lunes, 18 de abril de 2011

19 y 20

19

El viaje de Isabel a Europa debió esperar. Estaba ilusionada con la idea de irse una vez más a Madrid, ciudad que amaba y en la que se sentía como en su casa. Sabía que le quedaban pocos años de vida y probablemente ese sería su último viaje. Estaba lista para partir en un mes, cuando la primavera asomara en Madrid y la segunda operación de Candela confirmara que las cosas volvían a estar bien de una vez por todas. Se gastaría todos sus ahorros sin culpa, aunque en el país las cosas seguían mal y un euro valía más de cuatro pesos. No le importaba, como tampoco le causaba remordimiento que con toda la plata que gastaría en ese viaje la familia de Inés podría mejorar su calidad de vida por un tiempo. Habían sido muchos años pagándole las mucamas, llevándola de vacaciones, procurando que sus nietos asistieran a colegios pagos. Habían pasado muchas crisis, cambios bruscos de gobierno, dictaduras, pesificaciones, corralitos, situaciones límites en las que Inés y Alberto siempre salían perjudicados, porque nunca tenían ahorros ni estaban preparados para enfrentar una tormenta. Y cuando tenían algo de plata parecían olvidarse de Isabel, como en los noventa, que gracias al uno a uno Alberto pudo recorrer el mundo para asistir a diferentes campeonatos de rugby, Inés se fue a Cancún con sus amigas y toda la familia salía cada invierno a esquiar. Pero en aquellos años, cuando tenían dinero, nunca invitaron a Isabel, jamás separaron algo de la plata que les sobraba para hacerle un regalo importante y hasta se reían en su cara de sus actitudes de vieja tacaña y quisquillosa, de cómo se maquillaba en forma despareja, de cuando contaba las mismas anécdotas una y otra vez o de las nuevas amigas que había hecho, a las que nombraban, entre carcajadas, como “la vieja que se viste como un velador”, “la vieja que se ríe como un loro” o “la vieja ridícula que tiene toda la cara estirada”.
Desde que Isabel se había enterado de la enfermedad de su nieta, todo el peso de la vejez se le vino encima. Los ocho meses que pasaron desde el primer diagnóstico le cayeron como diez años. Y diez años a los ochenta no era poca cosa. Entonces dejó de salir a tomar el té con sus amigas, suspendió las escapadas a Mar del Plata los fines de semana y canceló sus visitas a la peluquería. No tenía ganas de nada. Se quedaba encerrada en su cuarto, todo el día en camisón, echada en la cama, sufriendo mareos, dolores de cabeza, llorando, padeciendo una tristeza que se le había instalado en el cuerpo, en el alma. Sin embargo, con el paso del tiempo, se fue recuperando. Cuando el ciclo de quimioterapia de Candela estaba por terminar y ella pudo ver con sus propios ojos que no había sido tan terrible como esperaba, que a la hija de su hija se la veía bien, fuerte, con el pelo largo, intacto, se ilusionó con la idea de que ese mal sueño llegaría pronto a su fin y acabaría en final feliz. Inés le decía que lo peor había pasado, que solo era cuestión de esperar a la segunda operación para constatar que la quimioterapia había sido eficaz. Además insistía, tal vez para animarla y animarse, que el viento estaba a su favor, que la fortuna estaba de su lado.
El día de la operación Isabel se levantó como siempre a las seis y media de la mañana, se puso las pantuflas, fue a la cocina y, sin despertar a su empleada, empezó a calentar el agua para el café. En vez de usar una cafetera eléctrica se empeñaba en poner una cucharada de café en un filtro de tela gastado, marrón de tanta borra, que colocaba encima de la taza para echarle agua hirviendo directamente de la pava y que de ahí, en pocos segundos, saliera un café que todos consideraban intomable. Además, durante ese proceso, mucho líquido saltaba a cualquier lado, porque Isabel difícilmente embocaba el chorro en el filtro de buenas a primeras. Pero ella veía poco, así que no se daba cuenta de nada. Cortó el café con un poco de leche, que siempre se le vencía porque pasaba semanas en la heladera, y lo acompañó con dos tostadas de pan francés del día anterior, calentado sobre un grill lleno de óxido que Isabel se resistía a cambiar por la tostadora eléctrica que le había regalado Ernesto: ni siquiera la sacó de la caja cuando su hijo se apareció con ese aparato al que ella consideraba absolutamente inútil.
Cuando terminó de desayunar prestó atención al noticiero de las siete, con el televisor prendido a todo volumen. Quería saber cómo iba a estar el clima, si había aumentado la carne y a cuánto había cotizado el euro, porque se acercaba fin de mes y le tocaba cambiar la pensión completa que recibía en pesos de su difunto marido por una cantidad considerablemente menor de euros, que guardaba todos apilados al fondo del último cajón de un placard lleno de tapados de piel natural con olor a naftalina. La historia de su país la obligó a no creer en los bancos, por eso prefería tener la plata en un lugar que estaba a su alcance, donde nadie, jamás, le prohibiera sacar eso que era de ella y le correspondía.
