miércoles, 30 de marzo de 2011

9 y 10

9

La segunda operación era clave para Candela. Luego de siete meses de quimioterapia, de interminables sesiones en las que se llenaba el cuerpo de un veneno químico que la dejaba arrastrándose, con náuseas interminables y la cara cada vez más demacrada, todos sentían que lo peor ya había pasado, que solo era cuestión de practicar una intervención quirúrgica de rutina en la que se comprobaría que la medicación había destruido al cáncer por completo. Y todo volvería a la normalidad.
Antes de ingresar al quirófano, Candela se mostraba contenta, la quimio ya no era más que un mal recuerdo y, con suerte, la pesadilla que le había tocado vivir tenía los días contados. Sabía que le esperaba una semana de dolor intenso, que en pocos minutos iban a abrirle la panza en dos mitades, desde el pecho hasta el ombligo, para revisarle cada órgano del aparato digestivo, sacarle los doce metros de intestino delgado, rasparlo para extraer cualquier resto de células malignas, volver a colocarlo en su posición original, extraer muestras de la zona afectada para analizar en una biopsia posterior, cerrar, coser, vendar, curar. Esta última parte estaría en manos de un cirujano plástico, porque Candela había pedido que le arreglaran estéticamente la herida para que no le quedara una cicatriz horrible con forma de chorizo como le habían dejado en la operación anterior.
A pesar de estar consciente de todo esto, de saber que se estaba sometiendo a una carnicería llena de dolores incontables, estaba feliz con la idea que de por fin daría por terminado aquel mal sueño.
Martín odiaba el sanatorio San Lucas. Ese olor a hospital que impregnaba cada ambiente del lugar solo le traía malos recuerdos. Ahí tenía que estar cada vez que le dolía algo, cuando internaban a algún familiar o para sacarse sangre, cosa que le producía un temor indescriptible. Ahí también le habían dicho, hace poco más de medio año, que a su querida hermana le quedaban pocos meses de vida, aunque luego se retractaron explicando que la quimioterapia, con suerte, podría salvarla. Pero primero le hablaron del asunto de la muerte cercana, y de eso Martín nunca se olvidaba.
Le sobraban razones para detestar la sala de espera de ese sanatorio. Por eso pensó en no aparecerse durante la operación, esfumarse en el trabajo o meterse en un cine y apagar el celular. Le aterraba escuchar la opinión de los médicos luego de la intervención, tener que soportar a un viejo bigotudo, con el ceño fruncido y el aliento putrefacto explicándole a él y a sus padres que Candela no había soportado la anestesia, o que le habían encontrado otro tumor en algún lugar recóndito, o que los órganos estaban tomados por la metástasis y ya no había nada que hacer. Tanto miedo le daba la sentencia que se quedó inmóvil en su cuarto, sin contestar el teléfono ni llamar para conocer el resultado. Estuvo así cuatro horas, acurrucado en su cama, pensando en todo y tratando de no pensar en nada. Hasta que lo asaltó el impulso de la curiosidad, la necesidad de saber qué había pasado y la esperanza de que le dijeran que todo estaba bien. Entonces saltó de su cama, se puso las zapatillas y corrió las cuatro cuadras que separaban su casa del sanatorio. Pensó que al llegar él todos tendrían alguna noticia, porque según sus cálculos la operación había terminado hacía más de una hora. Pero cuando llegó supo que estaba equivocado. Alberto, Inés y su abuela Isabel estaban sentados en la sala de espera, inmóviles, con la mirada perdida. Martín se acercó a Inés y le tomó la mano. “¿Y?”, le preguntó, con el miedo y la angustia de esperar la peor respuesta. “Nada, no salió”, respondió su madre. “Sigue ahí adentro”, intervino Isabel, con los ojos húmedos, colorados. “Están tardando porque tuvieron que vaciarle la sonda del catéter”, dijo Alberto, “¿No te acordás que antes de entrar Candela dijo que le dolía porque estaba tapado?”.
Martín sintió ganas de escapar, pero ya estaba atrapado. Inés no le soltaba la mano, incluso se la agarraba cada vez más fuerte, y de vez en cuando lo abrazaba, haciéndolo sentir más necesario, cosa que lo llenaba de una responsabilidad que detestaba. Entonces vino el doctor, ese hombre bigotudo que Martín se había empeñado en evitar. Y la película de terror empezó a rodar, esa escena tan temida comenzó a recrearse como si todos estuvieran confabulados en dar vida a la peor pesadilla La cara adusta del médico, la expresión de resignación de Alberto, el descontrol de Inés. “Encontramos pequeños nódulos en varios órganos. Creemos que es más de lo mismo, lo cual sería un gran problema, aunque existe la posibilidad de que se trate de costras inofensivas resecas por la quimioterapia, pero eso con suerte. Ahora solo queda esperar los resultados de la biopsia”, dijo el cirujano, y se fue sin dar explicaciones.

10

“¿Por qué no probás con la terapia de ángeles? ¡Haceme caso, es buenísima!”, insistió la chica del gimnasio, ante la mirada incrédula de Martín.
Martín ya estaba harto de que todo el mundo le propusiera alguna terapia alternativa para tratar a su hermana enferma. Medicina holística, terapia Ayurveda, reflexología, movimientos de energía cuántica: todos proponían una fórmula mágica y renegaban de los tratamientos convencionales, aduciendo que eran nocivos para el paciente o que nunca llegaban a ser efectivos. Todos ofrecían una esperanza, a diferencia de los cirujanos y oncólogos, que no dudaban en sentenciar: Le quedan seis meses de vida.
Martín ya no tenía ganas de navegar por Internet en busca de la fórmula mágica capaz de curar el cáncer. Tampoco quería seguir llamando a sacerdotes sanadores o a maestros armonizadores, porque todos quedaban lejísimos, siempre le parecían unos mentirosos con solo intercambiar dos palabras y cualquier consulta no le costaba menos de cien pesos. Además, cada vez que le proponía a Candela o a Inés ir a ver a uno de esos personajes, las dos se quedaban con la mirada perdida, como si no lo escucharan, hasta que alcanzaban a responderle, “No, dejá, si deben ser unos ladrones”, y se negaban a asistir a cualquier consulta relacionada con promesas sobrenaturales.
Pero Sabrina, la dueña del gimnasio al que Martín iba cada mañana, estaba convencida de que los ángeles eran efectivos y podían ayudar.
“Probá, dale, si total no te cuesta nada, el local está acá abajo, en esta misma galería, y la dueña es amiga mía, te va a cobrar barato”, insistió.
Martín pensó que no tenía mucho que perder, sobre todo por la cercanía del lugar y la posibilidad de obtener una consulta en forma inmediata, sin direcciones de Internet raras, números de teléfono con características provinciales que nunca había marcado, traslados incómodos, pérdidas de tiempo y dinero.
En la vidriera del pequeño local revestido en madera de pino barnizada se exhibían diferentes carteles pegados al vidrio, todos diseñados con antiguos programas de computadora, con letras estrambóticas y colores que intentaban ser fluorescentes, como si se tratara de una casa de comidas que ofrece sus menús en promoción.
“Terapia de ángeles”, “Astrología” “Lectura de borra de café” “Reflexología: cursos y tratamientos”, “Estudio del Kabalah” (esto último le recordó a Martín que si Madonna estaba tan bien y era tan fanática de esa religión, por algo sería, y eso lo incentivó a entrar a preguntar).
–Qué tal, vengo por la terapia de ángeles –se anunció desde la puerta de entrada.
El aire estaba viciado por el humo de los sahumerios.
–Adelante, tomá asiento por favor, ya estoy con vos –contestó la mujer, de unos 50 años, pelo largo desteñido, los dientes chuecos y amarillentos, la ropa vieja, como si todavía la conservara de sus épocas de fervor hippie, en los ´70.
Martín se sentó en un banquito arruinado por el uso, frente a la mujer, que yacía en otra banqueta, más grande, al otro lado de una mesa sucia de madera prefabricada. Todo le daba asco, impresión.
-Es para una paciente con cáncer de intestino, estadio cuatro, el más avanzado –dijo, sin que nadie le preguntara.
La mujer no se inmutó, como solían hacer todas las personas a las que Martín les explicaba el caso. No puso esa cara de sorpresa seguida por una expresión de espanto tan típica entre quienes recibían semejante sentencia.
–¿Qué edad tiene? –preguntó enseguida
–Treinta años.
–¿Qué tratamientos está tomando?
–Ya pasó los primeros seis meses de quimioterapia y la acaban de operar por segunda vez. Ahora lo más probable es que tenga que hacerse otra quimio.
–En estos casos, antes de aplicar una terapia específica, hay que preguntarle a los ángeles sobre el estado de la paciente. Ellos van a determinar si hay que hacer un tratamiento para sanación, bienestar o simplemente para que el alma se desprenda del cuerpo en total plenitud.
Cuando escuchó esto, a Martín se le heló la sangre. Estaba tan acostumbrado a que le prometieran fórmulas mágicas de curación que la oferta de un tratamiento para algo tan irreversible como la muerte le parecía que no tenía ningún sentido. Por otro lado, valoró la honestidad de aquella mujer.
–Bueno, entonces cómo hacemos –se apuró a decir.
–La consulta se hace a distancia, porque nuestro maestro se encuentra en Uruguay –explicó–. Tiene un costo de veinte pesos y solo necesito la fecha de nacimiento de la paciente. ¿Es pariente tuya?
–Sí, mi hermana.
–Está bien, porque para encargar el servicio tenés que tener relación de sangre.
A Martín le pareció que veinte pesos era una ganga. Al lado de los cien, ciento cincuenta y hasta trescientos que se atrevían a pedir otros curanderos, esto era un chiste. Por eso no dudó en sacar el billete y entregarlo sin miramientos. La mujer lo tomó, lo guardó en una caja de zapatos y anotó la fecha de nacimiento de Candela.
–Bueno, yo le mando estos datos al maestro y él en tres días nos dirá lo que ordenen los ángeles. Y ahí vemos, ¿de acuerdo?
Martín se fue pensando que si ni Dios, ni Jesús, ni la Virgen (de cualquier nombre, cuidad o pueblo) ni San Expedito, el santo de las causas urgentes al que le rezaba todas las noches, habían hecho nada por su hermana, tal vez un ángel podría ayudarla. En realidad, a esa altura no creía en nada, pero su conciencia lo obligaba a probar todo. Y con los ángeles no había tratado. Hasta ese día.

