. Falta de elecciones, de eso se trataba su vida. Quería cambiar algo, salirse de esa rutina agobiante, probar otro camino para no sentir que la vida se le iba delante de sus ojos, se le escapaba sin que ella pudiera subirse a ningún tren. Antes su problema era no saber qué hacer para modificar esa situación, porque el divorcio no era una opción ni siquiera discutible con su propia conciencia. Pero cuando estuvo decidida a romper con todo, cuando asumió que Alberto jamás sería el hombre que ella necesitaba y que ya no lo quería en su casa, en su cuarto, en su cama, en ese momento en que su cabeza hizo un clic, sus opciones, en vez de ampliarse, se cerraron aún más.
“Vos no te podés separar, mamá, porque a mí eso me afectaría mucho, y yo ahora tengo que estar bien para curarme”, le dijo Candela, borrando de un plumazo sus sueños de libertad. Inés, más allá de sus ambiciones personales, ansiaba que su hija dejara atrás ese calvario que había llegado con el cáncer. En realidad, lo que más quería era que Candela se curase, que fuera feliz de una vez por todas, incluso si eso significaba que ella misma tuviera que morir llena de frustraciones. Entonces decidió mantenerse inmóvil, no hablar más del tema, hacer de cuenta que todo estaba en orden e interpretar el papel de mujer madura y feliz con su matrimonio estable.
El problema era que ese rol no le salía bien. Aunque sosegado por el tiempo y las circunstancias de la vida, su espíritu se mantenía rebelde, con ganas de moverse, de decir lo que pensaba, de reclamar atención a un marido que no estaba interesado en escucharla, en acompañarla en sus movimientos o en planear cosas en conjunto. A Alberto lo único que le interesaba era el rugby. Parecía obsesionado con ese deporte. El paso del tiempo, en vez de acercarlo más a su familia, de hacerlo un hombre hogareño con ganas de envejecer junto a los suyos, acentuaba sus ganas de escapar de la realidad siguiendo el trayecto de una pelota ovalada. E Inés ya estaba harta de eso. Veía cómo sus amigas salían con los maridos, iban al cine, al teatro, otras veces a comer afuera o simplemente alquilaban un DVD para quedarse en casa viendo alguna película. Este panorama no existía en su vida. Durante la semana, Alberto se iba todos los días alrededor de las cinco de la tarde al bar del club para reunirse con los amigos y después ver juntos algún entrenamiento, o ponerse él mismo a entrenar un equipo de las divisiones inferiores (porque a pesar de que estaba todo el día metido en el club, nunca había logrado que le asignasen un equipo del plantel superior). Los sábados desaparecía temprano, alrededor de las doce, porque jugaba la primera división y eso para él era sagrado, incluso más importante que acompañar a su mujer en las horas posteriores a un parto (Inés nunca olvidaría el día en que nacieron los mellizos, cuando Alberto le preguntó si estaba todo bien para luego darle un beso en la mejilla y decirle que bueno, que como ya no había peligro se podía quedar con su mamá, así él se tomaba un par de horitas para ir a ver a la primera del rugby). El domingo, día en que todos estaban en casa, cuando la tradición suponía almorzar en familia para hablar de las actividades, los problemas o los deseos de cada uno, Alberto comía un sándwich temprano, o a veces salía sin comer, y se apuraba en subirse al auto para no llegar tarde al partido del equipo de divisiones inferiores que él entrenaba. Gratis, claro. A cambio de nada.
Antes de pensar en el divorcio, Inés no sabía cómo reaccionar. Se preguntaba si sería normal que con los años un matrimonio no tuviera ningún tipo de comunicación más allá de la imprescindible para convivir, si estaba bien que cada uno hiciera su vida sin pensar en el otro, sin compartir una mínima charla, una salida. Tal vez es así, trataba de convencerse, tal vez lo mejor sea que lo deje hacer su vida y que yo haga la mía, y que a la noche nos acostemos en la misma cama aunque ninguno de los dos tenga ganas de estar con el otro. Pero esa idea no la convencía, no la dejaba lo suficientemente tranquila como para hacer de cuenta que nada pasaba. Entonces surgió la idea de separarse, de pedirle a Alberto que se fuera de su casa y la ilusión de encontrar a un hombre que la entendiera. Le costó mucho tiempo procesar la decisión, muchas horas de análisis para convencerse de que ella se merecía algo mejor, de que todavía podía sorprenderse, esperar algo bueno de la vida, en vez de verla pasar como en una pantalla de televisión. Pero cuando estuvo segura de lo que quería, dispuesta a dar el gran salto, apareció en su camino la piedra más grande que nunca hubiera visto, un obstáculo que se le hizo imposible esquivar. Su hija se estaba muriendo y, como si fuera una niña de cinco años ajena a las desilusiones del destino, le rogaba: “No lo dejes a papá, por favor, no lo dejes. Hacelo por mí”.