Después no se bañó, porque le daba frío y a esa edad ya no transpiraba. Eligió del perchero un conjunto de saco y pollera que combinó con una blusa de seda embadurnada en olor a perfume (no lavaba la ropa todos los días, se olvidaba o le daba pereza si no estaba la mucama) y un par de zapatos de taco alto, porque aseguraba que no usar taco la mareaba, que toda su vida había andado con los pies en punta y ya se había acostumbrado. Martín se reía cuando veía a su abuela en la playa caminando descalza en puntas de pie hacia la orilla del mar, como si tuviera los pies doblados de tanto usar tacos o perdiera el eje al apoyar los talones contra el suelo.
Al subir al ascensor del edificio presionó el botón del tercer subsuelo. Ahí guardaba el auto, tres pisos debajo de la tierra. Todos en la familia le decían que dejara de manejar, que se moviera en taxis, que era un peligro al volante porque ya casi no veía, pero ella hacía oídos sordos a aquellas acusaciones. Estaba convencida de que manejaba a la perfección y que Inés y los chicos la criticaban para quedarse con su auto. Ese día se encontraba muy nerviosa, no podía dejar de pensar en la operación. Cuando arrancó el motor puso marcha atrás, y se distrajo pensando en Candela. Chocó levemente con una columna, pero no le dio importancia al asunto. Luego se dispuso a subir los tres pisos por unos corredores repletos de curvas. El auto tocó varias veces la pared en casi todos los giros. Tampoco le importó, porque estaba acostumbrada a esos percances, cada vez más frecuentes. En la avenida Las Heras varios taxistas la insultaron, le gritaron “vieja hija de puta” por cruzarse en su camino o no frenar a tiempo, o frenar de golpe. A todos les levantó el dedo mayor en la cara, sin contestarles. Al llegar a la clínica buscó el estacionamiento y bajó dos subsuelos, porque en la planta baja no había lugar. Se apuró en dejar el auto en cualquier lado, y sin darse cuenta lo estacionó en un lugar reservado para las ambulancias. No prestó atención porque tenía el estómago flojo, revuelto. Los nervios le estaban jugando una mala pasada, debía correr al primer baño disponible. A su edad, la capacidad de contención se le había deteriorado, igual que todo el resto del cuerpo. Como no conocía bien el edificio, prefirió correr a la habitación de Candela, el único lugar de esa clínica al que sabía llegar sin preguntar. En el camino se dio cuenta de que era tarde, pero necesitaba un baño igual. Llegó a la habitación, tiró la cartera al piso y sin saludar dijo: “Tengo que pasar al toilette”, y todos sus familiares se rieron (algunos exageradamente para animar a Candela). A los diez o quince minutos salió del baño haciéndose la distraída, y saludó a sus nietos, que no podían contener la risa. Llevaba un ejemplar del diario “La Nación” bajo el brazo. Una enfermera terminaba de cambiarle el suero a Candela. Faltaba media hora para que ingresara al quirófano.
–Disculpe, señora, necesito llevar el diario a la habitación de al lado, pertenece a la clínica –le dijo.
–Ay, señorita, usted no sería tan amable de dejármelo un ratito más… Es que se murió una prima y necesito ver los avisos fúnebres –mintió Isabel.
–Lo siento, señora, el paciente de al lado está solo y me viene pidiendo el diario hace una hora…
–¡Mamá, no seas ridícula! –intervino Inés–. Dale el diario a la chica, que yo ahora mando a comprarte otro por uno de los chicos.
–¡No, lo necesito!
–Señora, por favor…
–Discúlpela, es que está grande y no sabe lo que hace –dijo Inés, dirigiéndose a la enfermera–. Tome, llévese el diario y tráigame agua mineral –le ordenó, arrancando el ejemplar de La Nación del brazo de su madre.
Entonces cayó una bombacha rosa, gigante, mojada. Martín salió corriendo de la vergüenza. Alberto se rió. Candela ni se dio cuenta, estaba en otro mundo. Inés se agachó a juntar la prenda y le dio el diario a la enfermera para que se fuera lo más pronto posible.
–¡Qué se ríen, zanguangos! –dijo Isabel–. Tuve un accidente, y en vez de tirar la bombacha la lavé y la escondí en un diario que había en el baño, porque ustedes son tan estúpidos que me iban a cargar toda la vida si me veían.
–¡Pero mamá, estás loca! ¡Qué asco! ¿Cómo no la tiraste en el acto? –preguntó Inés, entre espantada y risueña.
–¿Qué querés, nena? Esta ropa interior es de Victoria Secret –pronunció mal Isabel–. La compré en Miami, en la época del uno a uno, ¿sabés cuánto vale esto en pesos ahora, querida? Si te digo, te morís…
Cuando terminó de decir eso, Isabel agarró la bombacha y la puso a secar en uno de los radiadores. “Con suerte la tengo lista en media horita, no vaya a ser que tenga que salir a la calle con todo al aire, como las vedettes”, comentó.