lunes, 28 de marzo de 2011

7 y 8

7

A las seis y media de la mañana de un lunes de octubre, Inés y Alberto tuvieron un despertar abrupto debido a la alarma del radio-reloj-despertador. Los dos estaban acostumbrados a madrugar, por lo que en unos pocos minutos ella ya estaba dándose una ducha de agua bien caliente y él preparando un poco de café con tostadas de pan negro.
Cuando Alberto fue a despertar a su hija Candela, la vio tendida en su cama, con la mirada perdida en el techo y los ojos bien abiertos. “Vamos, Canduchi, que se hace tarde”, alcanzó a decirle.
Ella no le contestó, prefirió juntar energías para dejar la cama y tratar de vestirse. Como había ocurrido en vísperas de las anteriores sesiones de quimioterapia, Candela no pudo dormir en toda la noche por la tensión que le provocaba saber que al día siguiente comenzaría un nuevo ciclo de dolor y sufrimiento. Iba por la mitad del tratamiento, por la octava sesión de las dieciséis totales, administradas en siete meses con una o dos semanas de descanso entre cada aplicación.
Aunque ya conocía los dolores, las náuseas, los pinchazos y el debilitamiento que le esperaban, no sabía cómo iba a reaccionar su cuerpo esta vez, si la acumulación de dosis aumentaría el padecimiento (como le habían advertido los médicos), o si las experiencias anteriores contribuirían a que controlase mejor la situación, idea ingenuamente optimista en la que Inés se apoyaba para tratar de animarla -y de animarse.
Luego de un silencioso viaje en auto, en el que cada uno se perdió en sus pensamientos, Candela, Inés y Alberto llegaron a la clínica 15 minutos antes de lo pactado para asegurarse el primer lugar en la fila de pacientes a conectar.
La sala, similar al lobby de un hotel regular, pronto se fue llenando de gente de todas las edades, en su mayoría mujeres, dispuesta a entregarse a otra ronda de quimio con la esperanza de, algún día, ser como el resto de las personas, con sus histerias sin sentido y preocupaciones banales, típicas de la vida de cualquiera que estuviera más o menos sano.
Candela buscó uno de los sillones grandes de cuero marrón y se sentó a la espera de su dosis. Cuando la inyectaron no sintió dolor, porque tenía el brazo tan acostumbrado a las agujas que un pinchazo más era cosa de todos los días. Le esperaban tres largas horas ahí sentada, con un veneno metiéndose en su cuerpo y sin poder pararse ni siquiera para ir al baño. La idea de tanto aburrimiento la abrumaba.
A la media hora Alberto se fue a su nuevo trabajo, e Inés se quedó al lado de Candy, contándole a su hija pavadas que la ponían de peor humor o hablando por el celular con su madre Isabel o con Martín, para decirles que su hija estaba muy bien, muy controlada.
Candela no se sentía ni bien ni controlada, pero como nunca se quejaba, en el resto de la gente daba la impresión de estar como si nada hubiera pasado. Cuando Inés se fue a tomar un café y la dejó sola, un par de lágrimas mojaron su cara. No quería hacer un espectáculo frente a los demás pacientes, así que trató de contener el llanto y se secó con el brazo que tenía libre. ¿Cómo llegué a esto?, se preguntó. ¿Qué habré hecho mal para terminar así, con casi 30 años, sin marido, con una hija y este cáncer de mierda?, siguió. Estoy harta de esta vida, no sé para qué sigo viniendo a inyectarme si lo más probable es que me muera igual, para qué vivir un año más, un año menos, no tiene sentido. ¡Ay, cómo duele esta aguja de mierda! ¿Y si no vengo más? ¿Total, para qué quiero seguir viviendo en esta porquería? Seguro que si me muero, voy a estar mejor que acá… Pobre Clarita, le tocó una vida desastrosa. Pobre gorda, no me puedo morir, no le puedo hacer esto, pobrecita, tengo que ser fuerte solo por ella, ¿sino quién la va a cuidar? A Mariano no le pienso decir nada, sería un problema más. Me va a extrañar demasiado la gorda si la dejo, va a llorar todo el día, si es una caprichosa que solo quiere estar conmigo, no se deja alzar por nadie la chanta, no deja que nadie le dé de comer, solo yo, ni siquiera se banca que otro la lleve en el cochecito… ¿cómo va a hacer si me muero? No puedo dejarla, no voy a abandonarla, tengo que aguantar todo lo que sea, tal vez me salvo de milagro, o en un tiempo inventan una droga que cura el cáncer, qué se yo, no sé, la cosa es que debo soportar lo que sea por mi Clarita, mi gorda divina, la única persona que me necesita y me quiere y nunca me deja sola, pobrecita, qué destino de mierda le tocó, no tiene ni una casa, ni un padre, nada tiene la pobre; lo único que le falta es ser huérfana y cartón lleno. No, no, me tengo que salvar, me voy a salvar, me voy a curar, me voy a curar…
Mientras pensaba en todo esto, Inés volvió y se puso a hablar de la taza de café con leche y las dos medialunas que se había comido en el buffet de la clínica. “¡No sabés qué buenas son las mediasssslunas!”, le dijo emocionada.
Candela pensó en lo mucho que podía odiar a su madre, pero trató de ser positiva, juntó fuerzas y le respondió: “Qué bueno mamá, no sabés cuánto me alegro”.

