viernes, 6 de mayo de 2011

27, 28, 29 y 30

27

Hacía tiempo que los sábados a la noche habían dejado de ser un momento de distensión, salidas festivas y reuniones sociales para la familia Vidal.
Hubo un tiempo, que ahora se sentía lejano, en el que el fin de semana estaba cargado de actividades divertidas: Inés y Alberto salían a comer con algún matrimonio amigo o invitaban gente a la casa, “a comer una pavadita, a pasar un rato agradable”, decía Inés, Miguel desaparecía el viernes a la noche y regresaba el lunes a la mañana, sin que nadie se interesara por saber dónde o con quién estaba, Candela salía con algún pretendiente o iba a las fiestas de rugbiers acompañada por su única amiga, Carola, a la que dejó de ver cuando partió a Londres, y Martín armaba un programa con sus amigos del colegio, que salían con el único propósito de emborracharse y buscar chicas; aunque a él no le interesaban ninguna de las dos cosas, prefería ir a una discoteca a bailar las canciones que escuchaba en la radio a quedarse solo, encerrado en su cuarto, mirando la tele.
El panorama cambió con el tiempo y las circunstancias. Ahora, un sábado cualquiera consistía en quedarse en casa. Alberto no tenía trabajo ni plata para salir a comer con Inés; Inés no tenía ganas ni libertad para salir porque debía atender a Candela y cuidar a Clara; Miguel vivía su propia realidad, casado y con dos hijos, tratando de sacar una familia a flote en un país en crisis; Candela no tenía ganas de salir, por razones obvias; y Martín había dejado de divertirse con sus amigos del colegio –todos de novios, algunos casados– y mantenía la promesa a la Virgen de no llevar ningún tipo de vida gay a cambio de la curación de su hermana. Tampoco estaba de ánimo para divertirse: se avecinaba una tercera operación y noticias que siguieron a las últimas sesiones de quimioterapia habían sido devastadoras.
Ese sábado Alberto miraba un partido de rugby encerrado en su cuarto, mientras Inés, Martín y Candela cambiaban los canales de otra televisión, sin tener claro en qué señal querían detenerse para pasar el rato. No esperaban nada divertido, porque los sábados, sobre todo a esa hora, no daban nada interesante, la gente salía a divertirse y a nadie le parecía un gran plan quedarse encerrado mirando la tele.
–Para acá –le ordenó Martín a su madre.
–¿En el 9? ¿Qué dan? –preguntó Inés.
–La entrevistas de Gerardo Rozín, ¿no te divierte?
–No sé, depende de quién esté, a ver…
–Flor de la V… ah, dejá acá –se animó Martín.
–Ay, sí, me encanta, es tan divertido…
–Divertida, mamá, se supone que es mujer.
–Que yo sepa es hombre, ahora, que se ponga lolas y peluca es otra cosa…
–Bueno, da igual, mamá, dejá acá que igual en los demás canales no dan nada.
–¿Dejo, Candy?
–Me da lo mismo.
–Callate, mamá, que ya empieza.
El programa comenzó con una presentación del animador de anteojos y regordete, que saludó a la audiencia y anunció a la invitada. Florencia de la V, el travesti más mediático del país, llevaba un minivestido negro, muy ajustado, que le marcaba los pechos prominentes, duros –al mejor estilo vedette de la calle Corrientes– y dejaba al descubierto unas piernas contorneadas, perfectas, mejores que las de cualquier modelo clase B. El pelo, largo gracias a las extensiones, liso, brillante, como de peluquería, estaba recogido por el frente y los costados, sostenido por un potente fijador, lo que agregaba varios centímetros a su gran porte.
La entrevista comenzó girando en torno al éxito de la artista, a cómo se conectaba con su público, a cuál era la receta para tener treinta puntos de rating cada noche. Siguió con el tema de sus colegas, las demás vedettes, y las peleas mediáticas que había protagonizado con cada una: que si a la Ritó le dijo corchito por lo enana, que si a la Fidalgo la acusó de ser más fría que una heladera, que si la Casán declaró estar harta de ese travesti que “en lugar de ir a sacarle el trabajo a las mujeres de verdad, debería volver al taller mecánico y a usar calzoncillito en vez de conchero”.