miércoles, 6 de abril de 2011

15

–¿Sabés hace cuánto que tu madre y yo no tenemos relaciones sexuales?
Martín sintió repugnancia. No podía creer que su padre le estuviera hablando de esas cosas tan íntimas. Con cada palabra, cada queja o lamento que volvía a escuchar de su padre, lo odiaba un poco más.
–¡Papá, no me hables de esas cosas, por favor!
–No, hijo, pero entendeme, yo ya estoy harto, estoy cansado de esta situación –siguió Alberto–. Yo todavía me considero un hombre sano, fuerte, y tengo mis necesidades, ¿me entendés?, pero con tu madre… con tu madre no tenemos ningún tipo de comunicación.
–¡Y a mí qué me importa! Si no quieren estar juntos, si ya ni se hablan, perfecto, cada uno por su lado, pero no nos metan a nosotros en el medio, porque ya me tienen podrido con sus peleítas, toda la vida fue igual, mamá nos quema la cabeza hablándonos pestes de vos, y vos últimamente a cada rato te descargas conmigo. ¿Por qué no solucionan sus problemas entre ustedes?
–Bueno, estamos charlando, si no querés que hablemos me lo decís y listo, perfecto, a otra cosa mariposa.
Lo último que Martín quería en la vida era charlar con su padre. Si estaba sentado en ese horrible bar lleno de tabaco y café negro, era porque Candela le había pedido que tratase de ayudar a su padre. Lo veo muy deprimido, tengo miedo de que haga una locura, le dijo. ¿Por qué no le hablás, a ver qué le pasa?, le rogó.
Como se trataba de su hermana enferma, Martín hacía cualquier cosa con tal de verla mejor. Incluso sentarse a hablar con su padre, escucharlo monologar acerca de sus frustraciones, de la durísima vida que le había tocado en suerte y de los deseos de libertad que no se resignaba a perder.
–Yo, en cuanto pueda, me voy –dijo, terminante.
–¡No digas boludeces, papá! ¿A dónde te vas a ir? –preguntó Martín, incrédulo, cansado de escuchar siempre las mismas amenazas.
–En serio te digo, yo me voy. Ahora estoy con el tema de Candela dándome vueltas en la cabeza, pero después de esta segunda operación, si todo sale bien como creemos, yo me marcho a Salta.
–¿A Salta?
–Sí, a Salta. Después de todo, es mi tierra, ¿no? Ya hablé con mi amigo, el Negro Sosa, algún trabajo dijo que me iba a conseguir.
Martín se quedó en silencio. No salía de su asombro, ya estaba harto de que su familia no encontrara un poco de paz. Alberto siguió parloteando.
–Yo necesito escapar de tu madre. Ella para mí es una tortura, todo el día pa pa pa, hacé esto, no hagas lo otro, por qué te fuiste a ver el rugby, por qué no me llevás al cine… ¿Qué mierda le pasa a tu madre? Si quería un pelotudo con plata que la saque a pasear todos los días, no entiendo para qué carajo se casó conmigo. A mí me gusta el rugby, es mi pasión, y las pasiones se viven, no se explican, no tienen explicación racional, ¿me entendés? Yo nunca voy a dejar de ir a ver los partidos, jamás, prefiero morirme antes que no vivir el rugby, porque es mi pasión, hijo, y ya bastante tu madre me cagó la vida como para seguir con lo mismo, ahora que tenemos cincuenta y pico de años. Pero ¿qué pretende esta mujer?
Martín lo miraba callado, no tenía ganas de decir nada, sabía que cualquier argumento que tratara de exponer sería aplastado con más gritos y monólogos. Alberto siguió:
–¿Me querés decir qué pretende? ¿Que vaya como un idiota un sábado a la tarde a ver una película de mierda a un shopping lleno de grasas nuevo ricos y después salgamos a tomar un helado o a comprar alguna pelotudez? No se da cuenta tu madre que ya no doy más, que no tengo un peso gracias a que el hijo de puta de su hermano me dejó en la calle, y ella quiere seguir viviendo como la princesa Máxima de Holanda. Porque claro, además de querer estar todo el día de joda, paseando y gastando, cuando estamos en casa no hace un carajo, nada, ni mueve un dedo, no lava un plato, no plancha, y ni hablemos de meterse a la cocina. Si no fuera por mí, comeríamos mierda, nos taparía la mugre ahora que casi no podemos tener mucama.
–Bueno, ella está acostumbrada a eso, a tener varias mucamas, si hasta tenía mayordomo de chica –intervino Martín, tratando de defender a su madre.
–Sí hijo, todo lo que vos quieras, pero la realidad es que ahora no tenemos un cobre, y eso ella no lo entiende, no le entra en la cabeza.
–Bueno, en vez de hablar tanto, vos podrías hacer algo, por empezar, buscarte un trabajo…
–¿Por qué saltás con la ofensa? Mirá, ya tu madre y su familia me han denigrado bastante como para que vos también te pongas en ese plan. Me dejaron en la calle, el hijo de puta de tu tío me dejó en la calle después de veinte años de servirle como un esclavo…
–Pero papá…
–Dejame terminar –dijo, levantando el dedo índice, alzando la voz–. Ernesto es Lucifer, no tiene perdón, y lo peor es que todos ustedes lo siguen recibiendo en casa como si nada.
–No te olvides de todo lo que nos dio…
–No me sigas ofendiendo, hijo, que ya bastantes golpes he recibido en esta vida. Pero bueno, como ya sé que soy una molestia para todos, nadie va a tener problemas en que me vaya. Lo único que me voy a llevar va a ser el auto, para tener algo, para no irme con las manos vacías, pero el departamento no lo pienso reclamar, aunque legalmente me corresponde la mitad de todo lo que tenga tu madre, a mí me quedan principios y no le voy a reclamar nada. Si quiere, que lo venda, que se compre dos más chicos y viva de sus rentas, no sé, o que vuelva a trabajar, que haga algo de su vida.
–Ok, papá, si te querés ir, yo no me opongo, pero sabés que primero hay que ver qué pasa con Candela, ¿no te parece?
–Sí, hijo, desde ya, por eso te dije al principio que hasta que no se resuelva ese tema, hasta que Candela no se recupere y terminemos con esta pesadilla, yo no voy a mover un dedo. Pero después, después voy a hacer mi vida, porque ya me toca, hijo, ya me toca.