20

Un sábado cualquiera de octubre Martín se animó a salir. Brenda, una amiga del gimnasio, logró convencerlo de ir a Club 69, una disco alternativa que, según dijo, se llenaba de gente de todo tipo. Martín no supo a qué se refería con eso de “gente de todo tipo”, pero cuando quiso preguntar Brenda le dijo que se tenía que ir, que un chico con el que estaba curtiendo la esperaba en la puerta, que se encontraban a las doce de la noche en su casa y que ni se le ocurriera dejarla plantada.
Martín no supo qué ponerse. No tenía ropa alternativa, nada con onda, ninguna prenda que se saliera del conjunto camisa polo, pantalones caqui, mocasines náuticos y campera barbour, de estilo inglés con olor a cera. Le daba vergüenza vestirse así para salir con Brenda, porque ella siempre lo veía con ropa deportiva, y si se enteraba de cómo era en verdad su estilo, ese look de numerario del Opus Dei, quizá dejaría de hablarle. Entonces fue al shopping, aunque le diera culpa gastar en frivolidades con todos los problemas que había en su casa. Entró en Kosiuko, un lugar en el que nunca se había animado a comprar porque todos en su entorno decían que era muy modernoso y sumamente gay. Cuando se miró al espejo en el probador, vestido con un jean ajustado medio roto, gastado, una remera negra con dibujos plateados pegada al cuerpo que le marcaba los brazos y el pecho, tan trabajados en horas de gimnasio, y un cinturón de cuero con una hebilla enorme que decía “suck me”, creyó estar en frente a otra persona. El cambio lo excitó, hizo que se sintiera liberado, feliz por un momento, aunque lleno de culpa. Finalmente logró reprimir ese sentimiento y se llevó la ropa. Había pasado de un extremo a otro, de joven con aspecto de nerd que se vestía igual a su papá a chico fashion habitué de la noche porteña.
Brenda encendió un porro en su departamento. A Martín le dio miedo, la vio como una drogadicta. “Es para relajarme y pasar una buena noche, no creas que soy una porrera que se la pasa fumando. Vos me conocés, sabés que no es así”, se defendió. Luego le extendió la mano para ofrecerle una pitada. Martín pensó en la visita a una disco alternativa, en su cambio de look, en que se moría por escapar, aunque sea una noche, de la realidad que lo asfixiaba. Entonces fumó un poco y enseguida dijo: “No me hace nada, ves, seguro que a mí no me pega”. Pero a la media hora no podía parar de reírse.
Entraron a Club 69 sin hacer cola. Brenda era amiga del tipo de la puerta, que la dejó pasar mientras le decía al oído “qué lindo chongo me trajiste, mi amor, ¿es paqui?”, a lo que ella respondió, también en secreto “Mirá, si a mí hasta ahora no me quiso tocar un pelo, debe ser, porque es cualquier cosa menos macho, pero todavía no le saqué la ficha. Yo creo que es re loca, pasa que no se anima el pobre”. Fueron directo a la barra. Pidieron dos daiquiris de frutilla. Trago de puto, ya no hay dudas, pensó ella. A Martín le dio algo de miedo toda esa gente: las drag queens, los strippers musculosos casi desnudos bailando sobre los parlantes, las chicas vestidas como putas, los chicos que se pasaban el éxtasis como si fueran caramelos. Una parte de él no quería seguir ahí, su conciencia le decía que se estaba portando mal, que corría el riesgo de dejarse llevar por las bajas pasiones, como le había dicho su cura confesor, de perderse en el vicio y convertirse en eso que tanto había evitado, temido.
A pesar de la culpa, logró divertirse. La música le encantaba, el daiquiri le potenciaba los efectos del porro y Brenda no dejaba de rogarle que fueran a la pista. Bailaron como si fuera la última noche de sus vidas. Martín se sintió observado, deseado, y la idea le gustó. Había cambiado de piel, vuelto a nacer por un día, como las mariposas, para sentirse el chico más lindo del mundo, aunque estuviera lejos de serlo.