A Martín le causó gracia aquella palabra, “conchero”, y se rió. Inés preguntó, “¿qué es un conchero?”, y Candela, para sorpresa del resto, explicó que se trataba de la tanga metálica que usaban las vedettes entre las piernas en lugar de una bikini normal. “En los programas de chismes de la tarde hablan todo el tiempo del conchero”, dijo, y casi se rió.
El siguiente tema de conversación entre Rozín y Florencia de la V fue la infancia de la entrevistada. Ella contó que venía de una familia muy pobre, de un barrio marginal del conurbano bonaerense, que sus padres eran del Chaco y habían llegado Buenos Aires en busca de un futuro mejor para sus hijos, que tenía dos hermanos varones, los dos orgullosos del éxito de ella, y que para informar a toda la familia sobre su orientación sexual se vistió de mujer, siendo adolescente, y se presentó con un vestido escandaloso, toda maquillada y producida en la iglesia donde estaba a punto de casarse uno de sus primos.
Cuando Rozín le preguntó sobre su madre, dejó de lado los chistes y las risotadas.
–Ella murió muy joven –dijo, y le cambió la cara.
–¿De qué murió?
–De una enfermedad…
–¿Una enfermedad muy seria?
–Sí, te estoy diciendo que murió –afirmó, sin entrar en detalles.
–¿Qué edad tenías?
–Tres años tenía yo. Estaba por cumplir cuatro. Me acuerdo perfecto de cuando cumplí los cuatro, fue el primer cumpleaños sin mamá, y yo me puse a llorar tanto que no pude ni soplar las velitas.
Los ojos de Florencia se humedecieron.
Candela puso atención a la entrevista. Inés dijo que tenía que ir al baño y se largó, sin poder soportar la situación. Martín sintió otra de sus puntadas en el corazón y quiso cambiar de canal, pero su hermana no lo dejó.
–Qué terrible, cuánto lo siento –dijo Rozín.
–Fue lo peor que me pasó en la vida –siguió Florencia, secándose las lágrimas con un pañuelo que le alcanzó el entrevistador.
–Me imagino que eso te marcó para siempre, ¿verdad?
–Nunca me pude recuperar. Me acuerdo que mi mamá se la pasaba cosiendo en su máquina antigua, cosía para afuera ella, para las señoras del barrio, entonces cuando ella murió yo me quedaba mirando su taller, la máquina de coser, y se me hacía un vacío que no te puedo explicar.
–¿Y hasta el día de hoy sentís ese vacío?
–Sí, es un dolor que te queda para siempre. Para sentirme más cerca de mi mamá, yo me puse a coser, y eso que era muy chiquita, pero cosía igual, sola, mientras mi papá se iba a trabajar y mis hermanos jugaban al fútbol en la calle. Ahí me hice mis primeros vestidos, empecé a vestirme de nena, y es hasta el día de hoy que cuando tengo un evento muchas veces yo me hago mi propia ropa, y pienso lo que sería si mamá estuviera acá para ayudarme con los vestidos, para verme en la televisión, en el teatro, para ver todo el éxito que estoy teniendo.
–¿Creés que hubiera aceptado tu condición?
–Sí, yo sé que sí, porque en cada decisión importante que tomé en mi vida, como operarme, querer ser mujer, ser una artista, salir en los medios, en cada paso yo siento que ella está al lado mío y me mira orgullosa desde el cielo o desde donde sea que esté ahora.
–Seguro que es así –cerró el entrevistador–. Regresamos con Florencia de la V después de la pausa.
Candela se quedó pensando en lo que acababa de ver. Se dio cuenta de que si ella se iba, Clara cargaría la cruz de niña huérfana por el resto de su vida y no quería eso para su hija. Quería un hogar normal, con padre y madre, una familia feliz como cualquier otra. Si el destino le estaba negando eso, ella se encargaría de torcerlo, por la felicidad de su hija.

