lunes, 25 de abril de 2011

21 y 22

21

“¡Mamá, mamá!”, gritaba Clara desde el piso. Con poco más de un año y medio de vida, había aprendido a decir mamá, pero no sabía lo que significaba papá. Tampoco necesitaba aprender esa palabra. ¿Para qué la iba a usar, si su padre no sabía que existía ni probablemente lo sabría nunca?
Candela apenas tenía fuerzas para contestarle “qué pasa, hija”, pero no podía hablarle más que eso, y menos levantarse de la cama para atender sus reclamos. El día anterior había ido a la segunda sesión de quimioterapia del nuevo ciclo, ese que tanto temió desde que le dijeron que el primero, de siete meses, resultó un fracaso. Aunque le advirtieron que las nuevas drogas iban a ser más fuertes que las anteriores, que era muy probable que perdiera el pelo y le bajasen las defensas, no imaginó que fuera a sentirse tan mal.
Clara lloraba desde el piso, hacía ruido, desparramaba sus juguetes. A cada instante estaba a punto de tirar una lámpara, romper un florero. Lo que más le molestaba a Candela era no poder atenderla. Sentía náuseas, unas terribles ganas de vomitar que se manifestaban por mucho tiempo sin darle un respiro. Esa sensación la agobiaba, la hacía pensar en abandonar todo, dejar la quimioterapia, no hacer caso a los médicos que le diagnosticaban seis meses de vida si no se sometía a un tratamiento agresivo. En esos momentos prefería morir a seguir sufriendo. También se mareaba si pretendía pararse, incluso sentarse, y le dolía la cabeza o le faltaba el aire si intentaba seguir la historia de alguna novela o película que pasaran por televisión. Entonces no le quedaba más remedio que ponerse a pensar, a preguntarse cuándo terminaría aquel calvario, cómo sería el final, si Dios realmente existía, qué había hecho ella para merecer todo ese sufrimiento. Imaginaba su muerte, los parientes llorándola, la reacción de Clara, quién se haría cargo de ella, de qué forma se vería eso que muchos llamaban el cielo. Pensaba también en su cuerpo, qué pasaría cuando quedara reducido a un montón de carne y huesos sin alma. Se preguntaba cómo terminarían sus ojos, sus órganos, si debía donarlos, si era verdad que los dientes quedarían intactos por mucho tiempo, cuánto pasaría hasta que se pudriera y se la comieran los gusanos. Quiso pensar en otra cosa porque le dio demasiada impresión. No pudo evitar pensar en Clara. ¿Se olvidaría de ella, de su voz, de su cara, de su olor? ¿Lloraría cuando todos en el colegio celebrasen el día de la madre, o cuando fuese la fecha del cumpleaños de su mamá muerta? ¿Inés sería capaz de cuidarla? ¿Martín cumpliría con sus obligaciones de padrino?
Clara siguió reclamando atención desde el piso lleno de juguetes rotos. Inés se estaba bañando, aprovechando los únicos minutos de descanso en ese día que se le hacía eterno. A Candela no le quedó otra opción que juntar fuerzas para tratar de alzar a su hija, que no dejaba de gritar, y zarandearle el brazo para que reaccionara. Con mucho empeño logró sentarla en la cama a su lado. La beba se puso a cantar una canción de Barney y Candela tuvo que seguirla, aplaudir junto a su hija aunque le dolieran las manos por esa sensación de electricidad que le producía la quimioterapia en cada extremidad de su cuerpo. Después se le subió encima de la panza, imitando un dibujo animado que estaban pasando por televisión en el que varios duendes montaban unicornios agarrándolos de la cresta. Clara saltaba sobre su madre, esperando que ella le cantara “ico ico, caballito”, como siempre lo hacía, y la agitara, simulando un trote. Candela apenas podía sostenerla y ensayar una sonrisa falsa, que se interrumpía con un gesto de dolor cada vez que su hija presionaba con el dedo índice un catéter que llevaba incrustado en el pecho, al lado del corazón, para pasar las drogas de manera más efectiva. A la beba le resultaba divertido apretar ahí, en ese botón que tenía su mamá, igual que las muñecas. También encontró gracioso agarrarse del pelo de Candela, como hacían los duendes con sus potrillos. Cuando separó los brazos de un tirón, se quedó con un mechón en cada mano, que dejó caer sobre los ojos de su madre. Candela, espantada, comenzó a gritar: “¡¡Mamá, mamá, vení que se me está cayendo el pelo!!”. Clara no paró de reírse, convencida de que todo era parte de un juego, como en la tele.