martes, 5 de abril de 2011

13 y 14

13

–¿Es la primera vez que hacés un tratamiento de este tipo? –preguntó el psiquiatra
–Sí, nunca fui a un psicólogo ni a un psiquiatra –dijo Martín-. Nunca hice ninguna terapia.
–Bien, ¿y por qué decidiste venir a verme? ¿Qué te anda pasando?
–Nada, a veces no puedo dormir, entonces tomo cualquier pastilla, y mamá me dijo que me podía hacer mal, entonces me pidió un turno con usted. ¿Hay algún problema en que usted sea el psiquiatra de ella y el mío también?
–No, si lo tuyo es algo puntual no va a haber problemas… ¿Y por qué no podés dormir?
–Por lo de mi hermana, usted sabe…
–Sí, claro.
–Bueno, a veces, a la noche, cuando apago el televisor y me voy a dormir, me acuerdo de todo eso y me angustio demasiado, se me corta el aire, entonces tomo cualquier pastilla para dormirme y no pensar.
–¿Qué clase de pastillas?
–Rivotril, Lorazepán, Xanax, Valium, Alplax… lo que tenga más a mano.
–¿Y de dónde las sacás?
–Me las da mamá, de lo que le van recetando a ella.
–Eso es un peligro.
–Sí, yo sé, por eso vine, porque prefiero que usted me recete algo antes que tomar cualquier cosa.
–¿Y eso te pasa todas las noches? ¿Nunca podés dormir?
–No, a veces… más que nada en los momentos más complicados, por ejemplo, los días después de una operación, cuando mi hermana está destruida, o si viene de la quimio y la veo que se siente muy mal… eso es lo que más me angustia, verla mal a ella. Ahora que de aspecto la veo bien, que ya se recuperó de la última cirugía, es como que me olvido un poco del tema, y duermo bien.
–Ahora estás durmiendo bien…
–Sí, normal.
-Ajá, y decime, ¿vos qué pensás que va a pasar con tu hermana?
–Y… creo que lo más probable es que viva unos tres, cuatro años más. Por lo que vi en Internet o en la televisión… en Internet más que nada, por lo que vi esto no se cura.
–Y no, sería casi un milagro, pero no hay que perder las esperanzas. ¿Vos cómo te llevás con ella?
–Muy bien, creo que la ayudo mucho.
–¿En qué la ayudás?
–Con atenciones, regalos, viendo qué necesita… la acompaño.
–Entiendo.
–Pero volviendo a lo de Candela, mi hermana, yo creo que estaría dispuesto a aceptar su muerte, digo, obviamente es algo que me causaría muchísimo dolor, pero si pasa, pasa, no queda otra, tendré que soportarlo. Pero lo que más miedo me da es la reacción de mi familia, cómo explicarle… las consecuencias de eso ¿entiende? Si se muere Candy, mi mamá va a estar todo el día llorando por los rincones, re deprimida todo el tiempo…
–Y vos vas a tener que sostener todo eso…
–Y sí, no sé cómo voy a hacer, me da mucha pena por ellos, por mi mamá, mi abuela, por Clarita, la hijita, que se va a quedar sin mamá… Porque además yo soy el padrino de la chiquita…
–¿Y tu padre no te da pena?
–Sí, qué se yo, no, me da igual.
–Bueno, eso es un tema aparte, entonces me decías que te daría miedo hacerte cargo de la nena, ¿y por qué te hacés cargo de eso?