28

La noche anterior a la operación todos tomaron pastillas para dormir. Incluso Alberto, que siempre había sido reacio a consumir ese tipo de drogas, aceptó el Alplax que le ofreció Inés. Martín tomó Rivotril, porque era más fuerte que el Alplax y lo tumbaba en el acto, y Candela, como en muchas noches, mezcló Rivotril con Foxetin, el primero para dormir y el segundo para levantar el ánimo.
El despertador sonó a las seis y media de la mañana. Alberto se levantó, se bañó, puso la cafetera y despertó a Candela. Inés permaneció en la cama hasta que Alberto le llevó el desayuno, como lo hacía cada mañana desde el primer día de casados. Cuando se desnudó para bañarse, Candela se paró frente al espejo y fijó su mirada en la cicatriz de la operación anterior. La línea que le atravesaba el cuerpo, desde el pecho hasta varios centímetros por debajo del ombligo, le recordó exactamente lo que le volverían a hacer, y sintió una tremenda impresión. Se miró a sí misma y pensó: ¿en qué me convertí? Soy un monstruo. Ojalá me duerman en esta operación de mierda y no me despierten más, así esta porquería se termina de una vez por todas. Total, Clarita ya está salvada, se va a ir a vivir con su nueva mamá, Juliana, con su hermanito adoptado, Mateo, y su casa perfecta; se va a salvar de toda esta mierda que no se termina más. Estoy harta, quiero dormirme ya y no despertarme nunca más.
El suero que le inyectaron en la sala de operaciones la dejó inconsciente de inmediato. Después la abrieron y examinaron el aparato digestivo. Desenrollaron los seis metros de intestino delgado, raspando minuciosamente cada célula maligna que apareciera en el camino. Luego cortaron el peritoneo, la membrana que recubre los órganos de ese sector y sirve de lubricante en la digestión –además de absorber grasas y ácidos– y lo extrajeron casi en su totalidad, porque se encontraba atestado de puntos cancerígenos. Esa fue la parte más delicada de la operación, la que muchos cirujanos se habían negado a practicar alegando que la extracción del peritoneo era una tarea imposible de realizar. Por último, extrajeron muestras para analizar mediante una biopsia y expandieron una dosis de quimioterapia directamente sobre la zona afectada, con el propósito de limpiar cualquier rastro de enfermedad.
Durante las cuatro horas que duró la operación, Inés permaneció sentada en la sala de espera, escapándole a la gente y con el celular apagado para evitar a los conocidos que llamaban preguntando cómo había salido todo. No rezó, quizás por despecho, porque sentía que ya había rezado demasiado en las operaciones anteriores y, a juzgar por los resultados, sus plegarias jamás habían sido atendidas. Estaba enojada con Dios, con la Virgen y con todos los curas que le decían que debía aceptar la voluntad divina, pasara lo que pasara.
Alberto salía a fumar y a conversar con cualquiera que se le cruzara. Su manera de actuar en esos casos, al contrario de Inés –que siempre se aislaba–, era hablar con la gente, contarle sus penas y hacer una especie de catarsis pública.
Cuando el cirujano salió, Inés se encontraba sola en una sala del sanatorio. Esperaba una noticia mala o una buena, pero el médico no fue tan explícito. Dijo que la operación había sido muy complicada pero que Candela era fuerte y se encontraba bien, con todos los signos vitales en funcionamiento, y que el paso a seguir era concentrarse en la recuperación de la cirugía y analizar las muestras extraídas. Inés preguntó si habían logrado sacar el peritoneo, pero el cirujano no quiso entrar en detalles que pudieran comprometerlo en caso de que las cosas salieran mal. “Sí, en parte”, dijo. “Ahora hay que tener paciencia y esperar los resultados de las biopsias y la evolución de la paciente”, terminó de explicar, y se fue sin dar lugar a más preguntas.
Inés se quedó sentada, en silencio, con la mente en blanco por más de media hora. Después reaccionó y pidió ver a su hija. Cuando la dejaron pasar a la sala de terapia intensiva, se encontró con una imagen que quedaría grabada en su mente para siempre: Candela dormida, con la cabeza pelada y el torso desnudo, embadurnado en yodo. Un vendaje le atravesaba la herida –esta vez, más grande que las anteriores– y los brazos, delgados como escarbadientes, estaban pinchados por varias agujas de las que se desprendían diferentes tubos. Inés concentró la mirada en los ojos de Candela, en su rostro inmóvil, cargado de paz, y a pesar de lo siniestro del cuadro pudo ver una belleza especial en la cara de su hija. Qué linda es mi Candita, pensó, antes de preguntarse si no estaba bordeando la locura.