8


Candela soportó los primeros cuatro meses de quimioterapia con una fuerza extraordinaria. Al salir de cada sesión, en lugar de mantener reposo como le aconsejaban los médicos, llegaba al departamento, se disponía a ordenar cualquier cosa que estuviera fuera de lugar, preparaba el almuerzo para Clara, volvía a limpiar la cocina y salía sin rumbo fijo. No le gustaba quedarse encerrada, decía que se aburría cuando no tenía nada que hacer, que no podía concentrarse en ver una película o en leer un libro. Entonces, con las pocas fuerzas que le quedaban, cargaba a su hija en el cochecito y caminaba a cualquier lado, apoyándose en el carrito para no perder el equilibrio de tan débil que estaba.
Durante los últimos días del año, unas pocas semanas antes de Navidad, el calor en Buenos Aires se hacía insoportable. Y Candela se aburría en el departamento. Y no podía prender el aire acondicionado, porque después de la quimio los dedos de las manos se le acalambraban y sentía unos pinchazos terriblemente dolorosos en la piel a causa del frío. “Es como si te estuvieran clavando varias agujas a la vez”, le explicaba a Martín, que al escuchar esos comentarios se quedaba con la mirada perdida unos minutos, hasta que se alejaba de Candela para llorar sin que ella lo viera. “Cuando tomo o como algo frío, es lo mismo”, seguía, como si estuviera hablando de cualquier asunto sin importancia. “Siento esas puntadas en la garganta, o a veces en la mandíbula, no sabés lo horrible que es”.
Al verla así, tan desprotegida y muerta de calor, Martín le sugirió que volviera a inscribirse en el club del que habían sido socios toda la vida, que él pagaría las cuotas atrasadas y el carné de pileta. Candela aceptó encantada, y al día siguiente, a primera hora, preparó un bolso con la ropa de baño, los papeles para la inscripción y una heladerita con bebidas y algo de comida para Clara.
–Qué tal, vengo a reinscribirme para usar la pileta –le dijo a la empleada administrativa del club.
Estaba con el cuerpo bañado en sudor, la cara ojerosa y un impresionante tajo de diez centímetros a la altura del corazón, cicatriz que le había quedado luego la instalación de un catéter, dos semanas atrás.
–Voy a necesitar su carné y el último recibo de pago –contestó la empleada, si levantar la vista de sus papeles.
Candela le entregó un carné vencido, hacía un año que no pagaba las cuotas mensuales. La empleada se quedó mirándolo y escribió algo en la computadora.
–Lo siento, en el sistema me sale que usted figura como morosa, por lo tanto no podemos proceder a su reincorporación –le explicó, ahora mirándole la herida, pero sin inmutarse.
–Sí, no… lo que pasa es que me fui a vivir afuera, con mi marido, que trabaja en Londres, y me dijeron que en caso de viaje…
–¿Trajo la libreta de matrimonio, el contrato de trabajo? –interrumpió la empleada, una mujer baja, con cara de rata y anteojos de vidrio grueso.
–Bueno, en realidad no estamos casados, es el padre de mi hija, yo me fui a vivir con él allá, pero después quedé embarazada y me vine…
–No hace falta que me cuente sus problemas personales. ¿Tiene el pasaje de vuelta? También voy a necesitar el pasaporte sellado en el que se compruebe que usted regresó al país hace menos de un mes.
–No, perdón, disculpe, es que yo volví hace mucho más, pero después me internaron de urgencia, porque tuve un problema de salud, entonces no pude hacer los trámites.
–Según el reglamento, un problema de salud no justifica el adeudamiento de tantas cuotas, lo siento, pero en estas condiciones no podemos reincorporarla.
–Pero voy a pagar, traje la plata para ponerme al día.
–Parece que no nos entendemos, usted está en condición de morosa y, por lo tanto, suspendida. Va a tener que presentar una carta al comité para que analice su situación, pero por lo pronto no puede usar las instalaciones.
–Pero…
–Ahora le agradecería que me permita seguir atendiendo, no ve la fila que hay…
Candela regresó llorando desconsolada. Cuando Inés la vio en ese estado, corrió a abrazarla y le preguntó que había pasado.
–No me dejaron entrar, mamá, ahora Clara no va a poder ir a la pileta, con este calor, nos vamos a quedar todo el verano encerradas, mamá, y encima no puedo prender el aire, no aguanto más, te juro que ya no aguanto, todo me sale mal.
–¿Quién no te dejó entrar? –preguntó Inés, indignada.
–La mina de administración, la enana de anteojos –contestó Candela, todavía con lágrimas en los ojos.
–Esa enana cara de rata… Vas a ver que ahora la pongo en su lugar. No te preocupes, mi chiquita, yo ya mismo te soluciono el problema.
Inés tomó un taxi hasta el club y con el paso acelerado caminó a la oficina de administración. Había cinco personas en la fila esperando para ser atendidas por la señorita de modales toscos.
–Discúlpenme, voy a pasar un minuto, es una emergencia –dijo Inés frente al grupo. –Tengo que hablar con vos –se dirigió a la empleada.
–Señora, tiene que hacer la cola.
–Escuchame bien. Mi hija vino hace un rato a pagar y me dijo que vos no la dejaste pasar.
–Lo siento, señora, no cumplía con los requisitos de reinscripción de morosos.
–¿No te dijo que tiene problemas de salud?
–Sí, pero eso no califica, señora.
–Parece que no tenés le elegancia suficiente para leer entre líneas. Mi hija no te quiso dar lástima, pero no te diste cuenta que está toda cortada, tiene un cáncer terrible, apenas puede caminar, y vos no tenés la delicadeza de entender su caso –dijo Inés, levantando la voz.
–El tipo de enfermedad del socio no tiene relación con la morosidad en las cuotas, lo siento, no podemos hacer nada –se defendió la empleada, nerviosa ante la furia de Inés.
–Mirá, chiruza, a vos te falta tomar mucha sopa para entender lo que pasa. Yo vengo a este club desde que nací, y si hay algo que se mantiene acá es la clase, tanto en los socios como en los empleados. No sé de dónde te sacaron a vos ni quién pudo contratarte con esa pinta de negrita que tenés, pero escuchame bien lo que te voy a decir: si vos llegás a tratar a mi hija de esa forma otra vez, yo te mato a trompadas; primero te saco esos anteojos de mierda que tenés, después te arranco los ojos y te desfiguro esa cara de rata inmunda, ¿me entendés? Así que no te atrevas a meterte con mi hija, porque yo te mato, ¡te mato!
Al día siguiente, Inés recibió un llamado de la comisión directiva del club, en el que le informaban que, por serios problemas de conducta, había quedado suspendida hasta nuevo aviso, y que no podría usar las instalaciones ni volver a ingresar al establecimiento. Se sintió dolida y defraudada. Ni bien supo la noticia, llamó a Alberto para buscar su apoyo, pero no recibió ningún tipo de contención. Por el contrario, su marido le dijo que era una ridícula, que siempre se estaba peleando con todo el mundo y que no tenía derecho a tratar mal a una empleada, porque “todos somos iguales ante la ley”, terminó de discursear.
El sábado siguiente, mientras Candela, Clara e Inés sufrían el calor entre las cuatro paredes del departamento, Alberto terminó de almorzar, agarró sus llaves, la billetera y se despidió con un saludo general.
–¿A dónde vas con este calor? –le preguntó Inés.
–Al club, gordita, ¿a dónde querés que vaya?