–No sé, soy el padrino.
–¿Pero eso es algo que elegiste vos?
–Obvio que no, me lo ofreció Candy.
–¿Y por qué aceptaste?
–Qué se yo, me daba igual, cómo le iba a decir que no… Además, nunca pensé que pasaría esto, que al final terminaría siendo tanta responsabilidad. Lo que me molesta es de repente tener tantas responsabilidades y problemas cuando en realidad yo no busqué nada de esto. Yo no tuve hijos, y no creo que quiera tenerlos, y tampoco me parece justo que siempre me tenga que hacer cargo de los problemas de mis padres. Yo quiero tener una vida normal, porque me esforcé mucho para estudiar, tener un buen trabajo, independencia, creo que hice las cosas más o menos bien, y ahora en vez de estar preocupándome por la ropa que uso, el gimnasio al que voy o a qué bar salir el fin de semana, como hacen la mayoría de mis amigos, yo, en vez de eso, estoy con toda esta carga que encima me vino de rebote.
–¿No te parece que los roles están un poquito cambiados, que tus padres se comportan como tus hijos? Te advierto que eso es muy peligroso…
–Sí, yo sé, me parece que no me tendría que estar haciendo cargo de sus problemas, por ejemplo mi mamá me llama mil veces por día, todos los días, por cualquier pavada, para pedirme cualquier cosa, y yo siempre tengo que estar ahí para ella. Y mi papá es un desastre, últimamente no hace nada, desde que mi tío lo echó de su estudio casi no trabaja y siempre tiene que venir alguien de afuera a apagar los incendios. Antes eran mi abuela o mi tío Ernesto, pero ahora parece que me toca a mí, y yo no quiero asumir ese rol, no quiero terminar viviendo para ellos.
–Obviamente, vos tenés que hacer tu vida, Martín, eso es muy, muy importante. Lo mejor sería que te mudaras, si es posible no muy cerca de ellos, y que los dejes que hagan su vida, que afronten sus problemas, porque no sirve de nada que estés todo el día poniéndole el hombro a tu mamá para que llore, no es algo funcional, ¿me explico? Algo funcional sería que a vos el día de mañana te vaya tan bien que puedas ayudar económicamente a tu madre o a la chiquita, que seguramente terminará viviendo con tu madre, porque eso es algo concreto. Nos guste o no, la plata siempre se necesita, y si vos te quedás llorando con tu mamá, disponible siempre para todo, no vas a volar, no te vas a desarrollar, vas a quedarte estancado y eso, te repito, es muy peligroso, muy jorobado, en serio. Lo más sano es que vos te vayas de tu casa y vivas tu vida, chau, y los demás que se arreglen como puedan, con un poco de ayuda tuya, siempre que puedas, eso me parece bien, pero no sirve que vos vivas para ellos, eso no, ¿estamos?
–Sí, perfecto, haré lo posible.
–Yo te recomiendo que vengas a algunas sesiones más, si te parece.
–Sí, no hay problema.
–Entonces la semana que viene, ¿misma hora, mismo lugar?
–Perfecto.