29

El posoperatorio fue más largo que el de las dos intervenciones anteriores. Y doloroso, molesto, insoportable para cualquiera. Pero Candela no se rendía, no se quejaba, aguantaba estoica el dolor, la impotencia de permanecer postrada, inútil, y la vergüenza de sentirse humillada cada vez que un médico la revisaba como si fuera un animal carente de pudor, o cuando las enfermeras le lavaban ese cuerpo devastado, en parte por la enfermedad pero también, y en gran medida, por la batalla librada por la medicina para intentar curarla.
Inés se pasaba el día entero en el centro oncológico. Era el lugar más deprimente que había conocido. Los pasillos y salas de espera estaban atestados de pacientes terminales, mujeres calvas, parientes llorando desconsoladamente y gente como ella, que mantenía la esperanza de que todo eso era un mal sueño que acabaría pronto, y que jamás volvería a pisar un lugar tan macabro con aquel famoso centro oncológico, que se jactaba de ser el más prestigioso de Sudamérica. Si eso era lo mejorcito, ¿cómo sería el peor?, se preguntaba Inés cada mañana, cuando llegaba y se encontraba con escenas dantescas, como la vez que en la puerta de la clínica un hombre mayor y otro más joven discutían porque los dos ya habían contratado el servicio fúnebre de su esposa y madre, respectivamente, y ninguno de los dos se dignaba a ceder porque, según gritaban ante la mirada impávida de los tristes concurrentes a aquel espantoso recinto, ya habían pagado el servicio y no estaban dispuestos a perder la plata. O el día en que en la sala de espera una mujer regañaba a su hijo adolescente por haberle dicho a su abuelo, a modo de despedida y con lágrimas en los ojos, que había estado muy orgulloso de ser su nieto, que si el cielo existía le mandase una señal y que cuidara a su madre y a él desde el más allá. “¿Pero no te das cuenta de que nadie le dijo al abuelo que se iba a morir?”, gritaba la madre. “¿No te dije cien veces que lo tenemos engañado, que le hicimos el verso de que esto era una pavada que se solucionaba con una operación? ¿O acaso a vos te gustaría que te dijeran que dentro de tres meses, como mucho, te vas para el otro lado y chau vida, chau familia, chau todo? ¿Te gustaría, ehhhh? ¡¿Te parece lógico?!”, exclamaba la mujer, con una mano en la cintura y otra en la frente.
La internación duró un mes y medio, tiempo en el que Inés dejó de vivir su vida, se olvidó de ella y del resto del mundo para enfocar todas sus energías en el cuidado de su hija.
Llegaba cada día a las siete, ocho de la mañana, y despedía a Alberto, que pasaba las noches haciendo guardia en un sofá cama para acompañantes, a unos pocos metros de la cama del enfermo. Enseguida hablaba con la enfermera de turno para asegurarse de que todos los tubos conectados al cuerpo de Candy estuvieran funcionando correctamente. Luego se sentaba junto a su hija, que a esa hora permanecía dormida gracias a los potentes somníferos que la propia Inés se ocupaba de suministrarle, y rezaba un rosario.
Hacia el mediodía pedía una silla de ruedas y sacaba a Candy, “para que tomes un poco de aire”, le decía, y la llevaba al patio central, que si bien estaba cubierto por un techo de vidrio, al menos permitía que se viera el cielo, casi siempre celeste en esa época del año. Aquellos paseos no dejaban de ser tristes, por la situación y el entorno, pero servían para que Candela se diera cuenta de todo lo que era capaz de hacer su madre con tal de darle un poco de alivio. Es que, durante esa recuperación larga y tediosa, casi sin darse cuenta Candy fue perdiendo el rencor empozado contra Inés durante su adolescencia, fue olvidándose de las ausencias de su madre, de los actos de egoísmo que siempre le había reprochado. E Inés, de una manera forzosa por culpa de la inexplicable crueldad del destino, tuvo la oportunidad de demostrarle a su hija que era capaz de hacer cualquier cosa para salvarla, que no había nada en el mundo más importante que ella, y que si muchas veces había sido irresponsable en las cosas cotidianas, si no era el ama de casa perfecta, la madre comprensiva, siempre atenta a las necesidades de su familia y dispuesta a servirlos en todo, no era por falta de amor o por egoísmo puro, sino simplemente porque la vida se le había ido un poco de las manos, había sido madre muy joven y la suma de responsabilidades muchas veces la hundía en una desidia inconsciente, en una lucha por el día a día que no le dejaba demasiado espacio para ser la madre perfecta que Candy esperaba que fuera. El destino, en este caso, había puesto las cosas en su lugar. E Inés, luego de ese tiempo de dedicación absoluta a su hija, tendría todo el derecho a reclamar el premio a la mejor mamá del año.