viernes, 25 de marzo de 2011

6

Martín nunca pudo olvidar el día que hizo llorar a su madre. En el momento en que comenzaron a humedecerse los ojos de Inés, Martín supo que había echado todo a perder, que ya era demasiado tarde para arreglar las cosas, y lo peor de aquella situación, lo que más lo torturaba, era recordar que ni siquiera había tenido el coraje suficiente para consolarla, para pedirle perdón y decirle lo mal que se sentía por lo sucedido.
El día había comenzado bien. En Buenos Aires era un sábado soleado de septiembre que anticipaba los primeros calores de la primavera. Martín estaba contento de saber que el invierno helado, que tanto detestaba, era historia. E Inés se sentía feliz porque acababa de nacer Pedrito, su tercer nieto y segundo hijo de Miguel. Había llegado a la familia un nuevo integrante, nacido por parto natural, en el tiempo y la forma correctos, absolutamente sano y lleno de vida.
Inés golpeó la puerta del cuarto de su hijo a las 9 de la mañana para pedirle que la acompañase a la clínica, porque, según dijo, “el pelotudo de Alberto se va a ver el partido, como siempre”. Martín estaba soñando que era una estrella del pop asediada por sus fans, cuando sintió que ese idilio era abruptamente interrumpido por la cháchara de su madre. Cuando ella terminó, pudo ver a través de la pequeña ventana de su dormitorio un cielo celeste intenso que lo puso de buen humor, a pesar del brusco despertar.
Minutos después estaba desayunando en la cocina con sus padres y la pequeña Clara, cuando llegó Candela. Venía de sacarse sangre en el sanatorio San Lucas, a pocas cuadras de su casa, y tenía la cara más pálida, ojerosa y huesuda que de costumbre.
–Son unos sucios –fue lo primero que dijo.
Inés y Alberto se miraron resignados, mientras Martín trataba de inventar juegos con su sobrina para calmar los ánimos.
–¿No se dan cuenta de que esto es un asco? –siguió Candy, y empezó a limpiar la mesa donde todos comían con un trapo mojado en desinfectante.
Martín trató de ayudarla levantando las tazas vacías de café, pero se puso tan nervioso de ver a su hermana así, con aspecto de loca moribunda sacada de sus cabales por una minucia doméstica, que terminó dejando caer al piso la azucarera de porcelana, transformada en menos de un segundo en incontables pedacitos desparramados por todo el piso de la cocina. Candela puso una insólita expresión de dolor y corrió a buscar la aspiradora, mientras Martín trataba de juntar con sus manos los pedazos de porcelana más grandes. Antes de que pudiera activar esa máquina de ruido insoportable, Inés la agarró del brazo y le pidió que se calmara.
–Sentate a desayunar, querés, que te acaban de sacar sangre y debes estar por desmayarte –le dijo a su hija con firmeza.
–¿No te das cuenta de que son unos mugrientos? –dijo Candela, agachada en el piso, llena de odio–. Quiero hacerme un jugo de naranja y no puedo porque ustedes ensuciaron todo.
–Papá ya te hizo el jugo, ¿por qué no te sentás y desayunás como una persona normal? –insistió Inés.
–Ni loca tomo de esa jarra asquerosa con ustedes al lado comiendo como cerdos –contestó furiosa, y puso ON en la aspiradora.
Alberto la miró en silencio, apenado, y pensó que lo mejor sería irse al club cuanto antes. Se levantó de la silla, esquivó a su hija enferma y huyó.
–Claro, andate –le gritó Inés–. Si es lo único que sabés hacer, ¡inútil! Y vos –ahora se dirigía a su hija– podés apagar ese aparato y dejar de rompernos la paciencia, porque si te damos tanto asco, mejor te vas a vivir a otra parte, que ya nos tenés hartos con tus locuras, ¡hartos!
Candela dejó la aspiradora y se fue a llorar a su cuarto. Inés comenzó a alistarse para salir a ver a su nuevo nieto y Martín se quedó en la cocina con su sobrina, intentando distraerla para que no llorase y juntando los pedazos de lo que acababa de romperse.
Después manejó hasta la clínica, y aunque puso la radio a un volumen considerable, su madre fue capaz de hablar más fuerte que la música:
–Yo ya no sé qué hacer con esta chica, está intratable –se quejó.
–Mamá, ¿no ves que está hecha mierda, qué te cuesta decirle a todo que sí?
–El médico fue muy claro, vos no podés hablar porque no estabas. Nos dijo que durante la quimio no la tratemos como a un fantasma. Hay que pararle el carro, no se la puede consentir en todo.
–Me gustaría saber cómo estarías vos de ánimo si te llenaran de remedios venenosos y te pincharan todo el día. Tenés que tener un poco más de paciencia.
–Yo soy la que está todo el día con ella y te juro que ya se me agotó la paciencia. ¡Ah, me olvidaba! Doblá acá a la derecha, así pasamos por Petit Mignon y le llevamos un trajecito al bebé.
Una vez en la tienda, Inés saludó a las vendedoras, dos ancianas que habían pasado ahí adentro gran parte de sus vidas, y eligió un conjunto de rayas celestes y bancas que costaba cien pesos. Martín sacó el último billete que le quedaba y pagó, resignado. Tuvo la fantasía de renunciar a sus obligaciones de tío-padrino-padre sustituto, pero su madre no le dio tiempo a pensar en eso.
–Vamos, manejá rápido, que se termina el horario de visita –le dijo, y una vez más espantó sus sueños.
Inés hablaba por el celular con su amiga Ana mientras ojeaba el menú de la cafetería de la Maternidad Suizo Argentina. “Es feúcho, salió a la familia de ella, ¿viste?”, decía, en referencia a su nuevo nieto. Martín se había rehusado a comer ahí, pero su madre insistió en que servían unos sándwiches buenísimos, que ella sabía porque los había probado hace unos meses, cuando nació la primera nieta de su prima Elenita. “El de peceto y mostaza es bárbaro, pedí ese, que vos estás muy flaco y necesitás proteínas”, le había dicho, antes de agarrar el móvil y llamar a su amiga para contarle que el nuevo nieto no era tan bonito como ella esperaba. Cuando terminó de hablar por teléfono, ordenó la comida para ella y para su hijo Martín (sin preguntarle qué quería), y empezó con su habitual discurso de fin de semana: que tu padre es un inútil, que vive sólo para el rugby, que todos los sábados me deja sola, que ya no sé qué hacer con tu hermana enferma, que yo con ustedes tres sufrí mucho porque nunca conté con tu padre, que no puedo estar todo el día cuidando a Clara porque yo ya crié a tres hijos y no tengo más paciencia, y que encima ahora ando sin un peso en la cartera para cosas básicas como la peluquería o el cine. Martín trató de explicarle, como ya lo había hecho mil veces, que solo se trataba de un mal momento y que con suerte todo iba a mejorar pronto, pero Inés siguió quejándose y lamentándose por lo desdichada que había sido durante sus treinta años de matrimonio, hasta que llegó a decir que, para colmo, ahora que sus hijos eran grandes ninguno la apoyaba.
Martín no pudo contener la furia. ¿Cómo tenía el descaro de decirle que no la apoyaba, cuando en realidad él vivía para tapar los agujeros de su familia? Indignado, superado por semejante situación, no pudo evitar desahogarse ahí, frente a su madre, en la cafetería de una clínica de maternidad. Le dijo a Inés, alzando la voz, que estaba harto de escuchar sus problemas de pareja, que si tan infeliz la hacía su marido por qué mierda no se separaba, que estaba podrido de pagar todos sus caprichos y los de Candela, que ya no daba más, que hacía meses no se compraba nada para él, que por qué no se hacía cargo ella de sus cosas y si no tenía plata y su marido era un inútil desempleado que al menos tenga la inteligencia de mudarse a un departamento más chico y montar algún negocio con la diferencia, o que venda el auto, o que salga a trabajar ella, que deje de gastar la plata que él le daba en peluquerías, masajes, salidas con amigas o mucamas por hora (porque ella era incapaz de mover un dedo en la casa) y que él ya no quería saber más nada con nadie, que había decidido irse a vivir solo y de ahora en más cada uno debía hacerse cargo de sus problemas.
Inés se quedó inmóvil, con los ojos colorados, las mejillas atravesadas por un par de lágrimas y la mirada perdida. Era la primera vez que Martín, su hijo perfecto, la hacía llorar.

miércoles, 23 de marzo de 2011

5

Martín negó la enfermedad de Candela hasta que la realidad se hizo inevitable. Al principio, cuando le dijeron que durante la operación de su hermana habían encontrado un par de tumores que le fueron extirpados en tres horas de cirugía, pensó que era algo común en las mujeres, que a todas, tarde o temprano, les aparecía algún quiste, un bulto, una pelotita de grasa o cualquier cosa fea que debía ser sacada y listo. También pensó en todas esas actrices o cantantes que aparecían en la prensa contando cómo habían superado el cáncer o se dejaban tomar fotos con un pañuelo en la cabeza mientras acudían a sus sesiones de quimioterapia. Se acordó de Kylie Minogue, la cantante australiana que sufrió cáncer de mama y salió a declarar, en una conferencia de prensa, que estaba dispuesta a superar la enfermedad junto al invalorable amor de su reciente esposo y al cariño incondicional de su madre, y que agradecía el apoyo de todos sus fans, sin los cuales ella no sería nada. Luego agregó, antes de soltar un par de lágrimas, que congelaría sus óvulos lo antes posible, porque nada ni nadie la haría renunciar a la única y maravillosa experiencia de ser madre (cuando terminó de decir esto, todos los periodistas se pusieron de pie y aplaudieron, conmovidos).