14

La primera visita al oncólogo luego de la segunda operación no dejaría lugar a más especulaciones. En esa consulta, Candela e Inés esperaban que el médico les dijera concretamente cuáles eran los pasos a seguir. Las dos estaban ilusionadas con la posibilidad de un tratamiento más leve que el anterior, tal vez con algunos medicamentos combinados con inyecciones en lugar de la quimioterapia tradicional, administrada a través del catéter en un deprimente centro de oncología.
A las tres de la tarde, madre e hija salieron para el consultorio del doctor Díaz Cantón, uno de los oncólogos más prestigiosos de la ciudad, recomendado a Ernesto por varios de sus amigos.
El consultorio funcionaba en un elegante piso de la avenida Libertador, a la altura de Palermo Chico. Era un departamento blanco, aséptico, con pisos de madera lustrada, paredes despojadas de cuadros, varios sofás de cuero color marfil y un inmenso ventanal sin cortinas que dejaba al descubierto el barrio más elegante de la ciudad. La sensación de pulcritud y distinción que dominaba aquel ambiente era como un bálsamo para Inés. Ante sus ojos, Candela tenía más posibilidades de curarse asistiendo a ese lugar que atendiéndose en un hospital público.
El doctor Díaz Cantón era frío y distante. Cuando vio que Candela cargaba en sus brazos una beba regordeta, algo gritona, con la nariz llena de mocos y las manos pegajosas por los caramelos que no paraba de engullir, puso un gesto adusto.
–Adelante –alcanzó a decir, haciendo un ademán con la mano derecha hacia las sillas ubicadas frente a su escritorio.
–Buenas tardes, doctor, ¿qué tal? –lo saludó Inés.
–Bien, gracias –respondió, seco–. ¿Trajo la tomografía?
–Sí, doctor, acá está –respondió Inés, sacando de su cartera un sobre blanco.
Candela permanecía callada, muerta de miedo, haciendo lo imposible para mantener tranquila a su pequeña hija. El oncólogo se quedó observando los estudios durante varios minutos, llenos de un incómodo silencio que solo se veía interrumpido por los chillidos de Clara. Inés comenzó a impacientarse.
–¿Y, doctor? –se atrevió a decir.
–Bueno, como ya se habrán imaginado, vamos a tener que iniciar un nuevo tratamiento. Tenemos que probar nuevas drogas, porque como se ve aquí las anteriores no funcionaron. Seguimos teniendo células malignas en los alrededores de la zona afectada…
–¿Del mismo estadio? –interrumpió Inés.
–Sí, eso no cambia, seguimos en un estadio cuatro.
Inés sintió una puntada en el corazón, aunque simuló estar bajo control para terminar de escuchar el diagnóstico.
–El primer paso a seguir –continuó el médico– es una nueva quimioterapia, esta vez más agresiva que la anterior, que será suministrada cada veintiún días durante cuatro meses.
–¿Se me va a caer el pelo? –habló Candela, rompiendo su silencio.
–Sí, el pelo se va a caer por completo, en todas las zonas del cuerpo, y las náuseas y el debilitamiento pueden ser más pronunciados que en el tratamiento anterior.
Las puntadas en el corazón de Inés comenzaron a multiplicarse. Ahora también le faltaba el aire. Pero siguió disimulando, fingiendo estar bien solo por su hija.
–¿Y si no me la hago? –volvió a preguntar Candela.
–No entiendo –contestó el médico.
–Digo, si no me hago nada, si dejo todo así como está y no voy a la quimioterapia.
El médico no se mostró sorprendido. Parecía acostumbrado a este tipo de reacciones en sus pacientes, sobre todo en las mujeres a las que les informaba que iban a perder el pelo.
–Bueno, eso depende del paciente, pero debes saber que en ese caso te estás perdiendo una oportunidad.
–¿Una oportunidad? –dijo Inés, sin pensar.
–Creo que estoy siendo claro. Todavía nos queda una posibilidad, un cincuenta por ciento, y si ustedes quieren dejarla pasar, nadie puede oponerse. ¿Alguna otra pregunta?
Inés y Candela no se atrevieron a seguir interpelando a ese hombre de guardapolvo blanco y cara de pocos amigos. Saludaron en voz baja y se retiraron del consultorio. Las dos permanecieron mudas, con la mirada perdida, en estado de shock, durante los minutos que el ascensor se demoró en llegar a la planta baja. Ya en la puerta del edificio, en plena avenida Libertador, Candela derramó sus primeras lágrimas. Hasta ese momento, Inés había depositado todas sus energías en contenerse, en hacer de cuenta que todo estaba bien, igual que siempre. Pero los ojos húmedos de su hija fueron suficientes para hacerla explotar. El llanto antes contenido fue ahora más fuerte, provocando esta vez el descargo de Candela, que también había estado soportando las ganas de desahogarse. Entonces madre e hija lloraron abrazadas, sintiendo el dolor de la derrota, el terror a la muerte que se anunciaba con más fuerza. A los pocos segundos, Clara comenzó a gritar desconsoladamente, como si entendiera todo, y el llanto de esa niña, tan primario, tan inocente, bastó para que Candela hiciera lo imposible por secar sus lágrimas y fingir que todo estaba bien. Inés también sintió la urgencia de recomponerse, la responsabilidad de estar entera para que el resto no se desmoronase. Así, las tres se fueron calmando de a poco, y luego Clara hizo otra de sus monerías, logrando robarle una sonrisa a su madre y a su abuela.