Aquel trance le duró hasta que empezaron a sonar los primeros acordes de la canción de Kylie Minogue, “la la la la la la la la la la la la la la la la I just can´t get you out of my head, boy your love it’s all I think about”. En ese momento se acordó de Kylie, de la foto que había visto la semana pasada, donde la cantante aparecía con la cabeza pelada bajo el titular: “¡Exclusivo! Las primeras imágenes de Kylie Minogue durante su tratamiento de quimioterapia. La ídola del pop le da batalla al cáncer”. Entonces se le vino a la mente Candela, que ya se estaba quedando sin pelo, y no se pudo sacar a su hermana de la cabeza, como en la canción. Se tuvo que ir a sentar, pensando que si lo de Candela no terminaba bien él jamás podría ser feliz, porque hasta en los mejores momentos volverían a su mente esos recuerdos tristes, imborrables. En el camino a la barra sintió que alguien le tocaba el brazo.
–Hola –escuchó que le decían.
Era una voz de hombre.
–¿Me hablás a mí? –preguntó sorprendido, dándose vuelta para mirar.
–Bueno, no sé, eso depende de vos…
El chico era lindo, de brazos anchos, buen cuerpo. Martín se puso nervioso y trató inútilmente de ignorarlo.
–No me siento bien –le dijo.
–¿Qué te duele? Mirá que yo tengo manos sanadoras, vos decime dónde te duele y yo te toco, a ver si te curás… ¿Cómo te llamás?
–Martín, y no me duele...
–Yo Diego –interrumpió–. ¡Sos re alto!
–No sé.
–Cómo que no sabés, mirá, me llevás casi una cabeza entera –exageró, mientras le tocaba el cuello.
–Tanto no creo.
A Martín se le erizó la piel al sentir esas manos acariciando su cuello. Sabía que le correspondía irse, que cualquiera de sus amigos hubiera puesto en su lugar al puto ese, pero él estaba confundido. Se quedó inmóvil, tratando de disimular los escalofríos que le recorrían el cuerpo.
–¿Sos paqui? –preguntó el chico.
–¿Cómo?
–¡Si sos paqui! –gritó, haciendo resaltar su voz por encima de la música ensordecedora.
–No te entiendo, ¿qué es eso?
–¡Paqui, macho, chongo! ¿En qué mundo vivís?
–Ah, no, no sé.
–¿Sos o no sos? Porque yo no quiero perder el tiempo, estoy re horny, así que si sos chongo, ¡fush!
–Bueno, no sé.
–Ay, me re calientan los tapados. Vamos, lindo, asumite –dijo, y le dio un beso en la boca.
Martín no supo qué hacer. Dejó sus labios quietos por unos segundos, hasta que le dio terror la idea de que alguien lo pudiera estar viendo.
–¡Salí! –le ordenó, apartándolo.
Cuando lo agarró para sacárselo de encima, sintió esos brazos fuertes, cálidos, descubiertos por una remera sin mangas muy ajustada. Entonces no pudo resistirse. Lo abrazó, lo acarició y le besó el cuello. Sintió el aroma del perfume mezclado con olor a hombre. Pensó que no le importaba nada, que si moría ese mismo día al menos se habría dado el gusto de su vida, habría hecho desaparecer esas ganas desesperadas que lo torturaban, que lo volvían loco. Comenzó a temblar cada vez más fuerte, con el corazón latiendo acelerado a punto de estallar. “Vamos al baño”, le dijo ese extraño que le estaba regalando la mejor noche de su vida. Martín lo siguió en silencio, atrapado por el deseo. Se encerraron y continuaron besándose. Las manos inexpertas de Martín siguieron explorando, y con cada descubrimiento se multiplicaron la culpa y el placer.
En el camino de regreso a la casa de sus padres no pudo dejar de preguntarse qué haría con eso que había dejado de ser una fantasía para convertirse en realidad. ¿Cómo podría borrarlo de su vida, si tanto le había gustado?

7 comentarios:

  1. Gracias por la entrega, cada vez se pone más interesante... sólo una pregunta... que significa placard??? puede ser closet o algo parecido...
    Besos y hasta la próxima entrega, precioso...

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  2. Pobre abu, se le salio...los accidentes pasan...o como dicen los gringous...SHIT HAPPENS¡

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  3. Antes de eso no estabas seguro que eras gay.. o es ficción??

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  4. jaja luchi, que bueno lo de la abuela cagandose encima!!! pobre!!!!!!!!!!!! jajajajajajajajaja

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  5. Luis,

    qué significa:paqui y chongo?
    me reí mucho con lo de tu abuela.
    Y qué paso con Brenda?
    ayudo a Martín a salir del closet y se perdió.

    besos,

    Panay

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