Prometo no volver a tocar a un hombre nunca más en mi vida, pensó Martín, arrodillado frente a una estampita de la Virgen María que guardaba en su mesa de noche.
A medida que Candela iba empeorando en su salud y en su aspecto debido a los efectos devastadores de la segunda ronda de quimioterapia, todos en la familia se volvieron más místicos y religiosos, como si supieran que lo único que podía salvarlos era un milagro.
Martín estaba desesperado. No soportaba ver a su hermana echada en la cama, enferma las veinticuatro horas del día, siempre con dolores, mareos, náuseas y un peso constante en el cuerpo que apenas le permitía levantarse para ir al baño. Las veces que se ponía más cínico, cuando se enojaba con la vida, con Dios o con lo que sea que manejase el destino de las personas, pensaba cuánto mejor hubiera sido que su hermana se muriese de repente, sin darse cuenta, en un accidente de auto, de avión, en un atentado terrorista, lo que fuera, con tal de que no sufra, de que no se entere, en vida, de que tenía los días contados. Mientras pensaba en eso siempre llegaba a la conclusión de que las personas más afortunadas eran aquellas que morían de manera imprevista, tal vez con algún dolor intenso pero corto, que no durase más que unas pocas horas, tras las cuales todo se terminaba.
Uno de esos días en los que Candela no podía ni hablar, una tarde eterna que pasó en cama con el rostro pálido, detenido, sin tener energías siquiera para mirar el televisor, Martín tuvo que ocuparse de atender el teléfono, que no paraba de sonar. Llamaban los parientes, los amigos, los conocidos, todos, indagando sobre el estado de la pobre Candela. Inés, destrozada, llena de pastillas diseñadas para no pensar, no sentir, no vivir, se encerró en su cuarto y no quiso hablar con nadie. Isabel llamó por quinta vez en el día. Después de que Martín le explicara que seguía todo igual, que su hermana no reaccionaba ni para quejarse, se puso a llorar en el teléfono y le rogó a su nieto que hiciera una promesa, que todos los católicos debían hacerla en los momentos más críticos, porque así lo querían Dios y la Virgen: “Tenés que prometer renunciar a lo que más te guste, de por vida, y así tenés derecho a pedir una intención”, le dijo. “Yo hice un voto de pobreza, prometí que si Candita se ponía mejor, donaría todos mis bienes a las causas de caridad y nunca más volvería a viajar a Europa. No sabés lo que me costó aceptar que nunca más iba a pisar Madrid. Pero en momentos así hay que apechugar, Martincito. Por eso te pido que vos, como ya les rogué a mis otros nietos y parientes, hagas una promesa a Dios y a la Virgen por la salud de Candita”. Martín se limitó a decir a todo que sí; ya sabía lo que debía hacer cada vez que su abuela se pusiera a discursear. Pensó que si Isabel donaba todos sus bienes a los más necesitados, a desconocidos necesitados, anónimos necesitados, él y su familia no heredarían nada. Le dio pena saber que Inés, su madre, no se quedaría con la casa de Mar del Plata, como ya estaba acordado con Ernesto. Pero no tuvo tiempo de deprimirse por eso porque todavía quedaba pendiente el asunto de la promesa.
Entonces se le vino a la mente aquella noche en la disco alternativa. Se acordó del primer y único hombre al que había besado, sin siquiera proponerse pensar en eso que debía resignar en forma de promesa, y con la ilusión de que gracias a su propio sufrimiento, a dejar de lado lo que más le gustaba, Candela volviera a tener una vida saludable y en paz. Lo que más placer me dio en la vida fue un hombre, pensó, y se odió por eso. Enseguida se instalaron en su cabeza imágenes que, a pesar de numerosos esfuerzos, nunca lograba desterrar.
Definitivamente, lo que más ansiaba era repetir aquel momento. Y como Dios proponía renunciar a nuestro tesoro más preciado en pos de un milagro, Martín prometió que si Candela se curaba no volvería a tocar a un hombre por el resto de sus días. Ok, en realidad prometo no estar con hombres desde ahora, sin esperar a saber si Candela se curó o no, ¿conforme?, pensó.