viernes, 1 de abril de 2011

11 y 12

11

Dios te salve María, llena eres de gracias, el señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.
Martín estaba cansado de repetir la misma oración una y otra vez. Durante su paso por el colegio de curas le habían enseñado a rezar el Ave María, y en ese momento, con solo 10 años de edad, ya le parecía absurdo tener que recitar o pensar de memoria, cuarenta veces y en forma idéntica, esas frases que nunca lograba comprender.
Con el tiempo se olvidó de los rezos. Se dio cuenta de que la vida funcionaba casi en forma matemática: si estudiaba para un examen le iría bien, si se esforzaba por trabajar mucho ganaría más dinero, y que si iba al gimnasio y se vestía a la moda la gente le prestaría más atención. Así de simple era la vida, por lo tanto, en su esquema no hacía falta rezar ni ir a misa los domingos. Esa autosuficiencia terrenal, esa forma de vida basada en las acciones y sus consecuencias, perdió sentido en Martín cuando se enteró de que su hermana se acercaba a la muerte. Para él eso ya no tenía sentido, porque Candela no fumaba, no tomaba alcohol, nunca había probado las drogas ni le había hecho mal a nadie. Es una chica buena, pensaba Martín, siempre sufrió mucho, tiene una hija de un año y medio y solo quiere vivir para cuidarla… ¿por qué el destino tiene que matarla? Como en este caso la fórmula matemática según la cual había decidido vivir no encajaba, como el sentido común ya no tenía sentido, no le quedó más remedio que recurrir a los rezos. Y así volvió al Ave María, oración que prefería al Padre Nuestro porque le parecía maternal, femenina, algo más acorde para alguien como Candela.
La noche previa a la segunda operación de su hermana decidió rezar un rosario completo, repetir cuarenta veces la misma oración con algunos Padre Nuestro intercalados entre decenas de Ave María.
Martín estaba tan desesperado por que alguien le dijera que todo iba a estar bien, que aquella pesadilla tenía los días contados, que empezó a rezar cada vez con más fuerza, levantado la voz, concentrándose y rogando a la Virgen María que le diera una señal, que se manifestara de alguna forma, que diera sentido a ese rezo compulsivo, acelerado, lleno de desesperación y esperanza. Dame una señal de que todo va a estar bien, por favor, una señal, yo te prometo que si Candy se cura voy a ser más bueno, voy a ayudar a los pobres, pongo un comedor, una fundación, lo que sea que vos me pidas si me hacés saber que todo va a estar bien, por favor, te lo ruego, dame una señal, una señal, pensaba Martín, mientras hilaba las palabras de su oración. Entonces vino la primera compulsión, que comenzaba como una puntada en la nuca y desaparecía en el instante. Martín siguió rezando, suplicando por una señal de alivio, y sintió más puntadas, algunos escalofríos que le bajaban desde la cabeza a los hombros. Una señal, por favor, una señal, aunque me dé miedo que te aparezcas, siguió suplicando, y sintió venir la compulsión más fuerte, una especie de energía que se le instaló en el cuello y le atravesó la espalda, provocando que se le arqueara por completo el cuerpo y se mantuviera así, con la mirada perdida y el pecho lleno de aire, por unos instantes que le parecieron eternos. Después vino la paz, el alivio, la ilusión de pensar que si bien esa reacción podía haber sido algo meramente físico, también podía tratarse de un efecto del más allá, esa señal que tanto le había pedido a la Virgen y que por fin había llegado. Esa noche pudo dormirse sin tomar pastillas. Se sintió tranquilo, protegido, como cuando era chico y lloraba y solo los brazos de su madre alcanzaban para consolarlo.