Martín también recordó uno de los últimos capítulos de Sex and the city, su serie favorita, en el que Samantha descubre que tiene cáncer en un ovario y no se inmuta ante la enfermedad, no se pone a llorar ni llama a sus seres queridos para darles la terrible noticia, como suele suceder en las novelas dramáticas. Carrie, su mejor amiga, tampoco llora ni hace un drama al enterarse, y en los capítulos siguientes Samantha se ríe de su enfermedad y termina absolutamente curada, volviendo a preocuparse por la combinación de la cartera con los zapatos y actuando como si nada hubiera ocurrido. Esos recuerdos frívolos hacían que Martín se sintiera optimista cuando se enteró de que habían aparecido un par de tumores en el cuerpo de su hermana.
Pero después todo empeoró, o las cosas empezaron a mostrarse tal cual eran, y la vida de Martín se transformó en una pesadilla, aunque nada comparable con la que tuvo que vivir Candy. Cuando la vio llena de tubos, inconsciente por la anestesia y con una inmensa cicatriz que le atravesaba el estómago, el mundo se le vino encima. En ese momento no pensó en los tumores o en los resultados de la biopsia, porque el terror que sentía hacia los hospitales, las cirugías y hasta un simple suero lo paralizaron por completo. Inmediatamente asoció ese estado moribundo en el que vio a su hermana con la posibilidad que anticipaban los médicos de que se tratase de un cáncer avanzado y sintió un fuerte dolor en el pecho. Se quedó mirando a Candela, con esa angustia asfixiante que nunca había sentido, y juntó las fuerzas que no tenía para quedarse a su lado y no salir corriendo espantado por la situación. Le tomó la mano, débil e inerte, y le pidió, sin hablar, que por favor no lo abandonase. Contuvo el llanto, temiendo que ella despertara y lo viera en ese estado y sospechara que algo le estaban ocultando, pero no pudo reprimir las lágrimas. Entonces tuvo que salir, porque Candela no sabía nada de su enfermedad, no sabía que todo podía ser tan grave, y si lo veía llorando se iba a preocupar más de lo necesario.

Los días posteriores a la cirugía, Candela empezó a verse más normal y Martín recuperó las esperanzas. Los resultados de la biopsia todavía no estaban, entonces él, aferrándose a un optimismo absurdo, se aseguraba a sí mismo que esos tumores debían de ser benignos, unos simples quistes o bolas de grasa tan comunes en las mujeres estresadas, o que, en el peor de los casos, se trataría de algún linfoma como el de Kylie o el de Samantha, un mal momento que sería eliminado con algunas sesiones de quimio y varias pelucas que, pensó, podría conseguir él mismo en esa tienda para viejas ricachonas de la avenida Santa Fe. Una y otra vez se repetía que Dios no podía ser tan malo como para matar a una chica buena de 29 años que además estaba a cargo de su hija de apenas 11 meses. Entonces, la posibilidad de un cáncer terminal, barajada por el cirujano y otros médicos clínicos del sanatorio donde Candela había sido operada de urgencia, no entraba en su cabeza. Si Dios existe, no puede permitir esto, trataba de convencerse, para luego recordar que ese Dios permitía que miles de chicos murieran de enfermedades o por guerras o de hambre, y en ese contexto todo podía irse al carajo.
Cuando se dieron a conocer los resultados de la biopsia, Martín pensó que Dios era un invento, porque si en verdad existía, no podía ser tan malo.

lunes, 21 de marzo de 2011

4

La personalidad obsesiva de Candela fue acentuándose con el tiempo, tanto que a sus 28 años no solo anhelaba tener una figura delgada o un peso bajísimo, sino que también se esforzaba por mantener la casa en un nivel de orden y limpieza extremo. Pasaba el día entero detrás de la empleada doméstica de sus padres, marcándole los lugares en los que, a su exigente criterio, había quedado algún rastro de suciedad o germen sin desinfectar. Por las noches, cuando su pequeña hija dormía y todos miraban cualquier cosa en la tele, era capaz de prender la aspiradora o ponerse a lustrar los bronces de la casa que, según decía a los gritos, “la paraguaya esa de mierda no sabe limpiar, porque es una sucia, ¿no le viste los pelos?, ¿no le viste las manos?, ¡es un asco!, ¡no sé por qué mamá no la echa de una vez a esa negra!”.
Alberto ya estaba resignado a las locuras de su hija Candela. A su modo de ver las cosas, consideraba normal que cada persona expresara su manera de ser y prefería no enfrentar a nadie. Ni a su mujer, cuando iba a cuatro médicos diferentes en un mismo día y todos le decían que no tenía ninguna enfermedad, ni a su hijo Martín, que odiaba el rugby (lo que para Alberto ya significaba algún tipo de desviación) y no le dirigía la palabra, y tampoco a su hijo Miguel, cada vez que desaparecía de la casa o se veía envuelto en alguna pelea callejera. Entonces, ¿por qué habría de prestarle atención a la loca de Candy? Si quiere limpiar compulsivamente, que lo haga, y si no quería comer, que no coma, que se cague de hambre y listo. Ese era el razonamiento de Alberto.
Inés estaba harta de pelear con Candela, de decirle que comiera, de obligarla a ir al médico, de mantener la casa en perfecto estado para que Candela no se deprimiera, de oírla llorar encerrada en el baño, de criar otro nieto. Pero jamás se daba por vencida cuando se trataba de sus hijos, y aunque se sintiera desbordada por la situación, juntaba fuerzas para tratar de lidiar con su hija. “Candy, no hace falta que limpies, Norma ya pasó la aspiradora esta mañana”, le decía. “¡Pero no ves que está todo sucio! ¡No te das cuenta de que esto es un asco!”, gritaba Candela, señalando un rincón de la cocina al que era casi imposible acceder.
Inés se resignaba, hacía su mayor esfuerzo por mantener la calma y prometía hablar al día siguiente con Norma, su empleada, para que tuviera en cuenta los descuidos denunciados por Candela. Le parecía absurdo, pero con tantos años de maternidad y problemas a cuestas ya nada la sorprendía, prefería actuar en piloto automático antes que plantearse un nuevo problema. Su experiencia la llevaba a resolver y no pensar. Esa era, para ella, la única forma de seguir adelante.

Martín amaba sin reservas a Candela, tanto que no le molestaban sus conductas de loca obsesiva. Es más, a su modo de ver las cosas, pensaba que estaba bien ser todo lo flaca que una pudiera y mantener la casa lo más limpia y ordenada posible. Por eso su hermana no le parecía ninguna trastornada, sino una chica correcta que cargaba con la dura tarea de criar a una hija sola. Y él, que quería a su sobrina más que a nada en el mundo, hacía todo lo que estaba a su alcance para ayudarlas. Por eso trataba de no quejarse cuando el ruido de la aspiradora atravesaba las paredes de su cuarto, o cuando su sobrina -y ahijada- lloraba incansable porque le estaba saliendo el primer diente.