22

La temida calvicie se instaló en la cabeza de Candela. En la parte trasera, arriba, donde los reyes usaban sus coronas, podía verse un recorrido de piel blanca matizado por pequeños mechones de pelo empeñados en resistir a los embates de la quimioterapia. Después de la tercera sesión de un total de seis, la cabellera lucía despareja, amorfa, como a punto de ceder ante la inminente llegada de una calvicie total. Pero ni Candela ni Inés se resignaban a que eso ocurriera, y mantenían las esperanzas de que el pelo se mantuviese así, a medio camino entre estar y desaparecer por completo, capaz de ser adornado con gorros o sombreros que le dieran una apariencia relativamente normal. A diferencia de Martín, que a cada rato le decía: “Yo no entiendo como no te rapás y te ponés peluca. Yo haría eso de una. El otro día pasé por un centro de belleza de la avenida Santa Fe y no sabés las pelucas divinas que tenían. Te juro que parecen de pelo natural… Bah, en realidad son de pelo natural, las más caras, claro, porque hay unas baratas de sintético pero son un desastre, parecen pelo de muñeca, eso sí que ni loco usaría. Pero las buenas, te re convienen, nena. Imaginate, te compramos dos o tres, así podés ir cambiando de colores y de peinados. Un día te ponés la melena negra, parecida a la tuya natural, otro la de pelo corto castaño con reflejos, tipo Lady Di. ¡Ah! Y también una corte carré rubio ceniza que por tu color de piel, así tan blanco, te puede quedar espectacular. Bueno, en realidad es cuestión de probar, vamos los dos un día, cuando te sientas bien, y te probás hasta que encuentres las que mejor van con tu tipo de cara. Eso me dijo la vendedora que es lo que más conviene, porque cada cara –cada rostro, dijo ella– es distinta, ¿viste?”.
A Candela todo eso le parecía ridículo. Las pelucas le daban asco, la hacían sentir como una puta barata o una mala actriz, cualquier cosa menos la mujer enferma que era. Se sentía así, mal, y no tenía ganas de disimularlo.
El día de la cuarta sesión estaba muy asustada. Si bien con el tratamiento anterior (el primero, que no funcionó) no había dejado de ser la misma de siempre, con su pelo largo, esa expresión de estar viva, esas ganas de seguir haciendo cosas a pesar del cansancio que sentía los días posteriores a que le llenaran el cuerpo de un veneno supuestamente capaz de curarla, con el segundo tratamiento, más agresivo e invasivo, sus días se habían vuelto completamente grises, insoportables.
De la temida cuarta sesión volvió derrotada. Solo tuvo fuerzas para caminar del auto a la cama y echarse a descansar, intentando concentrarse en el sueño, en la respiración, en la estabilidad de su organismo. En esos momentos, lo que más le molestaba eran las náuseas, capaces de envolverla en cualquier momento para quitarle la paz. Odiaba tener que correr al baño a vomitar, y algunas veces pensaba que prefería morir a estar parándose cada cinco minutos y arrodillarse y sentir que algún líquido espantoso salía de su boca.
Esa noche logró dormir sin contratiempos, pero al día siguiente no pudo dejar de vomitar, hasta que las náuseas fueron tan intensas que no pudo alejarse del inodoro. Sentía que podía largar en cualquier momento, y ya estaba harta de pararse, de correr al baño y quedarse esperando el espasmo. Estuvo tirada sobre el piso frío del baño más de media hora. Intentó pararse, regresar a su cama, pero ya no tuvo fuerzas. Tampoco pudo gritar, pedir auxilio.
Unos minutos después, Inés la encontró inconsciente, con la cabeza apoyada en el inodoro y los brazos flojos, inmóviles. Reaccionó fríamente a pesar del pánico. Cuando comprobó que su hija respiraba, llamó a una ambulancia. Alberto no estaba, Martín tampoco. Ninguno de los dos contestaba el celular. Clara empezó a llorar. Inés tuvo que alzarla y dejársela a una vecina, no quería que viera a su madre en ese estado. Después regresó al baño, trató de animar a Candela, que abrió los ojos y preguntó dónde estaba. Inés le habló en forma pausada, conteniendo su miedo, su histeria, sus ganas de llorar. Estuvieron así quince minutos, sin poder moverse del baño. Candela estaba consciente, pero no era capaz de controlar su cuerpo, de hacerlo ejecutar la orden cerebral de regresar a la cama. Cuando llegó la ambulancia, Inés tuvo que bajar a abrir la puerta de calle. Prefirió no mirarse en el espejo del ascensor, porque quería evitar cualquier recuerdo de ese momento espantoso. Además, le parecía que si se veía así iba a llorar desconsoladamente, y eso no convenía en aquellas circunstancias que le reclamaban ser una madre útil y fuerte. Los enfermeros alzaron a Candela en una camilla y la trasladaron al centro oncológico, donde Inés tenía todo previsto para una internación de emergencia. Allí le inyectaron decadrón, una droga específica para esos casos de descompensación, y la conectaron a un suero. Inés escuchó atenta al médico, quien le explicó que ese tipo de cuadros eran muy comunes en pacientes con cócteles fuertes de quimioterapia. Luego comprobó que su hija se encontraba estable, dormida, y salió de la habitación. Llamó a Isabel, a Ernesto y volvió a probar con los celulares de Martín y Alberto, que seguían apagados. Isabel le prometió estar allí lo más pronto posible. En ese tiempo que estuvo sola, sin ninguna tarea urgente que cumplir, Inés buscó un baño, se encerró, se miró al espejo y sintió que ya tenía permiso para llorar. Sus ojos derramaron lágrimas por unos pocos minutos. Después se lavó la cara y regresó al cuarto. Entonces pensó que necesitaba seguir cuidando de su hija y volvió a ser fuerte.