12

Todos en la peluquería del barrio se conmocionaron ante el pedido de Candela:
–Hola, vengo a cortarme el pelo, bien corto, porque me van a hacer quimioterapia y voy a quedar pelada… y no quiero que se me caiga todo entero… –trató de explicar, mientras su voz comenzaba a quebrarse.
La recepcionista no pudo evitar una expresión incómoda, típica de alguien que escucha algo que hubiera preferido no escuchar. Y dijo algo estúpido para llenar el silencio que la aturdía.
–Bueno, no hay problema, pero te tengo que decir que aunque te cortes el pelo después se te va a caer igual…
–Eso ya lo sabemos –intervino Martín, con la voz seca y firme–. Pero se tiene que cortar ahora para guardar el pelo para una peluca natural, con su propio pelo, ¿entendés?
–Ah, bueno, no hay problema, pasen, tomen asiento, que ahora Mauricio los atiende.
Era una tarde de sábado estupenda, con el cielo limpio, el sol intenso y ese clima tan característico del mes de abril. En el club tomaban el té Martín, Candela e Inés. Clara jugaba en el césped con otras niñas, todas mayores que ella. Habían pasado dos semanas de la segunda operación. Candela estaba al tanto de que el primer tratamiento no le había hecho efecto. Esos siete meses de quimioterapia en los que se sentía horrible cada día no sirvieron de nada. Al menos antes no se me había caído el pelo, pensaba ella, ahora voy a parecer un alien.
En una semana debía someterse a otro ciclo, más agresivo que el anterior, en el que perdería completamente el pelo y se sentiría aún peor que la primera vez. Ese día no dejaba de acariciar con sus manos huesudas la abundante melena que le cubría los hombros hasta llegar casi a la cintura. Estaba inquieta, más nerviosa que de costumbre.
–No aguanto más, tengo que ir ya a cortarme el pelo –sentenció.
–Dale, vamos –la animó Martín-. Yo te llevo a una buena peluquería y les decimos que te hagan el corte de Araceli González, la actriz, vas a ver que te va a quedar divino.
–Me va a quedar horrible.
–Pero qué decís, si tenés una cara preciosa, vas a estar bárbara –dijo Inés– ¿Pero tiene que ser ya?
–Sí, ya, no aguanto más, tengo que empezar a acostumbrarme, sino Clarita me va a ver pelada de un día para el otro y va a llorar como una loca. ¿No viste que siempre se cuelga de mi pelo antes de quedarse dormida? Anoche me tiraba de las mechas y yo… (hizo un gesto simulando que se clavaba un cuchillo en el corazón). Te juro que me morí.
–Bueno, dale, vamos a la pelu –intervino Martín, antes de que la cosa se pusiera todavía más dramática–. Mamá, cuidala a Clarita, please, volvemos en una horita, ¿si?
–Vayan, vayan –dijo Inés con la voz resignada.
–A ver, ¿qué querés que hagamos? –preguntó Mauricio, el estilista (así exigía que lo llamaran) de la peluquería M&E (la M por él, Mauricio, y la E por Eduardo, su socio).
–Necesito esto –dijo Martín, señalando la página de una revista de chismes en la que Araceli promocionaba su nueva línea de cosméticos.
Tuvo que intervenir porque Candela se había quedado muda.
–Ay, mi amor, todas quieren lo mismo, parecerse a Araceli. Lo que nadie entiende es que muy pocas tienen su cara y su pelo, ¿vistes?
–Bueno, hacé lo que puedas, lo más parecido posible, ¿ok? –le ordenó Martín, a punto de perder la paciencia.
Candela permanecía sentada en el sillón de la peluquería, frente a un espejo gigante, cubierta por un delantal rosado, viejo. Cada segundo repetía el gesto de llevarse las manos a la cabeza para luego cubrirse la cara, refregarse los ojos y volver a mirarse fijamente al espejo. Martín notó que estaba conteniendo el llanto.
–Ok, haré lo que pueda, pero esta chica tiene el pelo demasiado ondulado, y como yo soy muy profesional, debo advertirles que es imposible que quede como Araceli. Pero si quieren que corte, cortaremos…
Martín sintió ganas de agarrarlo del cuello y decirle: mirá, puto de mierda, mejor cortá y callate, porque sino te re cago a trompadas ahora mismo. Sin embargo, no se animó a hacer una escena y trató de concentrarse en evitar que su hermana empezara a llorar, porque al verla se dio cuenta de que ese momento era inminente.
–Te va a quedar bárbaro, mucho más cómodo –la animó Martín, y siguió llenando el vacío con palabras alentadoras que ni él mismo creía.
