lunes, 11 de abril de 2011

16 y 17

16

Con la llegada de su segundo hijo, Miguel dejó de ser un joven problemático para convertirse en un hombre adulto, serio, cargado de responsabilidades que por fin se había dispuesto a asumir. Tanto él como María, su mujer, tenían trabajos bien pagos, una casa en las afueras de la ciudad, un perro, algunos buenos amigos con los que se juntaban cada fin de semana y un auto nuevo estacionado en el garage. En la familia nadie podía creer que Miguel hubiera sentado cabeza de una vez por todas.
Atrás habían quedado sus épocas de adolescente conflictivo que se las daba de matón y volvía a casa con el rostro desfigurado en esas noches alocadas, de autos chocados y robos a parientes, de un fallido intento de suicidio, de las clínicas psiquiátricas y la amenaza latente de que nunca volvería a ser el de antes, o que nunca podría recuperarse, ser una persona normal. Después de todo eso, nadie daba un peso por Miguel.
Pero él salió de la nebulosa, se encaminó, encontró su lugar en el mundo y, aunque todos temían que en cualquier momento volviese con sus ataques de locura, que tuviera otro brote, nada de eso ocurrió.
Inés, su madre, fue la única persona que mantuvo un amor incondicional durante los momentos más críticos de Miguel. Aunque él le robara, le mintiera, la maltratase, aunque él le dijera que la odiaba y que se iba a matar por su culpa, con un cuchillo en la mano o sentado al borde de la ventana, ella siempre sabía perdonarlo y siempre estaba ahí para mejorar su vida. Cuando la novia de Miguel quedó embarazada por primera vez, fue Inés quien se ocupó de conseguirles a él y a su futura familia un departamento, a una cuadra del de ella, y de amoblarlo, equiparlo y dejarlo listo para que empezaran una nueva vida. Después, al nacer la primera hija de Miguel, Inés se encargó de criarla durante los primeros tres años, porque María trabajaba todo el día. Entonces Inés volvió a cambiar pañales, a soportar llantos, a visitar pediatras, aunque ella ya había pasado por todo eso de la peor manera y su reloj biológico le indicara que era tiempo de disfrutar un poco de la vida.
Después Miguel se recuperó y ya no necesitó más a su madre. Inés pudo respirar, aunque la calma volvió a perderse a los pocos meses, cuando llegó el turno de Candela.
La reacción de Miguel ante la enfermedad de su hermana melliza fue sorprendente para Inés:
–Yo no quiero saber nada del tema –le dijo a su madre–. Yo estoy tratando de borrar el asunto de mi cabeza porque si me hago cargo de esto, me voy a volver loco.
–¿Hacerte cargo de qué? –le preguntó Inés, sin poder creer lo que estaba escuchando.
–De las pelotudeces de Candela, de engancharse con ese imbécil, tener una hija… No sé, cagadas, una cagada tras otra se manda.
–¿Te parece que tener cáncer es mandarse una cagada?
–No sé, mamá, qué se yo… Yo no te digo que no me de pena, sí, me da cosa verla así, pero por eso, me hace tan mal que prefiero no verla.
–No puedo creer lo que estás diciendo…
–Está bien, pensá que soy un hijo de puta, pensá lo que quieras, pero entendé que yo ahora tengo a mi familia, tengo dos chicos, está María… Tengo que sacar mi casa adelante, mamá, y si pienso en Candela no voy a poder.
Inés adoptó una pose altiva, distante, como si no le importara lo que le estaban diciendo, como haciendo notar que en cualquier caso no necesitaría la ayuda de su hijo.
–Perfecto, hacé tu vida, si eso te parece lo correcto. Total, con tu padre al lado tantos años yo ya me acostumbré a estar sola.
Miguel siguió tratando de justificarse:
–Yo estuve a punto de morirme, yo ya pasé por un montón de cosas que me dejaron hecho mierda… Por eso ahora tengo que olvidarme de esto, hacer de cuenta que no pasa nada, hacer mi vida.
–Esas son las ideas que te habrá metido María en la cabeza. En mi familia siempre nos ayudamos entre todos, eso de borrarse cuando el otro tiene un problema es algo que me resulta ajeno, debe ser por mi educación, no sé… Pero claro, cuando viene alguien de afuera con otras ideas es lógico que al estar juntos se contagien la forma de pensar, es obvio, qué voy a pretender…
–Bueno, si vas a empezar con la boludez…
–No, dejá, no te preocupes, que ya me callo. Pero me parece insólito que después de todo lo que pasamos con vos, de todo lo que sufrimos y te ayudamos en la familia, ahora que tu hermana tiene cáncer nos vengas con esta reacción.
–Lo siento mamá, tampoco exageres las cosas, lo único que te quería decir era eso, que yo ahora me voy a hacer cargo de mi familia, o sea, de mi mujer de y mis hijos. Más que eso no puedo, no me da.