Martín soñaba con irse de la casa de sus padres, pero el sueldo que ganaba en el estudio de abogados de su tío apenas le alcanzaría, en caso de mudarse, para pagar una renta en algún departamento barato de un barrio malo. Además, en la familia las cosas no estaban como para generar más gastos. “Mejor nos quedamos acá todos y la peleamos juntos, si total a mí me encanta vivir con ustedes, ¿no les parece?”, le decía Inés, su madre, cuando él planteaba la necesidad de irse.
Candela se hacía cargo de todas las necesidades de su hija Clara, que estaba por cumplir un año, y no dejaba que nadie la ayudara con esas tareas. Era tan estricta en las comidas, las horas de sueño, la ropa, los turnos médicos, las horas de juego y el aseo de su hija que apenas le quedaba tiempo para vestirse con algún pantalón viejo y holgado y una camiseta oscura varios talles más grandes que el suyo. El cansancio se le notaba en la cara, pálida y ojerosa, y en el cuerpo, frágil y huesudo.
Todos en la familia estaban convencidos de que la delgadez extrema de Candela, agravada luego de dar a luz, era producto de una reincidencia en la anorexia, enfermedad que, según decían los especialistas, se mantenía latente de por vida. A medida que los signos de deterioro se hacían más evidentes, Inés se desesperaba por que su hija volviera a comer. “Hacelo por Clara”, le decía. “Vos tenés que estar fuerte para cuidarla, sino ¿quién se va a hacer cargo”. “¡Mamá, ya te dije que no me hables de ese tema!, interrumpía Candela, furiosa.

Una tarde de otoño, mientras miraba los programas de cocina en el canal femenino y Clara dormía la siesta, Candela intentó comer un poco de pollo que se había separado del mediodía, para ver si de una vez por todas lograba almorzar. No había probado nada desde el café y las dos galletas de salvado de la mañana, y se sentía tan mal que se obligó a comer. Pero no pudo. Cuando terminó de tragar el segundo bocado de pollo hervido, sin sal y sin condimentos, tuvo un dolor intenso en el estómago y paró. Unos minutos más tarde sintió que su estómago iba a explotar. El dolor era tan fuerte que, casi por instinto, se metió los dedos en la boca y siguió hasta la garganta, lo más hondo que pudo, llegando en pocos segundos a provocarse el vómito, como lo hacía cuando quería deshacerse de todo lo que había comido con desenfreno.
Después vino el alivio, la liberación, el bienestar de sentir la panza vacía. Pronto se lavó la boca con Listerine para eliminar el sabor amargo del vómito y se mojó la cara con agua helada para borrar el sudor de su cara. Se miró al espejo, cadavérica y ojerosa, y pensó que estaba haciendo bien su tarea, que al ritmo que iba en poco tiempo llegaría a verse tan mal que todos se preocuparían por ella hasta desesperarse. Después se sentó en el inodoro y lloró durante varios minutos, hasta que oyó los gritos de Clara y corrió, todavía con lágrimas en los ojos, a levantarla de la cuna. Estaba tan débil que le costó alzarla, pero su instinto maternal le dio las fuerzas necesarias para consolar a la pequeña y olvidarse de sus propias dolencias.

viernes, 18 de marzo de 2011

3

Candela lloraba en la cocina cuando sintió las primeras contracciones. Estaba sentada en el piso, sobre las baldosas frías de mármol, con las dos manos sobre la panza inflada, a punto de estallar, y la cara hinchada, húmeda por las lágrimas. No podía dejar de pensar en esa hija que traería al mundo, en cómo se sentiría al saber que su padre no estaba, que nunca iba a estar. Lloraba porque le dolía el alma, porque el miedo no se le salía del cuerpo, no la dejaba respirar; pero también se llenaba de gritos y lágrimas por las contracciones, que cada vez se hacían más insoportables.
Martín se deprimía al ver a Candela en ese estado. La sola imagen de una mujer embarazada, con la panza hecha un globo llorando en el piso helado de una cocina le parecía de telenovela. Por eso trataba de no estar mucho en la casa, solo lo indispensable para dormir, bañarse y comer algo a la noche, encerrado en su cuarto frente al televisor. Le daba impresión ver a Candela tan embarazada, como a punto de explotar, pero más terror le causaba la idea de que sería él quien se encargaría de estar en el momento clave, cuando fuera necesario cargar a la futura madre, intentar calmarla, llamar a una ambulancia o llevarla manejando hasta la clínica, haciéndola respirar profundo, como en las películas. Solo pensar en esa escena le producía un pánico indescriptible.

Candela rompió bolsa justo el día en que Inés, su madre, tenía que visitar a su psiquiatra. Mientras lloraba en la cocina sintió que algo se le quebraba por dentro, explotaba como una bombita de agua en carnaval, y a los pocos instantes un líquido cálido y medio sangriento se derramó entre sus piernas. Su primera reacción fue dejar de llorar, pensar en los pasos a seguir, ponerse en acción. Después se dio cuenta de que estaba sola, de que Inés se había ido al médico y Alberto a esa hora ya estaba en el club viendo algún entrenamiento de rugby. Entonces escuchó la puerta de calle a punto de abrirse, la llave metiéndose, y enseguida pidió auxilio. Eran las siete de la tarde y Martín llegaba de la oficina. Cuando fue a la cocina, guiado por los gritos de ayuda, y se encontró con esa escena tan temida, lo primero que dijo fue: “¿Estás sola?” Luego trató de ayudar a su hermana, pero no sabía por dónde empezar. “¡Una ambulancia, dame el número de la ambulancia! ¿Cómo es? ¿Dónde está?”, le dijo a Candela, con el pulso acelerado y las manos temblorosas, tratando de sostener el teléfono. “No, una ambulancia no, va a tardar más, llevame al sanatorio que ahí tienen todo listo”, contestó su hermana, con las palabras quebradas por el dolor.
Martín maldijo a su suerte por haberlo depositado a esa hora, en ese lugar. Pero no le quedó otra alternativa que hacer eso que siempre había visto en la tele y tanto rechazo le producía. Buscó una toalla para que Candela pudiera secarse, la ayudó a levantarse, le puso un abrigo gigante para cubrirla entera y llamó al ascensor para bajar hasta la cochera. Le daba impresión tocar a su hermana, abrazarla, y no supo qué decir para calmarla o alentarla, así que se quedó callado, esquivándole la mirada. Una vez en el auto manejó rápido, sin respetar señales de tránsito o el cruce de los peatones, hasta que tuvo que frenar de golpe para no chocar. El ruido fue agudo, largo, y él pensó que había llegado el final, que terminarían estrellados y tal vez esa era la mejor solución para terminar con una situación tan horrible. Pero el auto frenó, no hubo accidente, y Martín no tuvo tiempo de escuchar las puteadas del otro conductor, que lo acusaba de inconsciente y suicida. Siguió su camino, hasta que finalmente llegó a la clínica, donde el personal, acostumbrado a estas escenas, se ocupó de todo lo demás.
Media hora después llegó Inés, que había escuchado los mensajes desesperados de Martín cuando terminó su sesión con el psiquiatra. Alberto no usaba celular, así que nunca se enteró de nada. Recién a las doce de la noche, cuando regresó del entrenamiento, supo que había sido abuelo.

Candela quiso que Inés entrara con ella a la sala de partos, que fuera su madre la que le sostuviera la mano mientras trataban de sacarle un bebé de la panza. “Pujá, pujá, respirá profundo, vamos Candita, aguantá, que ya sale”, la alentó Inés, aunque sus esfuerzos eran inútiles, porque el bebé no salía. “Vamos a tener que practicar una cesárea, el chico no sale, parece que está enredado con el cordón umbilical”, explicó el médico a cargo. “¡Pero usted es un inútil! ¿Recién ahora se da cuenta? Llevamos media hora acá sufriendo con la chica que se retuerce del dolor, así que hágale cesárea o lo que mierda sea para calmarla un poco”, se quejó Inés, que perdía lo modales cuando se trataba de hablar por sus hijos. En vez de gritar, de patalear o maldecir a todos a su alrededor como hacía la mayoría de las parturientas, Candela permaneció en silencio, con los puños apretados, los ojos cerrados, el ceño fruncido, arrugado por la tensión, pero siempre callada, como si tuviera prohibido manifestar sus dolencias. Inés conocía de memoria los gestos de su hija y sabía que, aunque ella no dijera nada, estaba sufriendo como nunca antes.