Cuando vio que Candela no lo escuchaba, que lo único que hacía era agarrase la cabeza y cubrirse la cara con las manos tratando de no estallar en lágrimas, le pidió a la Virgen (después del episodio de la señal, en cada momento crítico recurría a esa abstracción con forma de madre sanadora) que hiciera algo para detener el llanto. Porque además de la angustia de su hermana, le preocupaba la reacción de todas las señoras que estaban tratando de embellecer sus cabelleras y de los empleados encargados de tan engorrosa tarea, que no dejaban de mirar la escena que prestaba, como dijo una vieja con la cabeza metida en el secador, “esa pobre chica, tan joven, con toda una vida por delante”.
–No te preocupes, que crece rapidísimo –dijo enseguida una mujer de unos cuarenta años, que sometía su melena rubia a un secador de aire caliente.
Candela giró la mirada a la derecha y por fin salió de su ostracismo.
–¿En serio? –preguntó.
–Sí, fijate, a mí me hicieron la quimio hace seis meses y mirá el pelo espectacular que tengo ahora.
Martín cerró los ojos y agradeció a la madre de Cristo.
–A mí me da terror verme pelada –se sinceró Candela.
–Pero pensá que es para bien, que te quedás pelada para curarte y olvidarte del tema. Lo mío era terrible, nadie daba un peso por salvarme, pero me hice dos quimios y acá me tenés, regia. Además, ahora hay unas pelucas buenísimas…
–Con tu propio pelo –intervino Martín, como si estuviera anunciando una marca de champú.
–Claro, son divinas, nadie se da cuenta –siguió la mujer–. Sabés que a mí me pasó algo muy gracioso, como no tenía un peso en ese momento me compré una peluca pelirroja re berreta, porque además nadie me había comentado lo del pelo natural, y resulta que un día abro el horno re caliente para meter un pollo, ¡y se me quemó la peluca! ¡No sabés qué horror, me quería morir, se me achicharró toda y la tuve que tirar!
Candela por fin soltó una sonrisa. Martín volvió a agradecer la presencia de esa loca encantadora en el asiento contiguo al de su hermana.
Las dos se quedaron hablando mientras Mauricio separaba los mechones con unos sujetadores de plástico para cortar el pelo de manera más ordenada y poder guardarlo en caso de querer intentar hacer una peluca natural, cosa que a Martín le parecía absurda. ¿Qué diferencia hay? ¿Por qué no se pone un gorro y listo?, pensaba.
Cuando el peluquero cortó todos los mechones, Martín se quedó espantado. Su hermana parecía una adolescente escuálida con un mal corte de pelo: la piel blanca, las ojeras verdosas, el rostro cadavérico, todo se acentuó de manera dramática.
–¿No le podés dar un poquito de forma? –le pidió a Mauricio.
–Obvio, ¿qué te pensás, que la voy a dejar así? Primero separo los mechones, corto la melena, dejo la cabeza en crudo y después empiezo con el corte en serio. No te preocupes, divina, que ahora viene el estilismo –le dijo a Candela, con sus manos sobre los hombros de ella.
Entonces empezó a esculpir los pelos con diferentes tijeras, navajas, sprays, geles, siempre con la mirada concentrada y los brazos revoloteando como las alas de una mariposa.
Finalmente logró un peinado moderno: la nuca rebajada, los pelos de atrás parados con gel, una raya al costado y la frente cubierta por un flequillo irregular, cortado en diagonal de izquierda a derecha.
Candela volvió a sonreír al ver el resultado final. Se sentía una chica moderna, más joven, como si se hubiera sacado diez años de encima. ¡Estás divina, parecés otra!, le decían todos.
Martín se acercó al mostrador, pagó el corte, el lavado, la propina y pidió un frasco del mismo gel que había usado Mauricio. Es importado, te sale cien pesos, dijo la cajera. No importa, dame el mismo, así se lo pone todos los días y queda igual que hoy, dijo Martín, y se apuró a entregar los billetes antes de que Candela se diera cuenta de todo lo que había gastado.
Antes de volver al club, Martín convenció a Candela para darse una sesión de Sol Pleno, un sistema de bronceado en aerosol capaz de convertir en pocos segundos la piel más lechosa a un tono caribeño artificial.
–Así mamá no te ve tan blanca –le explicó.
Con el bronceado perfecto y el pelo lleno de gel, Candela parecía una chica de veinte años, lista para ir a una disco. Llegó al club contenta, con ganas de exhibirse, e Inés sintió alivio al ver que su hija parecía feliz, al menos por un rato.
Martín volvió solo al departamento, vencido por la presión de que todo saliera bien, aunque conforme con su misión cumplida. Entró a su cuarto con la bolsa llena de pelo que Candela le pidió expresamente que guardara y cuidara hasta ver qué harían con ella. Cuando envolvió la bolsa en un nylon para evitar el polvo y la guardó en uno de los cajones de su placard, se sintió como las viudas que guardan por años las cenizas de sus maridos. No pudo evitar pensar en lo que haría con ese pelo si Candela se iba de su vida.