10 comentarios:

  1. Me has relatado algo nuevo... ni idea de como eran las quimios... muy buena narración, te felicito!!!

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  2. Pon mas capitulos, ya espere mucho para solo esto

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  3. que terrible es el cancer, imagino que le dio a tu hna un tipo de cancer muy agresivo, dime Luis esto se debio a los cuadros de anorexia/bulimia???? solo es curiosidad espero no lo tomes a mal, es solo q esto puede hacer tomar conciencia a chicas q como yo prefieren star super delgadas y matarse d esa forma con tal d star delgadas sin pensar en un futuro.....
    Gracias.

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  4. Y Clara?????? a ver si nos cuentas algo sobre Clarita en tu blog

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  5. y continuas escribiendo de una manera muy interesante...

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  6. :(
    me muero por leer Candy de un solo soplo, me encanta, me captura, te envuelve,. tienes demasiado talento Lulito, te esperan grandes cosas. besitos!

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  7. El cancer es una enfermedad que no tiene agente causal,es decir no hay algo especifico que lo cause..por alguna razon las celulas deciden ""alocarse""y empiezan a proliferar y a causarnos daño.Segun estudios,dicen que hay agentes predisponentes como las radiaciones,el tipo de alimentacion,la carga genetica ,etc ;incluso hay libros que explican que todo se debe a que una persona no logra sacar todas sus emociones fuera..y que por eso las celulas de alguna forma "explotan"..y asi se manifiesta en cancer..Hola Luis..que gusto leerte nuevamente, me gustaria que cada cierto tiempo te chequees,he leido que hay cierta predisposicion familiar,con esta enfermedad..Ojala que pronto encuentren la cura a este terrible mal.Ahh me olvidaba tienes una madre muy fuerte y admirable(cuidala y quierela mucho ahora que la tienes),mis respetos.Cuidate mucho,si.excelente martes,besitos.

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  8. Simplemente espectacular!!! No pensé que escribieras tan lindo... Me has cautivado con la historia, me has enredado... Me haz hecho revivir ciertos momentos de mi vida, identificarme muchas veces contigo, con tu madre... Sigue así Luis, en serio tienes un talento admirable... Empléalo para hacer genialidades como ésta, olvídate de Bayli y su enana...

    Un beso inmenso y publica másssss... me has dejado con el chocolate en la boca... Ojalá publicasen tu libro por acá para leerlo en una.

    Pierina

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  9. Escriben muy bien, es increíble cuanto has tenido que analizar a todas esas personas y ponerse en sus zapatos para saber cómo se están sintiendo.
    continúa, y gracias por compartirlo

    Beth

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