30

A las seis de la mañana de un domingo previsiblemente caluroso, Martín daba vueltas en su cama buscando el esquivo sueño que su conciencia no le permitía encontrar.
Al final, esto de ser puto es un bajón. Que noche de mierda. Te juro que no vuelvo más a ese antro lleno de trolos. Un espanto, la verdad. Todas las locas histeriqueando, que sí, que no, que me paro en un rincón y hago que no te miro pero te miro cuando no te das cuenta, que me parece que estás bárbaro y te re daría pero ni loco me acerco a hablarte, no vaya a ser que me rebaje a que pienses que me gustás, qué horror, ni muerta me vas a ver así de regalada, mi amor. Y todas las locas igual de patéticas, con su remera ajustada con el logo bien grande de Armani Exchange, refregándote el lomo, cuanto más trabajado mejor, los jeans ajustados para que se marcase el orto, todas re felices y exitosas con sus amigas también súper regias compartiendo una botella de vino espumante o champagne berreta pero con una actitud de divas como si estuvieran en la disco más top de Nueva York y fueran las cuatro minas de Sex and the city. Un espanto total.
Como no se dan cuenta de que todo eso no existe, es una felicidad falsa, ridícula. Bueno, tal vez sí se dan cuenta y se hacen las que no, tipo negación total, y por eso se muestran re felices, re divinas, cuando en el fondo saben que les tocó una vida de mierda.
¿O acaso elegirían ser maricas? Si antes de nacer viniera Dios, o lo que fuera, y les dijera, a ver, ¿qué te gustaría ser: una loca barata que va a morir sola o un macho al que le encantan las minas y puede tener hijos y ser normal y formar una familia regísima? Te apuesto a que el cien por ciento elegiría la segunda opción, obvio, muchas salen con eso del orgullo y tal, van a esas marchas patéticas o simulan que se casan para salir en televisión, pero en el fondo les encantaría ser normales como todo el mundo, que no se les rían en la cara, no tener que andar dando explicaciones o inventando o mintiendo todo el día. En el fondo nadie elegiría ser puto, esa es la triste realidad.
Te digo una cosa, suerte que Candy me hizo padrino de Clarita, suerte que podemos salir los tres juntos los fines de semana y hago como que esa es mi familia de verdad, digo, ya sé que son mi familia, pero digo la familia que yo formé, es más, la gente cuando nos ve a los tres piensa que estamos casados y somos los padres de Clarita, qué risa, ¿no? Pero yo, feliz; la verdad es que prefiero mil veces ese papel a ser una loca ridícula de discoteca. Ojalá Candy no se case nunca y siga todo así, que después de las que pasamos un poco de paz no nos va a venir nada mal.
En fin, que no me duermo más, que espanto, voy a tener que empezar a afanarle las pastillas a mamá, así me olvido de todo al menos por un rato.

4 comentarios:

  1. wow luchi, mucha información junta...... queremos mas!

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  2. pucha no pense que ya se iba a acabar... suerte Luis y espero que termines tu proximo libro y sea publicado cuanto antes.

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  3. ...más, más, más, más...

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  4. Me encanto! sobre todo la parte en q dices si Dios preguntase q keremos ser xD ,, siempre he pensado lo mismo tambien pero bueno, las cosas como son, a veces queremos cambiarlas pero no dura mucho y volvemos a lo mismo :S ...Saludos Luchin, q pena q se este por acabar, en todo caso gracias por habernos regalado Candy :D ...

    Melissa Guzman

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