17

Atrapada, sin salida. Así se sentía Inés desde hacía mucho tiempo, desde que quedó embarazada por primera vez y ya no pudo decidir nada sin pensar en el resto de la gente. Pero desde la enfermedad de Candela, la sensación de estar entre rejas se le hizo cada vez más profunda. Ya estaba harta de Alberto. Lo quería, tal vez incluso seguía enamorada de él, aunque si le daban a elegir entre mantener una relación así, estancada en la nada, y volver a empezar, sola o con alguien más, en ese momento no dudaba en que elegiría la segunda opción. Falta de elecciones, de eso se trataba su vida. Quería cambiar algo, salirse de esa rutina agobiante, probar otro camino para no sentir que la vida se le iba delante de sus ojos, se le escapaba sin que ella pudiera subirse a ningún tren. Antes su problema era no saber qué hacer para modificar esa situación, porque el divorcio no era una opción ni siquiera discutible con su propia conciencia. Pero cuando estuvo decidida a romper con todo, cuando asumió que Alberto jamás sería el hombre que ella necesitaba y que ya no lo quería en su casa, en su cuarto, en su cama, en ese momento en que su cabeza hizo un clic, sus opciones, en vez de ampliarse, se cerraron aún más.
“Vos no te podés separar, mamá, porque a mí eso me afectaría mucho, y yo ahora tengo que estar bien para curarme”, le dijo Candela, borrando de un plumazo sus sueños de libertad. Inés, más allá de sus ambiciones personales, ansiaba que su hija dejara atrás ese calvario que había llegado con el cáncer. En realidad, lo que más quería era que Candela se curase, que fuera feliz de una vez por todas, incluso si eso significaba que ella misma tuviera que morir llena de frustraciones. Entonces decidió mantenerse inmóvil, no hablar más del tema, hacer de cuenta que todo estaba en orden e interpretar el papel de mujer madura y feliz con su matrimonio estable.
El problema era que ese rol no le salía bien. Aunque sosegado por el tiempo y las circunstancias de la vida, su espíritu se mantenía rebelde, con ganas de moverse, de decir lo que pensaba, de reclamar atención a un marido que no estaba interesado en escucharla, en acompañarla en sus movimientos o en planear cosas en conjunto. A Alberto lo único que le interesaba era el rugby. Parecía obsesionado con ese deporte. El paso del tiempo, en vez de acercarlo más a su familia, de hacerlo un hombre hogareño con ganas de envejecer junto a los suyos, acentuaba sus ganas de escapar de la realidad siguiendo el trayecto de una pelota ovalada. E Inés ya estaba harta de eso. Veía cómo sus amigas salían con los maridos, iban al cine, al teatro, otras veces a comer afuera o simplemente alquilaban un DVD para quedarse en casa viendo alguna película. Este panorama no existía en su vida. Durante la semana, Alberto se iba todos los días alrededor de las cinco de la tarde al bar del club para reunirse con los amigos y después ver juntos algún entrenamiento, o ponerse él mismo a entrenar un equipo de las divisiones inferiores (porque a pesar de que estaba todo el día metido en el club, nunca había logrado que le asignasen un equipo del plantel superior). Los sábados desaparecía temprano, alrededor de las doce, porque jugaba la primera división y eso para él era sagrado, incluso más importante que acompañar a su mujer en las horas posteriores a un parto (Inés nunca olvidaría el día en que nacieron los mellizos, cuando Alberto le preguntó si estaba todo bien para luego darle un beso en la mejilla y decirle que bueno, que como ya no había peligro se podía quedar con su mamá, así él se tomaba un par de horitas para ir a ver a la primera del rugby). El domingo, día en que todos estaban en casa, cuando la tradición suponía almorzar en familia para hablar de las actividades, los problemas o los deseos de cada uno, Alberto comía un sándwich temprano, o a veces salía sin comer, y se apuraba en subirse al auto para no llegar tarde al partido del equipo de divisiones inferiores que él entrenaba. Gratis, claro. A cambio de nada.
Antes de pensar en el divorcio, Inés no sabía cómo reaccionar. Se preguntaba si sería normal que con los años un matrimonio no tuviera ningún tipo de comunicación más allá de la imprescindible para convivir, si estaba bien que cada uno hiciera su vida sin pensar en el otro, sin compartir una mínima charla, una salida. Tal vez es así, trataba de convencerse, tal vez lo mejor sea que lo deje hacer su vida y que yo haga la mía, y que a la noche nos acostemos en la misma cama aunque ninguno de los dos tenga ganas de estar con el otro. Pero esa idea no la convencía, no la dejaba lo suficientemente tranquila como para hacer de cuenta que nada pasaba. Entonces surgió la idea de separarse, de pedirle a Alberto que se fuera de su casa y la ilusión de encontrar a un hombre que la entendiera. Le costó mucho tiempo procesar la decisión, muchas horas de análisis para convencerse de que ella se merecía algo mejor, de que todavía podía sorprenderse, esperar algo bueno de la vida, en vez de verla pasar como en una pantalla de televisión. Pero cuando estuvo segura de lo que quería, dispuesta a dar el gran salto, apareció en su camino la piedra más grande que nunca hubiera visto, un obstáculo que se le hizo imposible esquivar. Su hija se estaba muriendo y, como si fuera una niña de cinco años ajena a las desilusiones del destino, le rogaba: “No lo dejes a papá, por favor, no lo dejes. Hacelo por mí”.