Finalmente la cesárea fue un éxito y Clara nació rebosante de salud y vitalidad. Más tarde, cuando Martín pudo entrar a la habitación, Candela le pidió que alzara a su hija, una beba algo machucada que no paraba de chillar. “Tomá, es tu ahijada, hacela callar”, le dijo Candela en broma, y Martín sintió el mismo pánico que hacía unas horas, cuando llegó a su casa y se dio cuenta de que él estaba a cargo de todo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

2

Unas semanas después, Candela se decidió por comprar un test de embarazo. Como ella vomitaba con frecuencia, intencionalmente, pensó que estos nuevos vómitos, ahora involuntarios, podían ser consecuencia de tanto meterse el dedo para largar lo que acababa de comer. Entonces no hizo nada. Tampoco tenía un médico al que consultar, una clínica a la que acudir cada vez que se sentía mareada o la invadían las náuseas. Así vivía en Londres, casi sola, desprotegida. Con el tiempo le pareció extraño que no le llegara el período, aunque esto también le había pasado antes, y no por estar embarazada sino a causa de sus continuos desórdenes alimenticios.
Un día se despertó sabiendo que estaba esperando un hijo. Sentía que tenía algo nuevo adentro, como si le sobrara una parte del cuerpo. Además, sabía de aquella noche, hace un par de meses, cuando le dijo a Mariano que no se preocupara, que no necesitaba cuidarse porque todavía le quedaban las pastillas que había llevado de Argentina. También sabía que eso era mentira, pero no se animaba a reconocerlo, ni siquiera a sí misma.
Le costó decidirse a comprar el test, en parte por miedo a enfrentar la verdad y también porque no hablaba una palabra de inglés y era demasiado tímida como para ponerse a hacer gestos de mujer embarazada en una farmacia llena de extraños. Pero no le quedó más remedio que hacerlo, tuvo que buscar una farmacia alejada, esperar el momento en que se vaciara de gente y explicarle a una farmacéutica (se aseguró de que fuera mujer) repitiendo la palabra test y tocándose la panza.
No entendió las instrucciones del manual, no comprendió absolutamente nada de lo que decía, pero le bastó con ver el color rosa con el signo de más para darse cuenta de que, si le salía así, significaba positivo. El procedimiento del pis lo sabía por las novelas, las películas o por alguna amiga (de esas que tenía en la adolescencia y no veía más) que ya se había hecho el test.
La tarde que confirmó sus sospechas estuvo cargada de sentimientos encontrados. Por un lado, se sentía feliz con la idea de que no se quedaría nunca sola. Esa sensación la reconfortaba, sobre todo porque desde que había llegado a Londres se creía la persona más abandonada del mundo. Ahora tendría a alguien a quien cuidar, una compañía para salir a pasear, una oreja que la escuche (aunque los primeros años no le conteste). Pero la ilusión de esa nueva vida que la esperaba se desvanecía cuando pensaba en la reacción de Mariano. Él había sido muy claro en decirle que esos seis años que pasaría en Londres estaban destinados al crecimiento profesional y al ahorro, que si ella lo quería acompañar un tiempo, lo que aguante, perfecto, pero era bien directo para recordarle que ni siquiera estaban casados, que por el momento esa idea no figuraba en sus planes y que debían cuidarse porque él no pensaba hacerse cargo de un hijo.


El vuelo de regreso a casa duró 12 largas horas. Fueron, hasta ese momento, las más largas en la vida de Candela. No tenía un remedio para controlar las náuseas o unas gotas para frenar los vómitos, ni siquiera algo para el dolor de panza. En Londres no se animó a comprar nada más que el test de embarazo, haciéndose entender mediante señas y ademanes ridículos, como si estuviera jugando al “dígalo con mímica” y le tocara interpretar la película “Sospecho que estoy embarazada y me gustaría comprobarlo”. Después de ese episodio, no pudo volver a la farmacia por la vergüenza y la falta de ganas de interpretar a una mujer que se encuentra en los primeros meses de embarazo y vomita sin parar. En lugar de eso, prefirió aguantar y tratar de regresar a Buenos Aires lo antes posible. Mariano estaba de gira en alguna ciudad de Inglaterra. Candela se encontraba sola en Londres, desesperada por largarse de ahí, con un hijo adentro suyo y las palabras de su novio martillándole la cabeza. Ni se te ocurra quedar embarazada porque no es momento, ¿está claro?, le decía cada dos o tres días, como si tener un hijo dependiera estrictamente de su voluntad.
Cuando el test le dio positivo, no compartió la noticia con nadie. Mariano nunca supo que iba a ser padre. Candela se quedó paralizada por el miedo, y de manera casi instintiva, sin pensarlo, llamó a Inés. “Mamá, tengo que volver ya a Buenos Aires”, le dijo, llorando a miles de kilómetros de distancia. Inés conservó la calma y trató de averiguar qué estaba pasando, pero sus intentos por hacer hablar a Candela fueron inútiles. Su hija repetía, agitada por el llanto, que debía volver cuanto antes, que estaba bien, que Mariano no le había hecho nada malo. Inés dejó de preguntar y actuó. Sin cortar con Candela, llamó desde el celular a Ernesto y le pidió que sacara un pasaje de Londres a Buenos Aires. “El primero que encuentres, no importa el precio, es una emergencia”, le dijo a su hermano. Al día siguiente, Candela se encontraba lista para abordar el vuelo de regreso a la casa de sus padres.
Durante el viaje no dejó de tocarse la panza y pensar en el futuro. Su primera conclusión fue que le quedaban tres opciones. La primera, abortar. La segunda, decirle a Mariano que estaba esperando un hijo suyo y obligarlo a que se hiciera cargo, apelando a un juicio de paternidad y una prueba de ADN en caso de que fuera necesario. La tercera, quedarse en Buenos Aires con su hijo y dejar a Mariano viviendo en Londres, diciéndole que simplemente quiso separarse porque extrañaba su ciudad y ocultándole para siempre que iba a ser padre.
Si Mariano se entera de que no me cuidé, me mata, pensó. Qué tonta, me metí en este quilombo al re pedo. Para qué mierda dejé de tomar las pastillas, si Mariano siempre me dijo que no quería saber nada con tener hijos. ¿Qué pensaba, que quedando embarazada lo iba a hacer cambiar de opinión? Imposible, si cuando le di a entender que iba a dejar de tomar las pastillas se puso re violento. Y ahora ni loca le digo que ya estoy embarazada, me va a re putear y a decir “te dije, te dije”, y yo como una boluda callada, bancándome los insultos. No, mejor no le digo. Además, si decido tenerlo y se le digo ¿no corro el riesgo de que después venga a reclamarme cosas? ¿Mirá si me saca al bebé y se lo lleva a Londres, como la tipa esa que se casó con el árabe que después le quitó los hijos y ahora viven en el culo del mundo y la tipa se tiene que tomar como cuatro aviones para verlos tres veces a año? Obvio que lo más razonable sería decirle y ver qué onda, mirá si en una de esas recapacita y se vuelve a Buenos Aires y nos casamos y todo bárbaro… No, ya sé, no puedo ser tan estúpida, eso es imposible, ya me dijo veinte veces que él ni loco vuelve a la Argentina, que ese país de mierda no tiene futuro y bla bla. Aparte, si le digo, no creo que ni siquiera me proponga que aborte y me quede con él y sigamos siendo novios, lo más probable es que se enoje tanto porque le mentí por las pastillas y porque me fui sin avisarle que me termine diciendo que aborte en Buenos Aires y no vuelva más. Y eso sería lo peor, porque me quedo sin el pan y sin la torta, sola en Buenos Aires y habiendo matado a este hijo que por algo llegó. La verdad es que me muero del cargo de conciencia si llegara a abortar. Y eso de tenerlo nueve meses en la panza y entregarlo en adopción debe ser peor, una tristeza total, porque si ya lo viste crecer en tu panza después no querés largarlo más, debe de ser terrible darlo así. Yo creo que mejor lo tengo sola y no digo nada, total Mariano en Londres ni se entera, su familia ni me conoce y amigos no tiene, al menos amigos así de toda la vida que me conozcan o sepan dónde vivo. De eso, por suerte, nada. Y en casa le digo a mamá y a papá la verdad, que quise tenerlo sola y que a Mariano no le digan nada. Y que a los parientes y a sus amigos les digan que soy madre soltera y chau, sin dar explicaciones, y al que le joda o le parezca inmoral que se cague, me da igual. Y lo pongo a Martín de padrino, que seguro se pone re contento y le va a comprar un montón de cosas. Y de madrina a mi amiga Juli, que por lo que me contó está teniendo mil problemas para quedar embarazada y ni siquiera tiene sobrinos la pobre, así que con esta noticia va a estar fascinada. Pero a Mariano no le digo nada, que mi hijo sea para mí sola, si lo más importante es que tenga mamá, lo del padre no me parece tan fundamental. Y yo lo voy a cuidar todo el día, y de última quién te dice que dentro de un tiempo tengo suerte y conozco a otro tipo y me caso y todo re bien, re normal, como cualquier familia. Eso sí, después del embarazo me pongo a full con la dieta porque seguro voy a estar hecha una cerda. Y la plata, bueno, Dios proveerá, más adelante me consigo un trabajo y listo, si total en lo de mamá no tengo que pagar nada, y está Ernesto, que además de tío es mi padrino y siempre me re ayudó en todo, no se va a borrar esta vez. Aparte, está Martín, que no sé que onda pero nunca una novia ni nada, pero con el trabajo le va bárbaro, así que nada, si es el padrino se hará cargo, eso seguro. Ay, no lo puedo creer, yo mamá, y encima soltera, ni me quiero imaginar todo lo que se me viene… Pero me la re banco, voy a sacrificarme toda la vida para que este bebé crezca bien. Voy a ser la mejor madre, eso seguro, si siempre quise tener un hijo, siempre fui re Susanita. Lo voy a llevar al colegio todos los días y voy a ir a todas las reuniones de madres y le voy a dar de comer bien sano y lo voy a ayudar con la tarea y todo, todo eso que mamá nunca hizo conmigo. Y cuando el bebé sea grande me voy a sentir re orgullosa de haberlo criado sin el padre, y lo voy a cuidar tanto que me va a querer más que a nadie en el mundo y entonces nunca, pero nunca, me voy a quedar sola.