9 comentarios:

  1. luchi, somos hermanos? parece la relación de mis viejos jaja, la unica diferencia es que el se levanta y se sienta en la computadora y no hay quien lo mueva.... mira cojudeces, a veces lo he visto viendo porno jajajaja, y la unica diferencia es que yo si quiero que se separen, mi vida sería más fácil así.
    Saludos!

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  2. Qué frustante es estar con un persona a la que no le importa saber cómo estás? Qué quieres? Cuáles son tus deseos? y sólo piense que es tu deber cuidar a los hijos. Seguro que muchas veces Inés sintió que era invisible.
    Qué bien plasmas la frustación de Inés.
    He seguido capítulo tras capítulo y me pareces excelente.

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  3. ESTA SUPER TU NOVELA,, MUY INTERESANTE, CADA VEZ ME COJE MASSSSS,,,

    Y QUIERO QUE TU ME COJAS LUIS,,LASTIMA YO NO SER HOMBRE,, PAPASITO!!!! MUAKKKK

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  4. amo a candy, deberias traerla a Perú, estoy segurisissisisimaaaa que venderías milesde ejemplares y le encataría a la gente. Exitos

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  5. La entrega total que a veces termina por frustrarnos, qué difícil para Inés sobretodo cuando las madres harían lo que sea por sus hijos. Luisito acá retomando la lectura de Candy antes de irme a dormir, me relaja leerla. Un fuerte abrazo!

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  6. Espero con ansias el siguiente capitulo :)...gracias!
    Jenifer

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  7. Hola Luis,
    Tu libro CANDY es fascinante,gracias por campartirlo.
    Faltan pocas horas para tu cumpleaños número 33...:-)
    besos,
    Panay

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