lunes, 14 de marzo de 2011

1

Londres era un lugar horrible a los ojos de Candela, que llevaba más de dos meses en esa ciudad donde el invierno se le hacía insoportable. Estaba harta de la lluvia, del frío, de escuchar a todo el mundo hablando en un idioma que ella no comprendía, y de pasarse el día entero encerrada en un departamento minúsculo o vagando por calles que, aunque había recorrido una y otra vez, siempre le resultaban ajenas. Creía que se estaba volviendo loca luego de tanto tiempo hablando consigo misma, e incluso llegó al punto de contar las horas que pasaba en un estado de absoluto mutismo. Eran ocho, a veces diez, dependiendo de las obligaciones o de los viajes de su novio Mariano. Él se levantaba cada mañana a las ocho, comía un plato de cereales fortificados con yogur bebible de vainilla, tomaba una ducha de tres minutos, se afeitaba con una rasuradora descartable y jabón blanco, bañaba su cuerpo en loción antitranspirante con olor a colonia, se vestía con alguno de sus tres equipos de gimnasia, besaba a Candela en la mejilla y trotaba las diez cuadras que separaban el departamento donde vivía del club de rugby para el que jugaba. Entonces Candela se quedaba sola, y lloraba unos quince minutos, hasta que juntaba fuerzas para ir a la cocina y prepararse un café sin leche ni azúcar. Después se conectaba a Internet y leía los e-mails que le mandaba su madre, Inés, o a veces su hermano Martín, -las únicas personas que le escribían con constancia- y los contestaba en forma lenta y desordenada, describiendo sin comas, puntos, mayúsculas ni acentos cada cosa que había hecho en el aburrido día anterior. Más tarde hacía la cama, ponía la ropa en la lavadora, doblaba las medias y los calzoncillos de Mariano, planchaba sus camisas, limpiaba el baño e iba al supermercado.
Todas las tareas del hogar las realizaba con un esmero excesivo que resultaba inútil, porque el baño era feo aunque lo limpiara mil veces, la ropa de Mariano se ensuciaba en unas pocas horas de entrenamiento y la comida siempre le salía fea, porque en el supermercado le costaba entender el contenido de las cajas y nunca encontraba los mismos productos que había en Buenos Aires. Todo eso la deprimía y hacía su rutina más complicada, pero lo que le resultaba realmente insoportable era la idea de ver a su familia solo dos veces al año. Y eso, con suerte. Aquella idea la atormentaba, le parecía lo más cercano a la muerte, una muerte en vida, pensaba, porque si sacaba la cuenta del tiempo real que podría ver a su madre (un mes en julio y una semana en navidad), llegaba a la conclusión de que si ella y Mariano se radicaban en Inglaterra, solo le quedaban unos pocos años al lado de sus padres, y que cuando alguno de los dos muriera ella ni se daría cuenta, porque igual no los veía nunca. Pensaba eso y se asustaba, volvía a llorar y creía que iba a enloquecer, o que le agarraría un ataque, algo parecido a lo de su hermano Miguel.
Pero no tenía el valor de dejar todo y volver sola a Buenos Aires. Sentía que por fin había encontrado un hombre que se fijara en ella, que la llevara a vivir con él y que la mantuviera sin exigirle más que el cumplimiento de unas pocas tareas domésticas. Entonces trataba de convencerse de que su destino ya estaba trazado, de que no podía volver a Buenos Aires a trabajar como secretaria diez horas por día y quedarse soltera para el resto de su vida, viviendo con sus padres hasta que se enfermasen y muriesen de a poco. Sentía que esa era una forma de fracasar, como había fallado su madre al no poder construir una familia perfecta, y ella no estaba dispuesta a tolerar ese destino para sí misma.

Pasó otro mes sin decir nada, aguantando la soledad, el frío y la lluvia. Pero Mariano no se daba cuenta de lo mal que estaba su novia. No tenía la sensibilidad suficiente como para notar esa mirada triste, ese andar cansado, apagado. Las pocas veces que Candela se atrevía a llorar a su lado, él la abrazaba, le decía que todo iba a estar bien y le compraba algún regalo. Pero no le preguntaba de dónde salían esas lágrimas, qué le producía tanta tristeza, tal vez porque ya sabía que ella no podía seguir viviendo así, tan lejos de su casa, y él no quería escuchar esa verdad. Entonces prefería no seguir hablando del tema, cambiar el rumbo de la conversación, y cuando Candela dejaba de llorar, él creía que todo estaba bien, como antes.
Luego de varios meses de sobrevivir aquella rutina solitaria, a Candela se le ocurrió que el hecho de tener un hijo podría salvarla. Pensó que si traía una persona al mundo, Mariano la iba a querer para siempre y ella ya no tendría tiempo de aburrirse o sentirse sola en las frías tardes londinenses.

viernes, 11 de marzo de 2011

¿Y si subo un capítulo semanal?

Ya que tengo este blog creado, ¿les gustaría que suba un capítulo de Candy en forma semanal?
¡Creo que puede ser divertido!
¿Lo leerán?
Besos.